Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Centenarios y rincones

Texto Joseluís González [Filg 82] @dosvecescuento

Este 2016 trae aniversarios y efemérides literarias de nombres determinantes en las letras. La suerte, como las páginas, cae en números pares y en impares. O se lee o se arrincona. 


A finales de 1904 un hombre de setenta y dos años largos, ingeniero de caminos —número uno de su promoción—, ministro de Fomento tras la abdicación del rey Amadeo de Saboya en 1873, profesor de Cálculo y Física Matemática en la Universidad Central, y responsable de la cartera de Hacienda, recibió un telegrama singular. Aquel papel le notificaba a ese provecto catedrático que se le concedía el Premio Nobel de Literatura. Era la cuarta edición del galardón, aún sin el realce ni el renombre actual. El 13 de diciembre de 1904 un diario madrileño, El Globo, dio la noticia en su primera página bajo el título general de «Fuera de España» y unas escuetas líneas que la prensa, la mañana siguiente, amplió.

Dos años antes, el primer Nobel se le había destinado a un poeta y ensayista parisino al que apenas se le recuerda hoy, a pesar de verter optimismo sobre una lírica entonces apesadumbrada: Sully-Prudhomme, quien donó la cuantía del premio a una asociación de escritores franceses para ayudar a jóvenes que aspiraban a ver en papel de imprenta el primero de sus libros. En 1902, el Nobel recayó en un alemán de orígenes daneses. Octogenario jurista: catedrático, minucioso y eminente historiador de la Antigüedad romana: Mommsen, dedicado también a la actividad política. Al año siguiente el premio viajó muy poco. Lo recibió, cuando había sobrepasado la setentena, el actor, director teatral, narrador y dramaturgo nórdico Bjørnstjerne Bjørnson. Político comprometido y contrario a la unión entre Noruega y Suecia, y más bien partidario de la izquierda radical, uno de sus poemas se utilizó para poner letra al himno noruego.

En 1904, fechas en que en EE. UU. Theodore Roosevelt fue reelegido presidente, el año en que se estrenó El jardín de los cerezos de Antón Chéjov y el mismo en que la Madama Butterfly de Puccini fracasaba en La Scala de Milán, la Academia Sueca premió ex aequo a un poeta provenzal, Frédéric Mistral, y a un autor que respondía a lo que se denominaba por entonces «polígrafo». Al español José Echegaray.

A don José Echegaray y Eizaguirre (1832-1916) no se le consideraba en 1904 un dramaturgo excepcional. Su producción teatral había recibido críticas ásperas de voces tan solventes como Clarín o la Pardo Bazán, a pesar de haber estrenado desde 1874, con aplausos, decenas de obras en prosa y en verso. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, al que respondió nada menos que don Emilio Castelar, en 1894, reflexionaba juiciosamente sobre la crítica literaria: concebida como historia y trayectoria, como estudio de los críticos más célebres y como profundización en las leyes —«la legalidad»— estéticas de la crítica filosófica. Propugnaba el «conocimiento científico de la belleza» y aceptaba, por su talante abierto, todos los movimientos y corrientes de literatura. Cerraba con estas palabras clásicas y fervientes: «Creo en la belleza, como creo en la verdad, como creo en el bien».

A don José le entregaron el premio en Madrid, en el Senado, el 18 de marzo de 1905, el rey Alfonso XIII y la comisión sueca organizadora. La noticia «provocó un diluvio de elogios, artículos, banquetes, ceremonias oficiales e incluso un homenaje nacional», según resumió Zamora Vicente (1916-2006), que fue secretario perpetuo de la Academia Española. Sin embargo, «ya no iban acordes las opiniones». Los que habían sido jóvenes finiseculares del 98 y el Modernismo —Unamuno, Rubén Darío, Baroja, Azorín, Valle-Inclán, los hermanos Machado y un histórico etcétera— protestaron por esos homenajes y se declararon ajenos a los supuestos artísticos de Echegaray. Eso sí: el periodista Mariano de Cavia esculpió en su elogiosa necrológica en El Imparcial este epitafio: «Españoles: Aquí yace vuestro siglo xix. Alargó su vida hasta el año 1916 y el horror le obligó a poner fin a tal milagro». 

La muerte amarillea algunas páginas: en las bibliotecas yacen polvorientos los libros de Echegaray, científico, político, dramaturgo. Ya no se representa su teatro. El gran Galeoto, Mariana y otros títulos suyos ni siquiera les suenan a algunos licenciados en Filología Española. 

Las lápidas del tiempo, con sus cementerios-centenarios y rincones tranquilos. Leamos descansadamente. En paz. Con más vida.