Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

La vida en un campo de refugiados

Texto Nicolás Dorronsoro [Com 98]

Las distintas guerras de El Congo han obligado a más de un millón de personas a abandonar sus casas, sólo en la región de Kivu Norte. Yo trabajo con ellas.


GOMA [República Democrática de el Congo]. Un país inabarcable, fascinante, lleno de vida… y al mismo tiempo caótico, deprimente por momentos, y hogar de una tragedia humanitaria que parece no tener fin. Vivo en Goma desde octubre del año pasado como responsable de un proyecto del Servicio Jesuita a Refugiados (JRS), una ong de la Compañía de Jesús fundada por el Padre Arrupe. Nuestra misión, tal y como reza el mandato del JRS, es acompañar, defender y servir a los refugiados y desplazados en algunas de las zonas más olvidadas del planeta. Aquí estoy a cargo de un proyecto de educación no formal para chicos y chicas desplazados analfabetos totales y/o parciales. Nuestro objetivo es crear un espacio en los campos en los que chicos tengan acceso a la educación, aprendan un oficio… Pero sobre todo diría que el objetivo fundamental es acompañar a la gente, estar presente y escuchar mucho.
Es difícil describir la realidad de Goma y Kivu Norte en pocas palabras. Se trata de un conflicto que ha atravesado muchas fases, y que desde comienzos de los años 90 mantiene esta parte del mundo como una de las más inseguras, un lugar en el que la impunidad es constante y la población civil sufre violaciones de derechos humanos cometidas sistemáticamente por distintos grupos armados. La República Democrática de El Congo es un país enorme, de un tamaño cinco veces el de España, y que alberga en su zona oriental una riqueza geológica que la hace comparable, para que nos entendamos, al tesoro de Alí Babá. Cuando un tesoro es de tal calibre, hay mucha gente interesada en que nadie gobierne aquello, para que muchos puedan “sacar tajada”. El mineral de la discordia es el coltán, abreviación de colombita-tantalita, de gran utilidad para el mundo de la informática y la telefonía móvil.
Muchas de las personas desplazadas con las que paso la mayor parte del día han tenido que huir de zonas mineras de las que se extrae coltán, y que están controladas por grupos armados. La vida en estos campos, construidos sobre roca volcánica, es extraordinariamente dura. Nos rodea un paisaje de miles de chozas alineadas y cubiertas por lonas de plástico suministradas por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). La gente duerme sobre la piedra, las lonas están agujereadas y en la estación de lluvias no protegen del agua.Las chozas, diminutas, son el hogar de familias a veces de siete y más miembros…
En este contexto, distintas organizaciones internacionales como la nuestra trabajan por mejorar las condiciones de vida de las personas desplazadas en estas circunstancias. Unos se encargan del agua y el saneamiento, otros de la comida, otros de la salud…

Fugitivos en su propio país. Es difícil hacerse una idea de la situación que atraviesa gran parte del millón de personas desplazadas en Kivu Norte. Imaginemos por un momento que estamos tranquilamente en casa y empezamos a escuchar disparos. Un vecino nos alerta de que un grupo de hombres armados viene a nuestra casa. Los conocemos, sabemos que han violado a mujeres y asesinado a personas en pueblos vecinos y que esta vez vienen hacia aquí. Cogemos a la carrera las cuatro cosas que podemos llevarnos y salimos huyendo hacia la selva, sin saber muy bien adónde ir, si podremos volver a casa… Muchas familias se separan, hay hijos, maridos o mujeres a los que se les pierde la pista y se les da por muertos… Estas son las circunstancias que caracterizan la huida de muchas de las personas con las que trabajamos en los campos. Tampoco saben cuánto tiempo tendrán que permanecer allí, si podrán regresar a casa… En algunos casos esta situación se prolonga durante décadas.
Algunos de los chicos con los que trabajamos en mi proyecto han huido del reclutamiento forzoso de los grupos armados. Hace poco hablaba con Pascal, un chaval que está aprendiendo peluquería en el campo. Me contaba cómo sus amigos huyeron de su pueblo porque sabían que un grupo armado les obligaría a elegir entre tomar las armas o morir. Una vez, en Burundi, me encontré con un niño soldado que no pasaría del metro cincuenta y que portaba un lanzagranadas que tal vez era mayor que él. Conozco por proyectos amigos lo difícil que es trabajar con estos niños y el largo proceso de acompañamiento que se precisa para que se reintegren en la sociedad y puedan llevar una vida normal.
Al mismo tiempo, las lecciones de humanidad que uno recibe en un entorno como este son impresionantes. Un campo de desplazados es un lugar en el que miles de personas viven en una situación límite, y eso hace salir a la luz lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Ves madres y abuelas que guardan la comida para dársela a sus hijos y nietos, niños que cuidan de sus hermanos como si fueran sus mismos padres… Y al mismo tiempo, ves a desplazados abusando de su posición como jefes de bloque para lograr unos cuantos kilos más de alubias en una distribución, o trabajadores de ONGs que trapichean con lo que se distribuye.
Como licenciado en Periodismo por la Universidad [Com 98], una de las cosas que siguen abriéndome un poco las carnes es el absoluto olvido informativo que padecen conflictos como el de la RDC, en el que murieron más de cinco millones de personas de 1998 a 2003. Recuerdo la formación en valores que recibimos en Pamplona y la asignatura de Deontología, y me pregunto qué código deontológico permite que los conflictos con mayor número de víctimas en el mundo no merezcan ni un mísero breve.
Creo que muchos profesionales de la comunicación tienen pendiente un serio ejercicio de autocrítica. Supongo que también aprendimos que los medios son, ante todo, una empresa, y que de lo que se trata es de vender periódicos. Lo que sí aprendimos de personas como Alfonso Sánchez Tabernero –una excelente enseñanza– fue a intentar a hacer las cosas siempre con calidad. En eso supongo que estamos.