Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Ambiciones de siempre

Texto Joseluís González [Filg 82], profesor y escritor 

La catedrática emérita Carmen Castillo ha traducido —ha cincelado— una pieza preciosa del patrimonio de nuestra cultura: el Somnium Scipionis, obra de Cicerón. Para «Doce Uvas» de Rialp.

 


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Que el alma sigue siempre con vida lo afirmaban en Grecia y Roma los pensadores y los poetas. También a últimos viajes, a residencias de ultratumba y a cruzar territorios extremos tras la defunción se refirieron civilizaciones de remotos esplendores como los egipcios o los etruscos, sumerios, babilonios, fenicios o incluso culturas lejanas en las latitudes como los aztecas o los inuit o los korowai. A la muerte y a las formas de la felicidad imborrable.

Absorbido por la certeza y la angustia de la hora final, Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca y catedrático de Lengua Griega —por supuesto que dominaba también el latín—, comenzó en 1910 un soneto traduciendo esas tres célebres palabras de Horacio «Non omnis moriar!» con un contundente «¡No todo moriré!». 

Rebatía Unamuno el contenido y la actitud de aquel escritor de la Roma del primer medio siglo antes de Cristo. El poeta latino prefería, más que los aplausos del pueblo sencillo y normal, el aprecio y la aprobación de alguien con criterio y abolengo. Mayorías o minorías, otro tema común en las artes. Además, Horacio, consciente de la perfección de sus odas, cerraba uno de los libros con este colofón: «Exegi monumentum aere perennius» (Od. III 30, 1). Ninguna traducción, ya lo sabemos, alcanza el valor del original. Mientras se mantuviera Roma en pie, su poesía —cantaba Horacio en su ambición de perdurar— era un edificio digno de recordación, más duradero que las efigies de bronce y de más altura que las pirámides faraónicas. Sabía que ni la voracidad inclemente de la lluvia ni el poderío del viento ni tampoco la innumerable sucesión de los años ni la rapidez del tiempo lo podrían derribar. «Yo no me moriré del todo: una gran parte de mí se salvará de Libitina». Es decir: se librará de los ritos de la muerte y de las obligaciones con los difuntos. «Creceré en los que vengan tras de mí con gloria siempre nueva». Sublime Horacio. Como los otros poetas de su idioma: Virgilio, Ovidio, Catulo… ¿Quién los lee hoy?

Unamuno echaba el cerrojo de aquel recio soneto con una advertencia estremecedora: «¡Hasta los muertos morirán un día!». Al interpretar esa oda de aquel poeta de modesta cuna capaz de alcanzar la inmortalidad que proporciona la poesía, quizá confundimos eternidad con posteridad. Tal vez ahora se prefiere la celebridad —la fama frágil— a la aspiración del género humano de ser inmortalmente feliz.

Otro de los autores que agrandaron nuestras raíces es Cicerón. Hoy, que ni siquiera leemos el prospecto de un medicamento ni las instrucciones de un móvil o la letra pequeña de un contrato ni la parte de atrás de una factura, duele que lo arrinconemos. Se sigue aprendiendo de su lectura.

La profesora Carmen Castillo, segunda mujer que obtuvo una cátedra de Filología Latina —era demasiado joven para ser la primera—, ha cincelado la traducción de una pieza crítica: El sueño de Escipión. Los sueños, como profecía o como adelanto del más allá, eran recurso literario frecuente en la antigüedad. El de Escipión el Africano «el Mayor», héroe de la segunda guerra púnica, terminaba la sexta parte del libro De Republica ciceroniana, que componía un hombre entonces decepcionado por la realidad política de su época. Tres siglos antes, el ateniense Platón, otro desilusionado, había titulado igual una obra cumbre. «La justicia es el fundamento del Estado».

Cicerón mostraba, bajo la ficción de un diálogo entre un abuelo digno y épico con un hombre que quiere vivir una vida lograda, un haz de ideas esenciales. La verdadera patria de los hombres. La inmortalidad del alma. La promesa de la inmortalidad. A pesar de la miseria y las penas que acarrea la propia vida. Que debería estar prohibido quitarse la vida. El ser humano tiene una misión que desempeñar en la tierra. La superioridad del bien está en practicarlo más que en conocerlo. Encima, Cicerón se atrevió a ubicar el Cielo en la magnitud del universo inabarcable. 

Además de la impecable traducción, la profesora Castillo ofrece un paradigma de cómo estudiar y anotar actualmente un texto para los grandes públicos. Y aporta un apéndice sobre cuatro momentos decisivos en la biografía de Escipión. «Cum in Africam uenissem M. Manilio consuli ad quartam legionem tribunus ut scitis militum…».

 

Cicerón se adelantó

 

Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) fue uno de los grandes oradores de la Roma clásica. Jurista, político y pensador, defendió la República romana contra la dictadura de César. Su extensa obra abarca diálogos, discursos y epístolas. 

 

Un siglo antes de nuestra era defendió ideas hoy comunes, según apunta María Morrás, profesora de Literatura Española de la Pompeu Fabra: conceptos como la solidaridad, el respetar los derechos de los extranjeros, los riesgos de la fama fácil y la convicción de que todos podemos perfeccionarnos gracias al conocimiento verdaderamente humano.Morrás resalta en Cicerón. Ética para cada día (Península), «la humanitas, raíz y fundamento de la moderna creencia en el progreso» y «el ansia por conquistar la felicidad personal» del orador. Y la certeza de que la realidad es compleja y a menudo conflictiva y exigente para la propia libertad. Merece la pena saborear esta antología.