Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Soñar entre la locura

Texto: Josean Pérez Caro [Com 04] Fotografía: Archivo Fotográfico Universidad de Navarra y Manuel Castells [Com 87]

Francisco Errasti y Jesús Prieto son Medalla de Oro de la Universidad. Han vivido juntos el crecimiento de la Clínica y el nacimiento y desarrollo del Cima. También sus momentos más difíciles. Aunque uno es economista y el otro médico, hacen suyo el lema de ese gran laboratorio de investigación que se asienta desde 2004 en el campus: «Instinto de curar, pasión por la vida».


Los de la maleta

 

La sexta entrega de esta serie sobre la historia de la Universidad la protagonizan Francisco Errasti, director general de la Clínica (1984-1997) y del CIMA (2002-2013), y Jesús Prieto, director del departamento de Medicina Interna de la Clínica (1979-2006) y director del área de Hepatología y Terapia Génica del Cima (2004-2014).

 

«Mira qué textura». Francisco Errasti pasa la mano por el mural de cuatro por tres, acolchado y con la imagen en color del Cima Universidad de Navarra, que preside su despacho en la planta baja de las cuatro que elevan el edificio. Su mirada de ojos claros y rasgados reposa con tintes brillantes sobre una mascarilla negra. En el lado izquierdo se lee Betik. En euskera, siempre. Es la marca de la fábrica de palillos —«la única en activo en España», apostilla— que desde hace setenta años tiene su familia en Oñate (Gipuzkoa).

Con un hermano médico y otro abogado, Francisco Errasti estudió Económicas en Bilbao y en Barcelona. Y emprendió una carrera ligada a la gestión. Dirigió el colegio Gaztelueta, cercano a la capital vizcaína, y asesoró a distintas entidades educativas. En 1984 le llamó don Florencio Sánchez Bella para plantearle que se pusiera al frente de la Clínica. Don Florencio, hermano de don Ismael, primer rector, era entonces el vicecanciller de la Universidad. 


 

En 1984 Francisco Errasti tomó posesión como director general de la Clínica. En la imagen, con Manuel Casado, que ese mismo día se convirtió en decano de la Facultad de Ciencias de la Información, y con Jaime Nubiola, entonces secretario general de la Universidad.


 

La llegada de Francisco Errasti a la Clínica coincidió con uno de los hitos que colecciona el centro desde que comenzó su andadura en 1962. Mientras vibraba la plaza del Ayuntamiento, arteria de la fiesta sanferminera, el gaditano Francisco Mateos recibía el 6 de julio de 1984 el primer trasplante de corazón de la historia de la Clínica con el doctor Ramón Arcas al frente del equipo. Francisco Errasti tenía treinta y ocho años. 

Su incorporación llegó a la par que la decisión del Instituto Nacional de Salud de modificar el concierto que mantenía con el centro hospitalario. «Siempre quisimos llegar a acuerdos, porque el deseo de la Clínica no era únicamente tener como pacientes a los que podían abonar la atención sanitaria, sino también a aquellos derivados de la Seguridad Social», apunta Errasti. El convenio, que expiraba en diciembre de 1985, fue cambiado un año antes de forma unilateral e impuso un modelo «claramente lesivo» para la Clínica. «Las dificultades eran muy serias. Nos obligaron a firmar bajo la amenaza de que si no lo hacíamos, no nos enviarían a más enfermos. Pero gracias al trabajo y confianza de todos los profesionales pudimos salir adelante», señala. Aquello apresuró acuerdos con compañías de seguro privadas y la creación de ACUNSA, clave para la estabilidad y consolidación de la Clínica.


 

Francisco Errasti, junto al doctor José Cañadell (derecha). Entre los dos suman veintiocho años al frente de la Clínica. Quince Cañadell y trece Errasti.


 

Desde que puso los pies en Pamplona, Francisco Errasti se apoyó en don Francisco Ponz, «un hombre muy prudente y muy riguroso en sus juicios». Aunque ya no era rector —Alfonso Nieto ostentaba el cargo—, Ponz permanecía al tanto de todas las cuestiones relacionadas con la Clínica por ser vicerrector de Investigación. 

