Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Natalia López-Moratalla: «He visto el nacer de la bioquímica: apasionante, preciosa. A mí me gusta la vida»

Texto: Victoria De Julián [Fia Com 21] Fotografía:  Archivo Fotográfico Universidad de Navarra y Manuel Castells [Com 87]

Natalia López-Moratalla estudió Ciencias Químicas en Granada y es catedrática de Bioquímica y Biología Molecular. Pionera, la segunda de España. También fue vicerrectora junto con Alfonso Nieto y Francisco Ponz. Recibió la Medalla de Oro de la Universidad por su defensa de la vida. A la búsqueda del conocimiento de ese origen consagró su carrera científica.


Los de la maleta

 

Este texto es la octava entrega de «Los de la maleta», una serie de reportajes y entrevistas con los que Nuestro Tiempo pretende escarbar en los corazones de los pioneros que levantaron la Universidad de Navarra. En esta ocasión presentamos un perfil de Natalia López-Moratalla, investigadora, científica, profesora, gobernante, maestra.

 

El profesor Esteban Santiago camina nervioso, de un lado a otro, por los pasillos de los laboratorios de Ciencias. Dirige la tesis de Natalia López-Moratalla, que ha pasado meses triturando cientos de kilos de cáscaras de calabaza. El trabajo investiga la Localización de componentes de la cadena respiratoria en partículas submitocondriales. O sea, cortar por la mitad una mitocondria y ver dónde se sitúan ciertas moléculas. 

—Echaba ácido ascórbico para partir la mitocondria —explica—. Pero luego no quería que se metiese dentro sino, con precisión, quitar un compuesto que me estorbaba, para ser rigurosa. Así que pensé: «Ascórbico oxidasa y me lo cargo». No existía como reactivo, pero yo sabía que estaba en la cáscara de las calabazas, aunque en cantidades muy pequeñas.

Natalia ríe al recordar el tamaño de las calabazas —abre los brazos como para dar un abrazo, calcula en su memoria la anchura—, cómo las hacía rodar por los pasillos y que llenaron la despensa de los colegios mayores durante meses. Treinta calabazas después, llegó el momento de precipitar unas gotitas del diminuto tubo que había conseguido.

Esteban Santiago estaba muy nervioso solo pensando en el tiempo que llevaba yo detrás de las calabazas —ríe de nuevo—. Yo, tan tranquila, pensaba: «Lo voy a obtener y punto». Eso lo valoraron mucho en el tribunal de la tesis. No se me ponía nada por delante. 

 

A UN COÑAC DE LA CÁTEDRA

Natalia López-Moratalla llegó de su Granada, donde estudió Ciencias Químicas, a Pamplona el 24 de septiembre de 1968 para convertirse en doctora. Viajó en tren con una carta de recomendación del rector de la Universidad de esa ciudad  andaluza y catedrático de Bioquímica, el profesor Federico Mayor Zaragoza. Esteban Santiago se había incorporado a la Universidad de Navarra en 1962 desde Wisconsin y estaba a punto de marcharse a Murcia, donde ganó en aquella época la cátedra. Así que buscaba a alguien que le sustituyese. 

—Y se encontró conmigo, que no sabía ni una palabra de bioquímica —confiesa Natalia—. Me miró… Era muy cría y siempre he aparentado menos edad. Él se esperaba una auténtica señora, ¡pensaba que yo era una bioquímica! Y no. Iba a trabajar en la mitocondria y me preguntó por la fosforilación oxidativa. No tenía ni idea y le dije: «Lo contrario de la fotosíntesis». Me respondió: «Señorita, ¿no sabe usted algo más de este tema?».

Esteban Santiago le mandó estudiar una serie de artículos suyos y la dejó a las órdenes de Merche Preciados en el laboratorio, donde Natalia «cacharreaba bien». A la vez, empezó a impartir clases de Bioquímica clásica. No había libro de texto porque se trataba de una disciplina muy nueva, así que Natalia inventó el programa de la asignatura. Preparaba la clase de las nueve de la mañana con los artículos que leía y lo que veía en el telediario la noche anterior. Por ejemplo, cuando Luis Federico Leloir ganó el Nobel de Química, centró una clase en sus descubrimientos. En los exámenes fotocopiaba un trabajo de investigación al que le quitaba la discusión para que la pensasen los alumnos y les dejaba llevarse el papel a casa. Una noche de mayo, allá por los años setenta, Natalia dormía cuando le llamaron por teléfono a las dos de la mañana. Eran unos alumnos, que se habían reunido para hacer la prueba y se habían atascado.


