Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

¿Que una imagen vale más que qué…?

Texto: Joseluís González [Filg 82], profesor y escritor @dosvecescuento

Entre los conocimientos que elevan la cultura y sus posibilidades en una persona, debería sobresalir hoy el saber interpretar imágenes, fijas y en movimiento, incluso el poder crearlas.


Suelo examinar a mis estudiantes de Cultura Audiovisual con dos preguntas básicas y sencillas. Aparentemente. Pretendo comprobar, por supuesto, su hondura de reflexión, su capacidad para relacionar lo que van asimilando, la fuerza de su originalidad o al menos su pericia en esquivar tópicos. Una —no la pongo todos los años— plantea «¿Para qué sirve una fotografía?». La otra cuestión, más trillada, interpela por esto: «¿Comparte usted el axioma de que una imagen vale más que mil palabras?». La respuesta más frecuente es «Depende».

Cierto: depende. ¿Pero de qué factores, de qué circunstancias, de qué objetivos...? 

Un argumento irrefragable consiste en asegurar que para afirmar la primacía de la imagen por encima de las palabras se necesitan —¡oh, casualidad!— siete palabras. Quedan bastantes para llegar a las mil. Y la potencia del aforismo y los mensajes afilados está fuera de duda. Aquel constante y esperanzador  «Hoy es siempre todavía» de Machado admite millares de glosas.

Depende, por supuesto. Parece que tienen diferente tratamiento y distinta consideración el plano del Madrid de los Austrias, un entusiasta dibujo infantil para el Día de la Madre, el Guernicao un Rothko o El mundo de Cristina de Andrew Wyeth, una foto de 1932 de unas marisqueiraso el retrato de unos recién casados. No digamos un holograma, la estatua de una de las decenas de fundiciones de El pensador de Rodin o un cartel veraniego pero artificial de Coca-Cola o incluso la señal de dirección prohibida. Puede añadirse una cohorte de ejemplos.

Mis estudiantes destacanla inmediatez de tener delante una imagen fija y pararse a mirarla y, además, la universalidad de ese lenguaje. 

Un texto verbal —una sucesión de palabras— o una película son secuenciales: hay que dar un paso y a continuación otro, el siguiente, el que se eslabona con el anterior. Los lingüistas distinguen hoy entre los textos continuos y los discontinuos. Son discontinuos las infografías, los mapas, una tabla estadística, el formulario de una inscripción, incluso una factura. Suelen apoyar informaciones y requieren «estrategias de lectura no lineal»: admiten leerse a saltos, sin empezar por el principio ni seguir por el «a continuación». Pero una imagen es como una avalancha: una repentina y habitualmente masa enorme de información. Y admite múltiples interpretaciones si resulta compleja. Aunque quizá no tantas si corresponde a la foto en internet de unas sandalias bajadas de precio o de una linterna recargable.

Algún alumno destaca que las palabras —la verborrea, más bien— tampoco ayudan. Una imagen, y en según qué circunstancias el silencio, supera en elocuencia a mil palabras. También un acto es más valioso que mil promesas. Suena contundente. Como los poemas perfectos de César Vallejo: «Por ellos va mi corazón a pie».

Aclaró bastantes de esos dependes un catedrático de la Universidad Complutense, Justo Villafañe, pionero en estas investigaciones. Todavía deberíamos leer su Introducción a la teoría de la imagen (1984 y 2006) para curarnos del analfabetismo visual. Villafañe aplica dos criterios o más bien dos procesos inherentes a una imagen y su naturaleza: la percepción y la representación. Establece una útil tipología: imágenes mentales, naturales, creadas y, si admiten multiplicarse, imágenes registradas

Las naturales requieren de dos milagros: la luz y un sistema de percepción visual eficaz. Por ejemplo, ver a los de enfrente esperando el mismo semáforo en rojo o un hayedo recién amanecido. Las compartimos. Las mentales, tan por dentro, ¿qué materia tienen? ¿Cómo transmitir, si se recuerdan, una alucinación psicotrópica o una secuencia onírica? 

Las creadas pretenden seleccionar un fragmento del entorno óptico. La mano humana dibuja, pinta, esculpe, rueda, diseña, dispara la foto… El artista reinterpreta o abstrae. Pero no sabemos siempre los fundamentos de la plástica: para qué la escala del tamaño, cómo ordenan a nuestros ojos hacia dónde mirar, qué efectos entraña la textura, los significados del color y su tríada de matiz o tono y saturación y brillo. Ni vemos puntos ni líneas ni formas ni pesos visuales. Cuánto nos perdemos. 

Lo anterior es una lenta coartada para resaltar la reedición de un imprescindible sobre «lenguaje icónico», el manual La sintaxis de la imagen. De Donis A. Dondis. Suena a pseudónimo y no lo es. Sintaxis significa «con orden». 

 

¿Cuánto vemos? ¿Qué interpretamos?

 

Formada en el Massachussets College of Art, la diseñadora estadounidense Donis A. Dondis (1924-1984) enseñó en la Boston University. Su manual La sintaxis de la imagen, de 1973 y pulido después, es imprescindible en alfabetización visual. 

Con ejemplos claros, y basándose en principios de percepción de la Gestalt o psicología de la forma, Dondis adiestra en fundamentos de composición, en cómo se disponen los elementos medulares de una representación gráfica o una plasmación abstracta. Punto, línea, contorno, dirección, tono, color, textura, dimensión, formato, escala y movimiento desgranan cómo se configura una imagen.

Los contrastes entre equilibrio o inestabilidad, entre simple o complejo, entre economía o profusión suelen marcar los recursos técnicos. Dondis agranda la forma de mirar.