Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Las culturas que soy

Texto: Blanca Rodríguez Gómez-Guillamón [Com His 15] Fotografía: Manuel Castells [Com 87] 

La cultura en que crecemos nos construye una mirada, que se hace aún más elocuente cuando se enfrenta a otras experiencias. Ernest Beorlegui [PhD Der 19] nació en Dobwo, un pueblo de Malí, y creció en otras seis poblaciones africanas antes de vivir en Francia y España. En ese viaje descubrió la mirada del inmigrante, sobre la que investigó en su tesis doctoral. Pero, para entender al otro, lo primero es conocer qué hubo antes.


Cuando era niño, Ernest Thera soñaba con vender aviones. Eran inalcanzables y, por ese motivo, se le antojaban mucho más interesantes que los coches o las bicicletas. En el momento en que su sonido rompía el silencio, el pueblo entero se detenía: la mujer que cocinaba el mijo, los amigos que jugaban a las cartas, los hombres que trabajaban la tierra. Entonces él tenía doce años y no imaginaba que algún tiempo después se subiría a uno para viajar a un mundo distinto, a otra cultura, a Europa. Tampoco el pueblo imaginaba entonces que aquellos artefactos, además de personas y mercancías, podían transportar bombas. «En 2012 empezó un conflicto terrorista en Malí —miembros de facciones yihadistas de Al Qaeda del Magreb Islámico, Al Shabab, Ansar Dine o Boko Haram, entre otras, trataron de imponer las leyes islamistas en el país—. No sé si ahora el cielo se mirará por inercia o con miedo», cuenta Ernest con la expresión ensombrecida.

Hace nueve años que vive en Pamplona, donde el 29 de marzo de 2019 defendió en la Universidad de Navarra su tesis doctoral. En ella, analizó los sistemas jurídicos migratorios de Francia y España, «dos países relevantes en la Unión Europea en esta materia». 

Al dejar Malí atrás, Ernest descubrió que Europa no tenía los colores, ni las tradiciones, ni la concepción de la vida de África. Iba a sumergirse en una cultura y unas formas de hacer diferentes, incluso contrapuestas. Y esa, reconoce, es la primera barrera que afronta un inmigrante. Para entenderse mutuamente, es interesante mirar la vida a través de otros ojos. 

     

DOS VASOS DE TÉ

Hay un recuerdo con el que a Ernest le brillan los ojos: las tardes de té con los amigos. Es lo que más echa de menos. Un pequeño corro en el patio de la casa —donde se reúnen, donde se come, donde incluso se duerme los días de calor— y una tetera de aluminio sobre un recipiente con carbón. El agua se calienta durante quince minutos y luego se mezcla con azúcar, hierbas o anís. Se reparten dos vasos respetando la jerarquía: primero el mayor, el homenajeado, el que más disfruta el té. Luego se rellenan los dos mismos vasos y se les sirve a los siguientes. 

—Si alguien pasa por el camino y le apetece, se une.

—¿Así, sin más?

—Sí, claro. Si quiere té, o si estamos comiendo, pasa a saludar y bebe o come también.

—¿Aunque sea un desconocido?

—Claro, claro.

—Pero entonces hay que hacer comida de más.

Siempre hay que hacer comida de más, porque seguro que no vas a comer solo. Si no te encierras en la casa, es imposible comer solo. El té vertebra las relaciones.

 

CUENTOS DE ÁFRICA

Los cuentos de África saben a té. Los cuentos de África los cuentan los ancianos (si los cuentan). Ernest no termina de completar la sonrisa cuando lo menciona, porque asegura que la transmisión cultural se está perdiendo. Los ancianos del pueblo «no confían en cualquiera».

Ernest tenía doce años la primera vez que buscaba una respuesta. Le habían dicho cómo lo tenía que hacer:

—Acércate al consejero y sírvele té. Deja que te observe. Sé sincero. Él decidirá si mereces o no su conocimiento.