El rector Francisco Ponz impone el birrete de doctora a Natalia López-Moratalla en mayo de 1972.

Al principio los estudiantes me daban miedo porque yo no tenía ninguna formación en bioquímica y era casi de su edad. Iba estudiando delante de ellos. Se reían de mi acento andaluz, pero obedecían. Definí mi sistema de enseñanza: si a mí me gusta algo, les tiene que gustar a ellos, porque a mí me gustan las cosas buenas. Eran unas clases muy de diálogo. Disfruté mucho con los alumnos. Les retaba. Me parece que en las aulas sobran trabajitos y falta más trato directo. Para mí la universidad no es examinar, es enseñar a pensar. Es como echar las redes para pescar. 

»Y cuanto más lejos eches la red, más abarcas. A mí siempre me han gustado los resultados negativos. Mis doctorandos se reían de mí… ¡Natalia, tenemos un resultado negativo! —lo dice expresando alegría—. Si un experimento sale, has dado un pasito. En cambio, si no obtienes el efecto esperado, no hay que hundirse. Eso te impulsa a lanzar las redes más lejos. Aunque Esteban Santiago no quería resultados negativos.

Junto a don Juan Jiménez Vargas, maestro y amigo, en el acto en el que él recibió la Medalla de Oro, en 1990.

Natalia cree que Esteban Santiago le pidió al profesor Juan Jiménez Vargas que cuidara de ella. Don Juan, catedrático de Fisiología, había llegado a Navarra en 1954, apenas dos años después de la fundación del Estudio General, como una de las piedras angulares de la Facultad de Medicina y la Clínica. Si Esteban Santiago, dice, ejercía de padre para ella, don Juan fue como su abuelo. Como Natalia era pequeñita, le puso una tarima en clase. La perseguía por los pasillos para que no se juntara con los filósofos: «Mira, Natalia, el cerebro es como es y no como los filósofos quieren para que les encajen sus teorías». Y le dio la idea para deslumbrar al tribunal en su oposición a catedrática: 

—Ponte un vestido y un maquillaje de esos. 

—Pero, don Juan, ¿qué quiere decir? 

—Esos que hacen mayor. Mira, los del tribunal están comentando que pareces una monjilla —le explicó, molesto—. Y que hablas tan flojito que, en un aula con cien alumnos, tú desapareces. Cuchichean que es que eres mujer. Mañana no desayunes. Te tomas una copa de coñac y te vienes.

La lección magistral, el cuarto de los siete ejercicios de la oposición, era a las ocho de la mañana. 

—¡Salí como un toro! Y, además, con la copa de coñac. A don Juan le enfadó tanto que me consideraran una niñita que quería que yo sacara el genio. Había recibido un curso de doctorado solo para esa lección magistral y me ayudó Isidoro Rasines [antiguo secretario general de la Universidad que fue profesor de investigación del CSIC y pionero de la química de materiales]. Trataba sobre una enzima que yo creía que tenía hierro. Estudié cómo cambiaba la actividad de los electrones a través de ese elemento químico. Muy trabajada. De hecho, el tribunal me pidió la bibliografía. 

A Natalia siempre le ha gustado andar por el laboratorio. En la foto, de 1996, con Carlos de Miguel.

Entre la tesis, que leyó en 1971, y la cátedra, en 1981, Natalia sacó otras dos oposiciones, impartió las clases de Evolución y Embriología, comenzó a dirigir tesis, fue vicedecana de Ciencias, impulsó en 1976 el departamento de Bioética y viajó por medio mundo con el profesor Esteban Santiago —que estuvo en Murcia y en Oviedo y regresó de nuevo a Pamplona— para asistir a congresos de bioquímica. En uno celebrado en Suecia, como Santiago sabía ruso, le echó una mano a Natalia para que pudiese conversar con el nobel de Química Aleksandr Oparin, a quien la URSS había censurado su investigación sobre el origen de la vida. Una noche fueron a cenar con Alberto Sols, pionero de la bioquímica en España. Natalia y Sols hablaron sobre una nueva manera de comprender la célula que luego se extendió con el nacimiento de la biología molecular. En medio de la cena, escribían fórmulas y dibujaban proteínas en una servilleta.

He visto todo el nacer de la bioquímica, apasionante, preciosa. Mejor que las químicas. A mí me gustaba la vida.

