Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Leandro Benavides, secretario de nada

Texto: Teo Peñarroja [Fia Com 19]. Entrevista: Nagore Gil [Com 99] y José Poggio [Com 21] . Fotografía: Eloy Alonso y Archivo Fotográfico Universidad de Navarra

De los ocho profesores del primer curso de Derecho de la Universidad de Navarra  solo siguen vivos dos: Jerónimo Martel, de 93 años, que reside en Orense, y Leandro Benavides, discretamente retirado en Oviedo. Hemos hablado con Leandro, que a los 95 años escucha los nocturnos de Chopin y pasea alrededor de la catedral los días que hace bueno. Sus paisanos no sospechan que, hace setenta, este vecino fue, antes de que existiera el cargo, el primer secretario general de la Universidad. Claro que, entonces, toda la secretaría era una libreta negra que le cabía en el bolsillo de la camisa.


En Asturias todo el mundo tenía un tío en América en la década de 1930. El de Leandro Benavides se embarcó con dieciocho años en un navío mercante sin siquiera despedirse. En aquella zona rural —Benavides nació en Santa María, una aldea cerca de un pueblo, Grandas de Salime, que hoy tiene ochocientos habitantes— cundía la sensación de que «sobraba gente». Leandro fue el octavo de los nueve hijos de Manuela y Domingo, campesinos de vida modesta, y estudió porque el maestro de la escuela, Benito Marco, convenció a sus padres de que lo llevasen al instituto de Luarca, a cien kilómetros de allí.

La Guerra Civil retrasó el comienzo de un bachillerato que le costeó su hermano mayor, Paquito, «cosa que suponía un gran sacrificio —explica don Leandro— porque el dinero, francamente, escaseaba». Terminó los estudios medios en Oviedo y allí se planteó estudiar Filosofía y Letras. Sin embargo, un profesor del instituto le hizo recapacitar («No querrás ser toda la vida profesor de instituto», le dijo), y acabó matriculándose en Derecho el curso 1946-47.

En la Universidad, Leandro Benavides se apuntó a un sindicato estudiantil. Iba el segundo de la lista, pero el primero se echó para atrás y Benavides se vio dirigiendo a un nutrido grupo de alumnos en la España de los cuarenta. De aquel campus se podían criticar muchas cosas, a tenor de sus recuerdos, y los estudiantes lo hacían de forma descarnada pero en privado, muchas veces en unas tertulias que organizaba el profesor Torcuato Fernández-Miranda. Era un hombre culto, con una «auténtica vocación universitaria», que reunía a su alrededor a un grupo de jóvenes que leían y comentaban fuera de las aulas obras filosóficas y políticas. 

​​Semioculto en la última fila, asomando entre dos cabezas, se adivina la presencia de un jovencísimo Leandro Benavides en la foto de familia de la apertura del curso 1952-53.

En la fiesta de Santo Tomás de Aquino de uno de aquellos años de licenciatura coincidieron en el paraninfo de la Universidad de Oviedo el rector del centro, Fernández-Miranda y Leandro Benavides, quien debía intervenir el primero. Cuando empezó a leer las líneas que había escrito —una crítica mordaz y poco constructiva— el rector tocó la campanilla para advertir: «Se ruega al representante de los alumnos que sea más comedido en su expresión». Como el joven sindicalista no moderó su discurso, el rector dio por terminada la intervención. A finales de los cuarenta, con España en pleno franquismo, la disidencia era insólita en la academia. 

En esa misma época, alrededor de 1950, destinaron a Oviedo al juez Carmelo de Diego Lora, que en los sesenta fue capellán mayor y catedrático de Derecho Canónico en la Universidad de Navarra. Además de trabajar en su despacho, daba a conocer entre universitarios católicos la predicación de san Josemaría: que se puede ser santo en medio del mundo. Durante un año, Benavides, «no muy dado al sentimentalismo», según sus propias palabras, trató con De Diego y acabó pidiendo la admisión al Opus Dei en 1951, su penúltimo curso de carrera.

Los de la maleta

 

Este es el décimo reportaje de la serie «Los de la maleta», sobre la historia de la Universidad. Su protagonista, Leandro Benavides, dice que ese apelativo le recuerda al que les dio Ángel García Dorronsoro a los ocho primeros profesores: «Los del Mayflower», en referencia a los primeros colonos de EE. UU.

 

UNA LIBRETA EN EL BOLSILLO

Leandro Benavides se licenció en el verano de 1952. Cuando acabaron los exámenes viajó a Barcelona para cursar las prácticas de la milicia. Se hospedó en el colegio mayor Monterols, que dirigía Francisco Ponz. Él le habló de la misión que Ismael Sánchez Bella, recién llegado de la Argentina, iba a cumplir en Pamplona por encargo de san Josemaría. «Pero sin mayor precisión —puntualiza el profesor—. Simplemente me contó que había intención de empezar unos estudios universitarios de Derecho en Pamplona». Y él decidió embarcarse en esa aventura.

