Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Cine de autor y sus falsas imitaciones

Texto Jorge Collar, periodista y decano de los críticos del Festival de Cannes

El concepto, nacido en Francia en los años cincuenta, ha servido para camuflar distintas variaciones incomprensibles y carentes de calidad.


El concepto «cine de autor» se gestó en Francia a finales de los años cincuenta y se hizo explícito en el Festival de Cannes 1959 con Les 400 coups, de François Truffaut. Nacía así «la nouvelle vague»,  que anteponía la libertad del director a los medios de las grandes productoras.

Esa libertad personal estalló en una gran variedad de propuestas de la mano de cineastas como Truffaut, Chabrol, Resnais o Rohmer, quienes reclamaban la paternidad del guión y, con ello, la autoría completa de la película. El fenómeno francés tuvo réplicas en Gran Bretaña —el «Free cinema» tenía un fuerte tono social, defendido por Karel Reisz, Tom Richardson o Lindsay Anderson— y en Alemania, donde el «nuevo cine alemán» aupó a fuertes personalidades (Fassbinder, Herzog, Wenders). 

Del otro lado del Atlántico se ha hablado siempre de «cine independiente», o cine producido fuera del ámbito de los grandes estudios. Todos ellos presentan sus propuestas en el escaparate anual de Sundance, impulsado por Robert Redford en Salt Lake City (Estados Unidos) desde 1985. No obstante, los defensores de la «nouvelle vague» se inspiran en autores que, como Alfred Hitchcock, siempre trabajaron para un gran estudio. Eso sí, en el «cine de autor» el director posee una fuerte personalidad que se manifiesta en la forma y el fondo de sus películas.

El concepto de autor tiene ya un aspecto más discutible cuando se desvía hacia el elitismo, que ignora el carácter popular de cine. El resultado es un cine para minorías más «cultivadas» que considera el éxito en taquilla como una limitación. Por su parte, la evolución de festivales como Cannes ha conducido a crear una clase de «películas de festival» que recorren el mundo sin preocuparse de llegar a los cines. 

Es normal que ciertas obras sean de acceso difícil. Thierry Frémaux, delegado general del Festival de Cannes, señalaba sobre una de las películas del año —The Lobster de Yorgos Lanthimos— que pertenecía «a la tradición de obras en las que no se comprende todo, pero que fascinan por sus formas narrativas extravagantes». Luego no basta con la dificultad, es preciso que el film rezume «fascinación»: más difícil de obtener y ausente en muchos casos. Sirva para ilustrarlo el caso de dos películas recientes: la francesa Le dos rouge, de Antoine Barraud, y la argentina Jauja, de Lisandro Alonso. El autor de la primera es especialista en otro de los vicios de este tipo de cine, el de crear un enigma y no solucionarlo. En su cinta, un director prepara una película sobre la monstruosidad en la pintura. Para ello visita museos y diserta ante cuadros famosos. Al mismo tiempo, aparece sobre su espalda una mancha roja sin causa médica, que gana terreno a lo largo del relato. Al final no se explica ni la mancha, ni el proyecto del protagonista. El espectador debe contentarse con saber que la inspiración de la película nació de la irritación del autor al contemplar la rapidez con la que el turista medio pasa ante las obras del Louvre. 

Todavía más grave parece el caso de Jauja. Al final del siglo XIX el ejército participa en una operación de conquista del desierto en la Patagonia. Un capitán e ingeniero danés (Viggo Mortensen) forma parte de la expedición, junto con su hija de quince años, quien se fuga con un soldado. El padre, desconsolado, parte en su busca, pero solo descubre al soldado moribundo, antes de perderse en el desierto. En la imagen final su hija se encuentra en Dinamarca rodeada de perros. Rodada en formato cuadrado, el conjunto es incomprensible, sin la menor emoción. Ello no impide que una cierta crítica, que cree poseer el secreto de la calidad, encuentre la película genial e invente formulas alambicadas: «extrema radicalidad», «difícil absceso», para evitar definirla como «cine de autor de la peor especie, que garantiza el aburrimiento». Con el fin de evitar desmoralizar a quienes no entiendan Jauja, el propio Lisandro Alonso declaró en Le Monde: «Quizá me sean necesarios dos o tres años para comprender mi película. Quizá no la comprenderé nunca».


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