 

LA BOMBA ATÓMICA Y SAN JOSEMARÍA

Un día de 1963, mucho antes de pensar en Navarra, cuando aún cursaba primero de carrera, Natalia escuchó hablar de Niels Bohr, el físico que dilucidó la estructura íntima del átomo y en quien encontró la clave del sentido de su propia carrera científica. «Me deslumbró que pudiera explicar el mundo subatómico con esa precisión. ¡Se entendía! Eso me atrajo mucho», recuerda alegremente. Lo que oyó sobre el alma del átomo, el origen material de las cosas, hizo que se decantara por la química. Fue en una lección que impartió Fermín Capitán. Después de clase, corrió a buscar libros sobre Bohr. Comprender el átomo implicó saber cómo se desintegraba y qué era la radiactividad. Y, sin embargo, algunos de los discípulos de Bohr participaron en la fabricación de la bomba atómica.

—Leí que Bohr se lamentaba de no haber hecho pensar a sus estudiantes. Decía: «Si hubiera reflexionado en mis clases, mis alumnos no habrían fabricado la bomba atómica». Aquello se me grabó. Me impactó ver que tu propia investigación pudiese usarse para el bien o para el mal. La técnica en sí misma es neutra. Me fui a Pamplona con ese runrún que luego me impulsó a dedicarme a la bioética.

Los López-Moratalla son muy de ciencias. Su madre, Consuelo, era maestra de escuela. Y su padre, Natalio, quería ser médico, pero le pilló la guerra. La hermana mayor de Natalia, Conchi, estudió Matemáticas. Y sus dos hermanos, Manuel y Gabriel, sí fueron médicos. Natalio era de un pueblecito granadino, Atarfe, y fue comisario de la policía secreta: se dedicaba a vigilar los libros que entraban en España. Natalio sacaba todas las semanas alguno bueno del centro artístico del Casino de Granada, que tenía una biblioteca estupenda, para llevárselos a sus hijas. Natalia se deshace en elogios hacia su familia: «Mis padres nos pedían estudiar a fondo; eran profundamente trabajadores, honrados, una familia feliz».

En tercero de carrera, en 1965, Natalia conoció el Opus Dei

La profesora López-Moratalla junto a don Álvaro del Portillo en la investidura de doctores honoris causa de 1989.

—Eso es otro lío —ríe—. Entonces había muchos grupos de oración de jóvenes. Íbamos gente de la universidad a la típica sabatina. Los que estábamos más comprometidos comentábamos entre nosotros el Evangelio. Y después, como Dios manda, salíamos a ligar. Los chicos eran majos y tenían inquietudes. Un día alguien criticó al Opus Dei. Yo leía Camino (supongo que me lo regalaría mi madre) y me encantaba. Ese libro era impresionante pero yo no tenía ni idea del fundador ni conocía la Obra. Luego me entró el remordimiento por haberme callado y no haber defendido una institución de la Iglesia y me fui a confesar.

El sacerdote al que acudió le dio la dirección de un centro del Opus Dei en Granada. «Me acompañaron unas amigas por si me raptaban», comenta riendo. La directora se ofreció a explicarle qué era la Obra, pero, como al día siguiente empezaba un curso de retiro, le invitó a conocerla por ella misma. El retiro era en una casa en la carretera que lleva a Atarfe.

—Y caí en el curso de retiro, paracaidista del todo, buscando la verdad. Me encantó todo lo que vi. Tenía un novio, lo planté de la noche a la mañana y nunca he dudado.

El 7 de octubre de 1967 Natalia se subió a un tren: el Pitasur de Córdoba a Pamplona. Montaron chicos, chicas, familias y sacerdotes para asistir el 8 de octubre a la II Asamblea de Amigos de la Universidad de Navarra. La misa al aire libre que se celebró en el campus a los pies de la Biblioteca deslumbró a Natalia. Cinceló en su corazón cada palabra de Amar al mundo apasionadamente, la homilía que pronunció san Josemaría. Sobre todo, eso de «descubrir ese algo divino que en los detalles se encierra».

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«Me impactó ver que tu propia investigación pudiese usarse para el bien o para el mal. Me fui a Pamplona con ese runrún que me impulsó a dedicarme a la bioética»

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Por eso, un año después, cuando pidió consejo al profesor Federico Mayor Zaragoza sobre dónde realizar la tesis en Bioquímica y este respondió que en Navarra, no se lo pensó dos veces. En Pamplona siguió bailando con la fe y la ciencia, algo que nunca le ha supuesto conflicto. Todo lo contrario.