Así lo hizo. Dispuso el carbón y la tetera de aluminio y le ofreció el primer vaso. Estaban en la calle y los hombres aún no habían vuelto del campo. Las mujeres atendían a los niños al mismo tiempo que la comida y los animales. No se encontraban lejos, porque «los mayores nunca deben estar solos».

Ernest se movía nervioso en la banqueta. Quería preguntar por los aviones, pero no sabía cómo empezar. Era consciente de que el anciano examinaba sus gestos y sus palabras. Pasaron algunas horas antes de que el mayor se aclarase la garganta.

—¿Qué andas buscando? —preguntó al fin.

Los ancianos son leales con las tradiciones y los conocimientos, porque no quieren que se usen para hacer el mal. «Por eso muchos mueren sin haber transmitido a la siguiente generación porque no encontraron a alguien adecuado al que confiar cuanto sabían —lamenta Ernest. Los sabios constituyen el pilar de la sociedad. Son quienes establecen el orden público, garantizan la seguridad y enseñan a trabajar la tierra, a cuidar de los animales, a alumbrar a los hijos. Son una biblioteca viva y se acude a ellos para buscar respuestas».

En África, «el respeto a los mayores configura el punto de partida». El mayor protege al menor, y el menor atiende al mayor. Un círculo que se establece como base de las relaciones sociales y familiares.

 

SANGRE Y PLUMAS

Ernest se crio viajando. Nació el segundo de siete hijos de una familia católica. Su padre era catequista y su profesión les llevó por seis pueblos; todos ellos de la etnia bwa, que se establece entre Malí y Burkina Faso, cerca de la frontera. Bèoui, Dobwo, Togo, Keberenikui, Mayiraso y Touba eran pueblos sencillos, principalmente agricultores, y de tradición animista, una creencia que considera que los elementos naturales tienen alma.

Ernest había crecido con fetiches a su alrededor, pero el día en que entendió en qué consistían empezó a experimentar «un fuerte rechazo y un miedo que paraliza». Entonces no vio solamente un tronco de un árbol chorreando sangre y salpicado de plumas, sino que también vio un cuerpo que engordaba y se alimentaba de los sacrificios que se hacían sobre él.

Las personas que compartían estas creencias conversaban con la naturaleza a través de ellos y ofrecían animales en lugares que tienen por sagrados para pedir lluvia, felicidad o hijos.

—No te acerques —le advirtió su padre.

El misterio que rodeaba a aquellos objetos mágicos le acompañó a partir de entonces. «Temía quedarme pegado a alguno de esos sitios y que me chupase la sangre», reconoce. Porque no era bueno estar demasiado cerca de un fetiche: una piedra, un puñado de tierra o un árbol a los que se atribuían poderes sobrenaturales.

El pueblo donde más fetiches encontró —tanto públicos como privados— fue Mayiraso, donde llegó a contar hasta diez. «Es su forma de encontrar a Dios —apunta —. Tratan de llegar a Él a través de la naturaleza».

Los amuletos se veneran y se temen. Por eso, cuenta Ernest, los misioneros cristianos combatieron el terror que provocaban durmiendo junto a ellos. Al amanecer, la gente del pueblo se sorprendió de que continuasen vivos —algo que hasta entonces no habían creído posible— y pensaron que quizá el dios del que hablaban  los misioneros era tan fuerte como el que se manifestaba a través de los fetiches.

 

 

ANIMALES NOCTURNOS

La mordedura de una serpiente apenas se siente como un raspón. Lo doloroso viene cuando el veneno empieza a extenderse por la sangre. A Ernest nunca le pasó, pero Médicos sin Fronteras calcula que 5,4 millones de personas son atacadas anualmente por serpientes y califica la situación como una «crisis olvidada de la salud pública». En África, indica Ernest, las serpientes y los escorpiones son tan comunes como en Europa las arañas. Por eso, en las casas suelen guardar piedras negras, un antídoto natural contra la ponzoña.