Los años ochenta eran la época, entre otros muchos, de los doctores José Cañadell —su predecesor en la dirección—, Manuel Martínez-Lage, Jesús Prieto, Emilio Moncada, Andrés Purroy, Salvador Cervera, Diego Martínez Caro, Emilio Quintanilla… Los mismos que, además de cultivar el instinto por curar, se empeñaron en hacer de un patio lleno de  plantas ubicado en el sótano de la Clínica un oratorio más grande para cerca de doscientas personas. «Adelante, háganlo, pero busquen el dinero», le dijeron a Errasti desde el Rectorado. Reunió a un grupo de quince médicos y redactó un escrito para enviar a una selección de pacientes que pudieran financiarlo. El oratorio se inauguró el 14 de febrero de 1992.

Francisco Errasti dirigió la Clínica durante trece años, hasta 1997. José María Bastero, rector entonces, le encargó una nueva misión: poner en marcha el Cima, un centro biomédico que asoma en el campus desde 2004. Lo guio hasta 2013. «En el Cima no se hacen cosas muy distintas a las que durante mucho tiempo se han llevado a cabo en la Facultad de Medicina o en la Clínica», apunta Errasti. Pero aporta un matiz importante: la intensidad. «No es lo mismo dedicarse cien por cien a la investigación que hacerlo únicamente cuando te lo permite tu actividad diaria. Investigar requiere dos cosas: mucho talento y mucho tiempo», dice. Por eso el reloj no se para en un Cima que está operativo los 365 días del año. 


 

En 2012, Francisco Errasti recibió la Medalla de Oro de la Universidad en la apertura del curso. El doctor Prieto, galardonado cuatro años después, pronunció ese día la lección inaugural La investigación médica traslacional en el ámbito universitario.


 

Cuando Errasti echa la vista atrás tiene palabras para quienes cimentaron las bases de aquel edificio levantado por el arquitecto Carlos Docal. Destaca el papel de José Luis Pascual, antiguo administrador general de la Universidad, o del doctor Jesús Prieto. «Él fue realmente el gran impulsor. Todos los días nos daba la tabarra para que lo hiciéramos», ríe Errasti. Prieto distribuye méritos. Habla del ímpetu de don Javier Echevarría y de don Álvaro del Portillo, grandes cancilleres de la Universidad, de José Luis Pascual, del propio Francisco Errasti o de Pedro Gil-Sotres, decano de la Facultad de Medicina en aquellos años noventa. «A él se le debe el nombre. Le puso el apellido de aplicada», recuerda. 

 

AQUELLAS CARTAS DE DON EDUARDO

Jesús Prieto Valtueña aparcó su Ford Fiesta verde cargado de libros en el verano de 1979, cinco años antes que Errasti, para atender enfermos e investigar. Lo dejó en la avenida Carlos III, en el centro de Pamplona, cercano al piso ubicado en la antigua plaza Conde de Rodezno donde se instaló. Aún no ha echado el freno. «Mi padre me animó a venir aquí para estudiar Medicina, pero me parecía una ciudad de provincias pequeña. Yo quería un Madrid, Valladolid, Santiago de Compostela…», cuenta con una sonrisa. Desde su Oviedo natal se trasladó en 1961 a la capital del Pisuerga para iniciar una carrera meteórica. Obtuvo la licenciatura y el doctorado, fue profesor allí y en Oviedo, logró la cátedra de Patología General en la Universidad de Santiago y dirigió el departamento de Medicina Interna en el Hospital General de Galicia. Eso antes de recibir unas misivas a finales de los setenta en las que figuraba como remitente el nombre de quien inició y fue el alma de la Clínica y le abrió las puertas de la Universidad: don Eduardo Ortiz de Landázuri


 

«Detrás de una gran obra siempre hay un grupo de personas cansadas», dijo en una ocasión Jesús Prieto. Se refería a don Eduardo Ortiz de Landázuri, al que admiraba. Él le trajo a Pamplona en 1979 y trabajaron juntos hasta 1983.