Los primeros capítulos del Génesis me han servido para echar las redes muy lejos y sin miedo a encontrarme algo que no me cuadrara. Cuando Dios crea a Adán y Eva dice que cogió barro de la tierra, lo amasó y llegaron a ser seres vivos.

Natalia completa el Génesis con sus conocimientos de biología, genética, evolución y la filosofía de Leonardo Polo; y decanta con sutileza su hallazgo sobre el origen de la vida. 

—No es «aquí tengo un ser vivo», sino que llegaron a ser. No es que haya un cuerpo sobre el que llegue un alma, sino que no hay cuerpo sin el alma que lo desarrolla. No es que los padres hagan el cuerpo y Dios vierta el alma. Los padres preparan el barro, los gametos. Ese genoma solo se convierte en un cigoto que arranca a vivir si Dios le llama a la existencia y le comunica libertad. Eso es ser persona.

 

MEDIA VÉRTEBRA EXTRA PARA SUJETAR UN VICERRECTORADO

Natalia cambia todas las letras de sitio, las confunde y tiene muchas faltas de ortografía. Es distraída. Su madre le intentaba enseñar cuando era pequeña que la b tiene barriguita y la d no. En el colegio la mandaban a párvulos para castigarla, y ella hacía rabiar a las monjas, porque se ponía a jugar con los niños pequeños. Ya era catedrática cuando, leyendo un artículo de Telva, se enteró de que tenía dislexia.

—Hay una serie de palabras que no soy capaz de decir y he ido buscando sinónimos. Con las veces que he de escribir neuro sigo poniendo nuero. Yo esto lo he tenido siempre, pero nunca le he llamado nada. Hasta que leí un artículo sobre niños disléxicos. Solo hubo una pieza que no me encajó.  Hablaban de falta de afecto. ¿Yo? ¡Si algo soy es adoración de mi madre y de mi padre! Ahora todo es psicológico y falta de nosecuantos.

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Cuando Federico Mayor Zaragoza le recomendó que realizara la tesis en Navarra, no se lo pensó dos veces. En Pamplona siguió bailando con la fe y la ciencia

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Natalia fue nombrada vicerrectora de Profesorado en 1984 para sustituir a don Ismael Sánchez Bella. Su misión consistió en alentar la calidad de la docencia y la investigación. Hablar mucho con los profesores y buscar personas que mejoraran el equipo de la Universidad. «Yo tenía un concepto muy claro de lo interfacultativo. Me tocó lo más fácil y lo más bonito», cuenta. Alfonso Nieto, entonces rector, le aconsejó que se arrimara al profesor Francisco Ponz, que llevaba desde 1966 en el Rectorado.

En el acto de apertura del curso 1984-85, cuando Natalia era vicerrectora de Profesorado.

Otro secreto de Natalia López-Moratalla es que siempre ha sufrido una lesión muy fuerte en la espalda. Media vértebra de más hace que se le curve la columna hacia la izquierda. La han operado varias veces: en el 69, recién llegada a Pamplona; en el 80, preparando las oposiciones; y en el 92, ya siendo vicerrectora. Esa vez le injertaron un trozo de peroné en la columna y estuvo unos meses recuperándose en la Clínica. Fue a visitarla el entonces prelado del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo.

—¡Con esos ojos azules! Me dijo que la enfermedad era un bien para mi alma. ¡Y oye! Así fue. Yo hubiera sido una yuppie, pa’rriba, pa’bajo… Y como estaba más limitada, me he frenado y he podido pensar.

Cuando se recuperó y volvió al trabajo en Rectorado, el doctor Ponz la recibió con un escueto «bienvenida». Natalia recuerda lo sobrio y recto que era, y que esa fue la muestra de afecto más efusiva que le dio. Por su parte, Alfonso Nieto era muy sociable y alegre, tenía una vitrina en su despacho de la facultad en la que guardaba detalles de congresos, cacharros, tonterías, pequeños detalles que luego regalaba a todo el mundo. «Tan cercano y divertido, me tomaba muchísimo el pelo. Me llamaba Pantoja por mi acento», recuerda.

—El doctor Ponz tenía un Bic. Nunca le he visto otro. Y una letra muy pequeñita. De él aprendí el rigor. Estudiábamos muchos expedientes. Recuerdo uno en particular al que él dedicó mucho tiempo y me pasó después para que lo revisara. Cuando se lo devolví me llamó. Se puso de pie, siempre de pie, respetuoso al máximo. Me preguntó con asombro: «¿Podría usted explicarme cómo ha resuelto este expediente tan rápido? No ha pasado ni un cuarto de hora». Lo que pasó es que yo me había guiado por la intuición femenina.