Benavides, con veinticinco años, se marchó a Pamplona con una maleta en la que no recuerda haber metido más que la ropa imprescindible y algún libro cuyo título ya ha olvidado. La noche antes de sumarse al equipo inicial de profesores durmió en casa de los padres de Jesús Larralde, un joven navarro catedrático de la Universidad de Santiago de Compostela que se encontraba entonces de vacaciones en Pamplona y que también se incorporó, años más tarde, al proyecto de la Universidad de Navarra. El claustro inicial lo formaron, además del propio Benavides, Ismael Sánchez Bella, José Luis Murga, Jerónimo Martel, Rafael Aizpún, Ángel García Dorronsoro, Ángel López-Amo y Manuel Morera.

Benavides con Francisco Gómez Antón en los 25 años de la Facultad de Comunicación.

«Hay que hacerse cargo de que aquel primer curso no teníamos nada —explica Benavides—. Nada de nada. Ni siquiera relaciones con alguien, familia de origen ni nada». Las primeras dificultades fueron la falta de aulas, de profesores, de dinero y, sobre todo, de alumnos. La Diputación Foral de Navarra, a petición de don Ismael, le cedió una sala en la Cámara de Comptos, un edificio medieval del casco antiguo de Pamplona, donde instalaron el mobiliario indispensable y un tapiz con el escudo del Estudio General que le daba mucho empaque. También comprometió una ayuda económica «tan pequeña —recuerda Benavides— que al ir a cobrarla me cabía en la cartera». Eran 150.000 pesetas1

Don Leandro y otros de los profesores miembros del Opus Dei que habían llegado a finales del verano del 52 estaban viviendo en hoteles, hostales y en casas de familiares de amigos, por lo que les urgía un piso en el que instalarse definitivamente. Después de mucho buscar lo encontraron, un sexto en el número 36 de la avenida Carlos III que bautizaron como «Casa Marco» en honor al constructor que se lo alquiló. «Lo montamos como pudimos, con especial empeño en el despacho, la salita de estar y el comedor». La administración de la casa la dirigía Teresa —una «cocinera acreditada»— y una chica más joven que la ayudaba. 

Aquel primer curso, Leandro Benavides llevaba siempre una libreta en el bolsillo, que aún se conserva. En ella apuntaba los nombres de los alumnos que se matriculaban, si habían abonado o no el importe de la matrícula —«Era muy poca cosa [mil pesetas el primer curso] y algunos necesitaban pagarlo en dos veces», señala— y otros gastos como los frecuentes telegramas a Roma (10,90 pesetas), porque san Josemaría seguía de cerca el incipiente trabajo en Pamplona. «En el Estudio General el secretario era yo. ¿Secretario de qué? En realidad, secretario de nada. Yo solo llevaba mi libreta en el bolsillo de la camisa».

 

UN REPETIDOR EN EL AULA

El primer nombre que anotó Leandro Benavides en su libreta fue el de Ángel María Iraburu, que se matriculó de dos asignaturas, doscientas pesetas. Ese fue el primer ingreso de la Universidad. Sin embargo, hubo alguien que se comprometió antes a inscribirse en el Estudio General: Fernando López Jacoiste, que había cursado primero de Derecho en Zaragoza. Su padre prefería tenerlo cerca y le convenció para que repitiera primero en Pamplona. El claustro, en especial don Ismael, se dedicó en cuerpo y alma a conocer familias navarras en busca de nuevos alumnos.

Después de sumar muchos cafés, el curso empezó con doce estudiantes. Don Ismael tomó la decisión de arrancar las clases pero no cerró la matrícula, de modo que otros pudieran sumarse. Los exámenes finales, que se realizaban en Zaragoza —el Estudio General no tenía capacidad para expedir títulos—, los hicieron más de cuarenta alumnos.

El curso 1952-53 concluyó cumpliendo las expectativas. Cundía cierta sensación de euforia por haber conseguido echar a andar un proyecto que parecía irrealizable. «Nosotros no sabíamos lo que iba a salir de ahí —asegura don Leandro—, pero nos sentíamos empujados por san Josemaría desde Roma. La conexión con él era total». Benavides todavía conserva una fotografía del fundador con una dedicatoria animándole a soñar en grande.

En 2003, su última visita a la Universidad, junto a don Ismael Sánchez Bella.

Un día de 1953, de paso entre Bilbao y Roma, san Josemaría se detuvo para visitar in situ a los que estaban comenzando la Universidad de Navarra. Esa fue la primera vez que Leandro Benavides le vio. Después de la tertulia en el piso de Carlos III, el joven Leandro salió a llamar al ascensor cuando ya se marchaba y se cruzaron en el rellano. San Josemaría le alborotó el pelo y se fue riendo, pero sin decir nada. El profesor Benavides todavía recuerda que el fundador estaba un poco resfriado aquel día.