Recuerda a su madre frotando la piedra en la herida de su hermano Hervé [Com 16]. Un poco antes le había mandado a por leña para preparar el almuerzo. Lo siguiente fue un grito. Su madre, enfermera, administró todos los antídotos de su  botiquín para extraer el veneno y Hervé, de apenas quince años, notó cómo la quemazón se aplacaba.

Los días de calor o en época de lluvias, las serpientes se esconden en los rincones más inesperados: en los cubos de agua, entre la ropa, dentro de los zapatos. También salen a los caminos, sobre todo cuando oscurece. Es en esas ocasiones cuando mejor se aprovecha uno de los mejores regalos que se le puede hacer a un adolescente: una linterna. «Con ella, uno sabe a qué se enfrenta en la oscuridad», aclara Ernest.

En los pueblos no hay electricidad. Con suerte, algunas familias tienen paneles solares para el consumo particular. El proyecto Lighting Africa, iniciativa del Banco Mundial y la Corporación Financiera Internacional, informa de que en África subsahariana alrededor de seiscientos millones de personas carecen de acceso a la electricidad; el 80 por ciento vive en zonas rurales. En consecuencia, la noche es cerrada y los caminos pueden hacerse peligrosos. La vida se rige por la luz del sol y de la luna.

 

NOCHES MÁS CLARAS

Las noches de luna llena son especiales. Ernest sonríe antes de admitir que cuesta olvidar esa claridad. El cielo se queda más despejado y se ve el camino.

En la estación de lluvias —entre junio y septiembre— cuenta que los estudiantes vuelven de la ciudad, donde suelen alojarse en las casas de familiares durante el periodo escolar, y su jolgorio se une al de los hombres que regresan del campo.

Cuando brilla la luna llena, las chicas del pueblo salen a la plaza a cantar mientras los chicos pelean para demostrar su fuerza. Las jóvenes se reúnen en corros y airean secretos que no contarían en otro momento. Entonan melodías sobre el amor y entre las estrofas cuelan el nombre del chico que les gusta. Se echan unas en brazos de otras y se lanzan en volandas para darle un ritmo a la canción. Una entona y las demás responden. Y los muchachos, a una distancia prudente, se dan codazos si escuchan sus nombres. Ellas visten telas de colores y chanclas y se arreglan el pelo con trencitas. Ellos las miran con curiosidad. Tienen catorce, quince, dieciséis años. Al otro lado de la plaza, las mujeres casadas también observan y recuerdan viejos tiempos. También cantan. 

—Es el modo de decir que el pueblo está vivo y que existimos. Es un motivo de alegría y una forma de expresarnos.

—¿Y alguna vez han dicho tu nombre?

Se ríe. Se ríe fuerte.

 

LA LEY DE LAS CASTAS

Una regla impera sobre todo: que nada está por encima de la organización social. Se pertenece a la casta en la que se nace y no puede haber mezclas. «Son tres grupos dentro de la misma comunidad y cada uno tiene su función —enumera Ernest—: los nobles, que son los agricultores y ganaderos; los trabajadores del hierro y de la madera, que sirven a los nobles y son imprescindibles para que todo funcione; y los que cantan, que tienen la lengua muy larga para guardar un secreto y van de casa en casa pidiendo comida». 

—¿Y si ocurre? ¿Y si se enamoran?

—No, no debe pasar. 

—Pero ¿y si pasa?

—Entonces tienen que irse. Pierden las raíces, a su familia, al pueblo. Se concibe como una traición, así que asumen esas consecuencias.