Natalia y otros compañeros, reunidos en al salón de grados con profesores de la Universidad de Moscú en 1990.

Nieto bromeaba con Natalia sobre ese sexto sentido: «Huele esto, a ver a qué te suena». Después de investigar sobre el origen de la vida en Embriología, Genética y Evolución, la doctora López-Moratalla comenzó a indagar en el cerebro humano y las diferencias entre el varón y la mujer a nivel cognitivo. Ella sabía a ciencia cierta que sus conexiones cerebrales seguían patrones ligeramente distintos: ellos realizan más conexiones en el hemisferio izquierdo, el analítico; y ellas, más conexiones entre hemisferios, viajando del analítico al emocional. «La intuición. Con el primer golpe casi siempre aciertas. Luego había que razonarlo, para que los hombres entendieran que llegabas a lo mismo, pero de otra forma», se jacta.

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«El doctor Ponz tenía un Bic. Nunca le he visto otro. Y una letra muy pequeñita. De él aprendí el rigor»

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En 1987, cuando el Gobierno de Navarra impulsó la creación de la Universidad Pública de Navarra (UPNA) y dejó a la Universidad de Navarra sin subvención, su intuición presagió tormenta. En el Rectorado debatieron qué hacer al respecto. El doctor Ponz pensaba que el Gobierno obraba legítimamente y estaba de acuerdo con Nieto en elevar el precio de las matrículas para solventar el problema de financiación. A Natalia aquello le horrorizó. 

—Eran muy magnánimos, acostumbrados a conseguir mucho dinero si hacía falta. A mí los temas económicos me parecían un mundo, porque en mi familia siempre hemos ido muy justicos. Yo no quería subir las matrículas. Me parecía que eso iba en contra de todo lo que quería el fundador: que nadie se quedara sin estudiar en la Universidad de Navarra porque no tuviera medios económicos. Hablé un poco triste con el vicecanciller, porque me parecía una decisión muy fuerte. ¡Me daba miedo que empezara otra universidad diferente! Me consoló y me dejó muy claro que esa medida iba acompañada de buscar medios para los que no pudieran pagar la matrícula. He dado muchas gracias a Dios porque no me hicieran caso entonces. Es muy importante para una institución educativa gozar de autonomía; san Josemaría quería que fuese una universidad «del pueblo y para el pueblo». Por eso creó la Asociación de Amigos. Él también soñaba que, a partir de un momento, fuesen los antiguos alumnos quienes ayudaran a otros alumnos, y eso son las Becas Alumni. Es muy bonito.

Natalia no es miedosa. Pero le da miedo que los jóvenes no estén bien formados para los retos del futuro y le preocupa ver que se rompen muchas familias. Por eso en 2021 publicó Humanos. Los vínculos familiares en el corazón del cerebro, que indaga en la vida afectiva a nivel neurológico. Es el libro del que está más orgullosa. También le dio miedo que la Universidad de Navarra cambiara con la introducción del plan Bolonia y los avances tecnológicos. Su intuición, de nuevo, se equivocó.  

—Me he dado cuenta de que ha cambiado mucho. Pero el aire, la esencia de la Universidad, se mantiene de otra forma. Ahora la comunicación es más personal. Los profesores son más cercanos y los jóvenes son más abiertos y cariñosos.

En el Aula Magna de la Universidad, Natalia recibió la Medalla de Oro en 2008, de manos del rector Ángel J. Gómez Montoro.

El día que fue a EUNSA, la editorial de la Universidad, recoger ejemplares de su último libro, quedó deslumbrada. Cinco personas se acercaron a ayudarla. El bedel de la Facultad de Comunicación le prestó un carrito para que los cargara. Dos profesoras le echaron una mano para superar un obstáculo, unos cables que había en el suelo. Y dos alumnos subieron los ejemplares a su coche —más de treinta, de cuatrocientas páginas—. Y, quizá, sin saber que eran los libros de la segunda catedrática de Bioquímica de España, la maestra audaz que inventó el programa de la asignatura, la científica filósofa laureada con la Medalla de Oro por su incansable búsqueda de la verdad para defender la vida. Tiene entre manos un trabajo sobre los genes que dan la forma y el color —la belleza— a lo natural. Esa sí será, de momento, la última, porque tiene ya 75 años.