En 1956, Antonio Fontán, un joven catedrático de Latín de 33 años, se incorporó al equipo de la incipiente Facultad de Filosofía y Letras. En el número 23 bis de la calle Paulino Caballero instaló la redacción de la revista Nuestro Tiempo. Desde entonces, Benavides empezó a colaborar en esta cabecera, donde escribía con mucha frecuencia, en general sobre política. Su primer artículo, de junio del 57, se titula «Europa, unidad política». 

Fontán organizó en el verano del 58 un cursillo sobre comunicación y actualidad para preparar la singladura del Instituto de Periodismo, que él tenía el encargo de comenzar en el curso entrante. Leandro Benavides tuvo el tiempo justo de participar en aquel encuentro antes de su aventura francesa. Para entonces ya se habían constituido las facultades de Derecho, Medicina, Enfermería y Filosofía y Letras, y los alumnos ocupaban espacios en toda la parte vieja de la ciudad y en los hospitales. Entonces terminó la primera etapa pamplonesa de Benavides, que se marchó a París para estudiar sociología económica y opinión pública durante un periodo de tres años, hasta que en 1961 regresó para trabajar en el jovencísimo Instituto de Periodismo. 

 

PAMPLONA - PARÍS - PAMPLONA 

Sin embargo, su conexión con la Universidad no se detuvo en Francia, hasta el punto de que en octubre de 1960, cuando san Josemaría viajó a Pamplona para recibir el título de hijo adoptivo de la ciudad, él atravesó todo el país vecino en coche para asistir a los actos. Como era amigo del entonces alcalde, Miguel Javier Urmeneta, vio las celebraciones desde el balcón del Ayuntamiento. Allí coincidió con el Gran Canciller, con el que habló por primera vez: «Nos vemos pronto», le dijo. Y, efectivamente, cuando Leandro Benavides regresó a París al día siguiente, se encontró a san Josemaría en la sala de estar de su casa. El sacerdote tenía previsto visitar a los miembros del Opus Dei en Francia. Se quedaron a solas y el fundador le felicitó por un artículo que había publicado en un medio italiano sobre el papel de algunos católicos franceses en la vida pública: Robert Schuman, Maurice Siman y Charles de Gaulle. El profesor Benavides se quedó muy contento de que hubiese leído sus textos.

En 1961, Fontán necesitaba ampliar el equipo de Periodismo y le llamó para pedirle que volviera. Y volvió. Durante nueve años más impartió docencia en Periodismo y en la Facultad de Derecho.

Desde su jubilación en el año 2000, Leandro Benavides vive de nuevo en su Asturias natal.

A partir de 1970 se podría decir que Leandro Benavides continuó con lo que había estado haciendo: echar a andar universidades. Aquel año se trasladó a Guipúzcoa para formar parte del primer claustro de la Facultad Estatal de Derecho de San Sebastián —dependiente de la Universidad de Valladolid—, que hoy es una de las dos facultades de Derecho de la Universidad del País Vasco. Fueron años muy duros por el terrorismo de ETA. Cuando Benavides ya se había ido de la ciudad, un amigo suyo, Juan de Dios Doval, fue asesinado en la puerta de su casa en octubre de 1980. Él no pasó miedo, aunque dice que no le faltaron los motivos. Se marchó en 1978 al Colegio Universitario de Córdoba, donde desde el año anterior se impartía completa la carrera de Derecho —durante la década anterior solo se estudiaba el primer ciclo— y que en 1980 se convirtió por fin en facultad de Derecho de la Universidad de Córdoba. Triplete para Benavides, que se jubiló, después de iniciar tres universidades, en la de Córdoba en el año 2000. En 2003 visitó por última vez el campus de Pamplona, y ya no conocía casi ninguno de los edificios que se habían ido construyendo a lo largo de los años. Se cruzó con una estudiante a la que le pidió que le mostrara las nuevas instalaciones. Leandro Benavides escuchó con atención. Para sí pensaba: «Si supiera que estuve en la Cámara de Comptos…». 

Hay algo en los asturianos que los empuja a volver siempre a su tierra. Prueba de ello son los chalets de estilo indiano que pueblan toda la costa asturiana. Igual que el tío de Leandro Benavides, que regresó a mediados de los cuarenta después de haber participado en el desembarco de Normandía, el propio don Leandro regresó en el 2000, primero a Gijón y luego, en 2006, a Oviedo. Cuando le preguntan al primer secretario general de la Universidad de Navarra qué siente al oír mencionar la Universidad, responde esto: «Pienso en la aventura de mi vida, a pesar de la poca participación que he tenido. San Josemaría solía recordar cuánto se parecen la semilla de un hierbajo y de un árbol centenario, y me consuelo con eso. Ese árbol centenario, si no fuera por mis cuadernitos, no existiría».


(1) Ref. Archivo General: AGUN/900/910/4

 

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