     

AL BAJAR DEL AVIÓN

Cuando Ernest Thera —actualmente de apellido Beorlegui— cumplió dieciocho años, cambió su sueño infantil de convertirse en comerciante de aviones por la carrera de Derecho, que estudió en la Universidad de Bamako, la capital de Malí. Le gustaban la sociología y la filosofía, pero se decidió por una disciplina que, a priori, adivinaba con mejores oportunidades laborales. Sin embargo, al realizar prácticas profesionales, le desencantó descubrir la corrupción en el sistema judicial. Ernest buscó un cambio y lo encontró en la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, que le concedió una beca con la que pudo costearse un programa de posgrado en España. En ese periodo de búsqueda, la embajada española se había establecido en Malí en 2006 y había aprobado la ayuda económica con carácter anual.

La madre adoptiva de Ernest, Blanca Beorlegui, es pamplonesa, de modo que el joven, asegura, no dudó sobre la ciudad en la que continuaría los estudios. Se estableció en la capital navarra en 2010 y, tras completar un máster, en enero de 2013 entró a formar parte del Proyecto Fronteras y Cultura del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra. Al mismo tiempo, en la Facultad de Derecho, comenzó su tesis doctoral.

El viaje desde Malí a España conllevó algunos cambios, como aprender de cero el castellano. Sin embargo, lo que más le llamó la atención a Ernest fue la infraestructura de las ciudades. Al bajarse del avión, pensó que se encontraba en el paraíso. Al menos tal como podía entenderse en Malí. En Europa, los edificios son altos y sólidos y discurren ordenados a lo largo de la calle. Hay aceras, asfalto y césped.

—En Malí todo tiene fecha de caducidad. Aquí, sin embargo, vas por la calle y te encuentras con una construcción del siglo XIII y te preguntas cómo es eso posible.

—¿Y las personas? En España no es frecuente que los desconocidos beban o coman con otros desconocidos.

Ernest mira a lo lejos.

—Es otro tipo de vida. Aquí puedes tener amigos sin haber ido nunca a su casa. Lo habitual es encontrarnos en un bar o una cafetería. Nada de un té en el patio de tierra. Nada de comer, reunirse y dormir fuera —hace una pausa—. En Europa la gente es menos generosa porque no se lo puede permitir. En Malí todo lo que vas a comer durante una semana puede costar dos euros. Aquí, eso mismo es lo que te cuesta un solo pincho. En África se vive el día a día, lo cual también tiene su lado negativo.

—¿No se piensa en el futuro?

—La vida es muy corta, porque, entre otras cosas, no se prevé la enfermedad. Lo das todo, pero, luego, ¿qué? Al contrario que en Europa, donde la gente planifica y ahorra para lo que pueda venir.

—Para el inmigrante, ¿cómo es el proceso de adaptación?

—El choque es inevitable. De pronto tienes que cambiar el modo de pensar. Es un gran esfuerzo, pero es que, si no, no sobrevives. Conforme pasa el tiempo vas olvidando detalles o formas de hacer de tu pueblo, porque tienes que descubrir y adaptarte al mundo de aquí. Hay quien tiene que luchar más porque desde un principio se siente fuera de lugar. Imagina que esa persona no conoce el idioma, ni tiene el mismo nivel de formación, ni sabe cómo comportarse en el nuevo contexto. Y, además, percibe la desconfianza y el miedo hacia él como inmigrante. Encuentra muchas barreras, empezando por que son dos culturas diferentes. Puede sentirse como una pieza que no encaja, ya que sus experiencias vitales son muy distintas. Es importante que en ese acercamiento no se mire al otro como a un extraño sino como a una persona.

—Y en ocasiones la cultura que recibe no es capaz de entender a la que viene.

Son miradas distintas. Cuando se comprenda que hay muchas miradas, se podrá evolucionar. Hay que encontrar la forma de conjugar distintas culturas. En mi caso, no puedo decir que tenga una única. Voy adquiriendo experiencias y conocimientos y eso configura mi identidad. No puedo decir si soy más de África o más de Europa, porque ambas culturas hacen de mí lo que soy ahora.