Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Una oficina- palafito sobre el océano

Texto y fotografía Íñigo Resa [Arq 11]

Las aguas del Pacífico han llevado a Íñigo Resa Garde [Arq 11] desde las playas de California hasta Isla Grande de Chiloé, al sur de Chile. Allí colabora con el estudio de arquitectura Ortuzar y Gebauer, conocido por su reconversión de palafitos.


Castro, isla grande de Chiloé [Chile]. Han pasado casi dos años desde mi última carta. Con alma de trotamundos, dejé Los Ángeles para seguir peregrinando por el globo. Ahora me encuentro entre los paralelos 41º y 43º de latitud sur, en la Isla Grande de Chiloé. ¿Chiloé? Sí, yo también me planteé esta pregunta cuando en septiembre contactó conmigo el estudio de arquitectura Ortuzar y Gebauer, donde colaboro actualmente.

Su correo electrónico me pilló en Santiago de Chile con mi amiga Ana. Lo leí en voz alta y los dos nos miramos asintiendo con la cabeza. No lo pensé dos veces. Esa misma semana puse rumbo hacia la isla más grande del archipiélago de Chiloé. Sobre el mapa, se sitúa justo en el punto donde Chile empieza a descomponerse en miles de pedacitos de tierra.

Llegué a la estación de la ciudad de Castro después de un largo viaje de dieciséis horas en autobús, atravesando la imponente cordillera de los Andes, volcanes al borde de la erupción y lagos que parecían océanos. Menos mal que el vehículo era cama, algo parecido a la clase business de un avión. Hacía un día soleado maravilloso, típico de primavera, y recorrí emocionado el camino sinuoso que me condujo hasta mi destino.

Huésped todos los días

Me hospedo en el hotel-palafito de mis jefes, una auténtica maravilla arquitectónica sobre el océano Pacífico de la que se han hecho eco muchas revistas especializadas internacionales. Los palafitos son construcciones sobre pilares de madera en el agua que, aunque no son originarias de la Isla, se adoptaron para un mejor aprovechamiento de la ribera durante la expansión comercial en el siglo xix.

Tania Gebauer y Eugenio Ortuzar visitaron la zona hace unos años, entonces en decadencia, e impactados por su gran valor arquitectónico se propusieron recuperarlo. Gracias a la reconversión de palafitos en hoteles, cafés y apartamentos, el barrio Pedro Montt es hoy uno de los atractivos turísticos de la Isla. Su particular forma de entender la arquitectura les ha llevado a participar en 2014 y en 2016 en la Bienal de Venecia. La oficina, y también casa, de Tania y Eugenio es otro de los palafitos del barrio. Cuando uno se siente cansado de contemplar la pantalla de la computadora —como llaman acá al ordenador—, sale a la terraza a escuchar a las gaviotas y se relaja.

Vivir en un hotel es una experiencia curiosa, más aún si está flotando encima del mar: al dormir se percibe el golpear de las olas, y cuando sopla el viento con fuerza el edificio se tambalea como si fuera un barco. Puede que por eso últimamente algunos de mis sueños traten de piratas surcando los mares en busca de algún que otro tesoro.
Durante estos meses los empleados del hotel me han arropado y se han convertido en mi familia y amigos. Me han ayudado muchísimo, sobre todo me están enseñando a hablar como un auténtico chileno.

Otra cosa que me gusta de vivir en Patio Palafito es que tengo la oportunidad de conocer gente nueva todos los días. Argentinos, uruguayos, españoles, franceses, italianos y canadienses han sido mis compañeros de piso de las últimas semanas. Con ellos comparto mis experiencias en la Isla para que puedan organizar su viaje de una manera más personal.

El trabajo me está resultando muy interesante gracias al aprendizaje de nuevos sistemas constructivos y la utilización de materiales completamente desconocidos para mí, como maderas nativas nobles de alerce, pellín, mañío o coigüe. Esto consigue que mi viaje alrededor del mundo haciendo lo que me gusta merezca la pena.

La madera es precisamente la protagonista de otro de los iconos de la Isla: sus iglesias, declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el año 2000. Las construcciones más antiguas datan de mediados del siglo xvii. Todavía solo he podido visitar cinco de los dieciséis templos catalogados y he de decir que son espectaculares.

Otro aspecto importante de la arquitectura local es el uso de la teja y la tejuela para recubrir las fachadas de las casas. Se colocan montando una sobre la otra para evitar el paso de la lluvia y el frío. En los hogares chilotes la vida gira en torno a la chimenea de leña, espacio de reunión de la familia para comer y charlar.

Naturaleza y tradición

La Isla esconde rincones naturales de ensueño. Playas vírgenes, cascadas kilométricas y acantilados desafiantes en los que parece no haber pasado la civilización humana, algo que por desgracia ya no se ve muy a menudo.

En este tiempo he podido visitar pueblecitos muy tradicionales que guardan perfectamente las costumbres del lugar. Mujeres tejiendo jerséis de lana en la plaza o mariscadores que aprovechan la bajada de la marea para recoger el marisco son algunos ejemplos. Una cosa que me está costando es acordarme del nombre de estos parajes. Rilán, Cucao, Queilen, Tenaún, Tocohiue, Ten-Ten, Quemchi… palabras que parecen sacadas del libro El Señor de los Anillos.

Una de mis perdiciones en la Isla es su gastronomía. La cocina típica se caracteriza por el uso de la papa [patata] en casi todas sus recetas. Me sorprendió que en algunos de sus platos, como el curanto y el cancato, se combinan los mariscos y pescados con la carne de cerdo, cordero y vaca.

Además, la Isla está llena de mitos y fábulas que hacen de este un lugar mágico. Cuenta una leyenda chilota que, cuando las personas morían en tierra, sus almas viajaban hasta la Punta Pirulil, en la localidad de Cucao, donde eran recibidas por el balsero Tempilcahue para transportarlas hacia su descanso eterno en «la otra orilla». Actualmente existe una escultura denominada El muelle de las ánimas que se puede visitar para rememorar la tradición.

Bañada por aguas del Pacífico, los amaneceres y puestas de sol en Isla Grande de Chiloé son tan espectaculares como en California. De momento me quedaré un tiempo más por estas tierras que los conquistadores bautizaron como Nueva Galicia —la verdad es que tanto el paisaje como el clima recuerdan al norte de España— disfrutando de su arquitectura, gente, costumbres y parajes insólitos. Os escribiré pronto una nueva carta con más historias, quién sabe si desde otro lugar del mundo diferente.