 

«Cuando estaba en Santiago me enviaba cartas casi todas las semanas para que me uniera al departamento de Medicina Interna que dirigía en la Clínica. ¡Era como cuando un novio le escribe a una novia para que no le olvide! Él se encontraba cercano a la jubilación y quería preparar el relevo», relata. Jesús Prieto vibra al hablar de su figura, de su modo de tratar a los enfermos, su sobriedad, su generosidad, su dedicación, sus visitas a pacientes los fines de semana, sus viajes de día y noche en trenes cama para asistir a congresos o a defender los intereses de la Clínica en Madrid en los años más complicados de los 80. Trabajaron codo con codo. El 20 de mayo de 1985, don Eduardo falleció de un cáncer en la habitación 301 de la Clínica.

La relación se fraguó una década antes. «Me presenté a una oposición, que por cierto no saqué, y él formaba parte del tribunal. Tenía mucho nombre en España. Había sido catedrático en Granada y primer discípulo de Carlos Jiménez Díaz, doctor honoris causa en 1967 a título póstumo por esta Universidad», rememora. Jesús Prieto había visitado el campus en 1971 para ver el laboratorio de proteínas de Eduardo Ortiz de Landázuri y Manuel Pérez Miranda, y en 1978 para impartir una conferencia a alumnos de Medicina. 

Tras dar el sí, mandó de avanzadilla a Jorge Quiroga, alumno interno suyo en Santiago de Compostela, para que hiciera la especialidad en la Clínica. De hecho, continúa en activo en ella. El doctor Prieto llegó después, en ese caluroso agosto de 1979, con la idea de desarrollar sus líneas de trabajo en hepatología. «Si el médico investiga, hace una medicina más profunda y aprende a bucear en lo que le pasa al enfermo. Esa simbiosis entre asistencia e investigación redunda en beneficio del paciente. Y aquí, en la Universidad, eso ya estaba presente cuando vine», remarca.


 

Jorge Quiroga, segundo por la izquierda, llegó unos meses antes que el doctor Prieto a la Clínica, siguiendo su consejo de hacer la especialidad en Pamplona. Hoy ocupa la dirección del departamento de Medicina Interna que dejó Prieto en 2006.


 

UN SÓTANO, ANTESALA DEL CIMA

Martes. Nueve de la mañana. Era el momento fijado por don Eduardo para que médicos, técnicos y doctorandos mostraran sus avances semanales. La reunión se celebraba en una cocina reconvertida en un modesto laboratorio ubicado en el sótano del edificio Los Castaños. Jesús Prieto pasaba allí las horas tratando de descifrar los mecanismos que desencadenan las enfermedades hepáticas. «La ciencia hay que generarla, no basta con aplicarla y transmitirla. Eso es la medicina académica», dice. Y defiende que un hospital no puede denominarse universitario sin investigación, ni una Facultad de Medicina alcanzaría la madurez sin ella. 

Prieto vio desde el principio que hacían falta más laboratorios y más medios. «¿De cuánto dinero dispongo para investigar?», le preguntó a Luis María Gonzalo a los pocos días de estacionar aquel Ford Fiesta. Gonzalo era catedrático de Anatomía, vicedecano y uno de los primeros profesores de la Facultad de Medicina, que arrancó en 1954. «Me dijo que me las apañara. ¡Venía de la universidad pública y eso era un desafío! No había pedido dinero en mi vida, pero me daban libertad. Aquello supuso un cambio de perspectiva», relata. 

Y recurrió a sus pacientes de la Clínica y a grandes empresarios. Cita a María Josefa Huarte, impulsora también del Museo de Arte de la Universidad; a su marido, Javier Vidal; a Isidoro Álvarez, Florencio Lasaga y Carlos Martínez, de El Corte Inglés; a José Soriano, del Grupo Porcelanosa; al empresario Martín Echevarría; al abogado aragonés Fausto Jordana, padre de Rafael Jordana, catedrático emérito de Fisiología y Zoología de esta Universidad. Y los laboratorios comenzaron a crecer. Hasta llegar a cinco. Había investigadores de China, Argentina, Alemania, Polonia, Portugal… Aquel sótano del edificio de Los Castaños fue la antesala del Cima. Tuvieron mucho que ver María Pilar Civeira —actual directora general del Cima— y el hoy director del área de Chequeos Médicos de la Clínica, Óscar Beloqui.

