Euphoria
Qué adolescentes más intensos
CRÍTICA DE SERIE. HBO, 2019 | Guion y dirección: Sam Levinson | 2 temporadas
No, no se equivoquen: Euphoria es una serie visualmente espectacular. Apabullante. Bellísima a ratos. Capaz de jugar con los códigos de colores, insertar escenas oníricas, proponer insólitos movimientos de cámara y convertir la iluminación en una cuestión moral; deliciosa, pero moral. Todo para meter al espectador en el cacao afectivo de un puñado de adolescentes a punto de dejar el instituto, dañados por una clamorosa ausencia de adultos sensatos y de padres cariñosos. Euphoria retrata en primerísimo primer plano a peña a la que le duele la existencia hasta límites insospechados, que viven en una rabia púber, un odio ante el espejo que ni el gimnasio ni el maquillaje logran atenuar. Los protagonistas andan el tortuoso camino hacia la madurez por el que todos hemos de transitar hasta descubrir que la vida y el compromiso van en serio, que la vida cuanto más vacía más pesa.
Explícita hasta decir basta, la serie creada por Sam Levinson y protagonizada por Zendaya exhibe —con regodeo— adicción a las drogas, sexo desenfrenado, parafilias cibernéticas y palizas salvajes. Así, Euphoria se levanta sobre la paradoja que ya anunció Rimbaud al inicio de Una temporada en el infierno: «Una tarde, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié». Es una serie donde la hermosura desgarra y el nihilismo se abraza, erigido en moneda corriente. Son las formas variadas que adopta una soledad punzante en esta época —hipócrita e hiperconectada— de Instagram y selfis.
Esa paradoja es la que le insufla originalidad y pegada a este fenómeno televisivo. Quizá por eso, ahora que HBO Max está emitiendo —con hemorragia de likes y polémicas— su segunda temporada, Euphoria sigue cosechando tanto predicamento entre el público seriéfilo joven. Porque combina su punto transgresor, su gente guapa, sus malotes con corazón, su estilismo autoconsciente y sus temas prohibidos con una mirada empática, que parece proclamar: «Eh, tú, adolescente intenso veinticuatro horas al día, siete días a la semana: yo te miro a los ojos, yo te entiendo». Es un relato que se suma así al calor de la tribu, ese que se conjura contra el frío que siempre hace ahí fuera… cuando tienes dieciséis años y te crees el ombligo del mundo.
Alberto N. García