Año 1980. Los doctores Prieto y Quiroga —el que vino con él desde Santiago— toman un avión a Kioto para participar en un congreso que organiza el centro de investigación aplicada de la universidad nipona. «El recinto se parecía a una urbanización. Cada departamento tenía su propia sede con muchísima gente trabajando. Y nosotros éramos unos pocos en escasos laboratorios situados en una misma planta…», cuenta. Jesús Prieto mencionó a don Javier Echevarría y don Álvaro del Portillo aquellas instalaciones a 10 400 kilómetros de Pamplona: «Con don Javier empezamos a soñar desde entonces con una ciudad de la ciencia. Él siempre era magnánimo en el pensamiento, un hombre de muchísima fe. No hablábamos de cinco laboratorios, sino de cinco edificios». En 1986 se empezó a idear un centro potente, bien estructurado y competitivo.

 

 

Don Javier Echevarría compartió con Prieto el sueño de una ciudad de la ciencia. En 2005 visitó el Cima acompañado de don Fernando Ocáriz, nombrado prelado del Opus Dei tras el fallecimiento de don Javier en 2016.


 

Prieto hace su propio elogio de la locura: «Si no hay locuras en una universidad, no tiene vuelo, no despega. Hay que lanzarse sin miedo y con confianza, aunque los proyectos sean arduos. O la universidad posee la característica de la magnanimidad o no es universidad. La palabra universidad significa eso: universal». Y el Cima era una gran locura en aquellos años. «¿Para qué os metéis en esta aventura? Ya están los americanos para esto», le dijo en una ocasión un empresario a Francisco Errasti. «Uno puede pensar así —argumenta él—, pero eso nos somete a un colonialismo intelectual y científico ante otros países».

 

DINERO, OTRA VEZ DINERO

El Cima está situado enfrente de la Clínica y les conecta un paso de peatones:  apenas ciento cuarenta pasos donde el trasiego de batas blancas es constante. El médico que diagnostica al paciente en la Clínica traslada muestras biológicas a los laboratorios del Cima, se estudian y, fruto de ese análisis, surgen productos terapéuticos para aplicar de nuevo al enfermo. Una investigación traslacional que fluye del paciente al laboratorio y del laboratorio al paciente. 

Cerca de cuatrocientos investigadores —entre genetistas, inmunólogos, virólogos, bioquímicos— trabajan para entender la base molecular y el origen de las enfermedades. Las áreas de este gran laboratorio de 15 000 metros cuadrados—lo equivalente a más de dos campos de fútbol— se agruparon en sus inicios en torno a cuatro ejes: oncología, neurociencias, ciencias cardiovasculares y terapia génica y hepatología, esta última con Jesús Prieto a los mandos. Y bajo el paraguas del Cima está hoy también el Instituto de Salud Tropical, que se centra en enfermedades con alta incidencia en países en vías de desarrollo como la malaria, la leishmaniasis o la brucelosis.

«Nos harán falta veinte mil millones de pesetas», recuerda Prieto que le comentó don Javier Echevarría. Al final fueron veinticuatro mil. Una locura. Ciento cincuenta y dos millones de euros que se lograron gracias a una fórmula de financiación pionera en España: una Unión Temporal de Empresas (UTE) con quince entidades que aportaron entre todas quince millones al año durante diez ejercicios —el setenta por ciento del presupuesto—, de 2002 a 2012. El treinta por ciento restante se cubrió con los fondos conseguidos por los investigadores mediante becas y ayudas públicas. Anteriormente a la UTE se había constituido en 1998 la Fundación para la Investigación Médica Aplicada (FIMA) para darle independencia de la Universidad en su funcionamiento económico. «Imagínate que sale mal», dice Errasti

Año 1999. Arteixo, La Coruña. Sede de Inditex. Una sala, diez personas y una pantalla imponente. Jesús Prieto explica la terapia génica y la importancia del Cima. Con la exposición iniciada, entra por la puerta Amancio Ortega, fundador del grupo empresarial, uno de aquel G15 que dijo sí a la Universidad y a su proyecto. «Puse las ganas y el entusiasmo que pude. Nos jugábamos el apoyo de Amancio y arrastrar a muchos», indica Prieto. Otras catorce empresas se convirtieron más tarde en socias del Cima con participación en los resultados durante diez años. 

Según Errasti, la buena situación económica de España en esos años y el grado de madurez de la Universidad y la Clínica facilitaron la llegada a buen puerto de aquellas gestiones de entre las «docenas y docenas» que se hicieron. Y añade a la ecuación el componente suerte: «A veces, se le da poca importancia pero es determinante. De cada cien iniciativas solo diez siguen adelante. ¿Significa eso que los otros noventa lo han hecho mal? No. Hay factores incontrolables. En esta época, en que la gente vive en una situación de incertidumbre, no hubiéramos podido hacer algo así. Sería imposible».


 

El 11 de abril de 2002 se puso la primera piedra del Cima, que se inauguró dos años más tarde. En la imagen, Francisco Errasti cubre el hueco donde se depositó. Asistió al acto el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar.


 

CUANDO OCHO EUROS SON UN TESORO

Después de que expirara aquel contrato en 2012, el Cima tuvo «dos años malos», en palabras de Errasti, pero pudo seguir su recorrido a través de tres fuentes principales de ingresos: las convocatorias de ayudas nacionales y europeas, los contratos con las industrias derivados de las patentes y el fundraising. «Nunca renunciamos a pedir dinero», asegura. Aunque a veces no hace falta hacerlo y es el propio proyecto el que atrae donaciones. Como ocurrió con la señora de Bilbao que dejó una herencia de siete millones de euros, o con la alumna recién graduada en Biología que destinó el veinte por ciento de su sueldo al Cima desde que comenzó a trabajar y un día llamó para pedir perdón porque no podía seguir haciéndolo, o como el señor que depositó ocho euros en favor del Cima en una entidad bancaria porque era todo lo que podía dar.  «Los donantes son un gran tesoro que tiene la Universidad», indica Prieto.

La ciudad de la ciencia que soñó con don Javier Echevarría en los noventa sigue en su cabeza: «En estos casi veinte años ha aumentado en cantidad y calidad la producción científica, se han desarrollado nuevos tratamientos, ha atraído inversores que han creado empresas para desarrollar productos que se han generado aquí… Pero veo que esto es el comienzo». El doctor Prieto, haciendo gala de ese pensamiento magnánimo, señala hacia la zona del aparcamiento superior del Cima, donde se ubicará el nuevo Museo de Ciencias: «Mira, en esta colina hay sitio para poner dos o tres edificios más. Aunque no es cuestión solo de edificios, sino de personas competentes que puedan venir». Y hace una defensa vibrante de la investigación: «La ciencia resuelve los problemas de los enfermos, pero también los sociales. Debemos construir una sociedad que base su economía en el conocimiento».


 

El 4 de abril de 2014 Jesús Prieto impartió su última clase de Fisiopatología. Sus alumnos le entregaron una placa en agradecimiento «a su labor educativa y a su esfuerzo por dominar la medicina y por transmitirla de manera efusiva a sus discípulos».


 

Y en eso está. Empujado por un puñado de empresarios como Antonio Catalán, Mario Losantos o Javier de la Rica, mañana y tarde se sigue enfundando la bata blanca. Ha creado la Fundación Navarra para la Asistencia Médica en África (NAMA) y, desde el laboratorio B.01 del Cima,  Jesús Prieto, Premio Nacional de Investigación en Medicina 2014, trabaja a sus setenta y siete años en una metodología de terapia génica para la inmunoterapia del cáncer. «A ver si conseguimos algo», dice con una sonrisa que dibuja humildad. Francisco Errasti tiene setenta y cinco y entre tablas y cuadros con cifras pelea como miembro del patronato de la FIMA para seguir atrayendo financiación. Para que personas como el doctor Prieto no dejen nunca de seguir soñando.