Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Éticas sin moral

Ana Marta González [Directora del Proyecto “Cultura emocional e identidad”. ICS, Universidad de Navarra]

Éticas sin moral. La general devaluación de la moral es indicativa del proceso de individualización en el que nos hallamos inmersos.


En un contexto histórico marcado por el declive de las utopías y la fragmentación social y cultural —que algunos aprovechan para disolver la ética en estética, los imperativos morales en estilos de vida—,  algunos autores han acuñado la expresión “éticas sin moral” para referirse a varias propuestas éticas, tales como las “éticas de la virtud”, las “éticas feministas”, las “éticas del cuidado” o  las “éticas ecológicas”, que, más allá de sus obvias diferencias, tendrían en común el relegar a un segundo plano la cuestión de las normas morales universales. Para estos planteamientos éticos, la pretensión de afirmar normas morales universales se encontraría indefectiblemente ligada al destino de la razón moderna, y ya no tendría cabida en un horizonte posmoderno como el nuestro, en el que, a lo sumo, solo cabría desarrollar perspectivas particulares sobre lo bueno o  la vida buena. Para estas éticas, la “moral”—término bajo el cual entienden precisamente ese conjunto de normas universales— habría muerto. 

Aunque no faltan excepciones notables, como Lèvinas, que muestran a las claras que también en condiciones posmodernas puede abrirse paso la experiencia de imperativos morales absolutos, una mirada superficial a nuestro entorno podría concluir corroborando el frívolo diagnóstico de Lipovetsky, para quien viviríamos en una era marcada por “el crepúsculo del deber”, lo cual, según sus propias palabras, significa que “hemos dejado de reconocer la obligación de unirnos a algo que no seamos nosotros mismos” . 

En el mejor de los casos —se piensa— cabría abrazar una causa particular y dedicar a ella la propia vida… o una parte de ella. Así, por ejemplo, cabría oponerse a la secular opresión de las mujeres, mostrando una y otra vez los prejuicios sexistas incorporados en muchas de nuestras prácticas y modos de expresión más corrientes, y propugnando, en su lugar, la adopción de prácticas y expresiones de signo opuesto; o cabría, también, criticar la excesiva focalización de la ética moderna en temas de justicia, olvidando la importancia del cuidado. 

Asimismo, tomar conciencia del despotismo con el que el género humano se ha enfrentado durante siglos a la naturaleza, y adoptar, a partir de ahí, un nuevo modo de relacionarnos con ella, más respetuoso, llegando a hablar incluso de “derechos de la naturaleza”. 

Cabría, en fin, advertir que las acciones tienen siempre lugar en contextos particulares y que, por consiguiente, las orientaciones para la práctica del bien hay que tomarla de tales contextos, sin pretender universalismo alguno, que coartaría la espontaneidad de los agentes económicos… aunque a la vista de los comportamientos económicos que han generado la actual crisis, este punto es hoy bastante discutible. 

Sin duda, se puede criticar este modo de enfocar el asunto, objetando que no hay realmente ética sin moral, términos que, en última instancia, aluden a la misma realidad. Pero ahora no me quiero fijar en ese punto. Me interesa observar, en cambio, que la general devaluación de la moral, entendida como conjunto de normas universales, válidas para todos los hombres, con independencia de su cultura, su religión, su sexo, etc, es indicativa del proceso de individualización en el que nos hallamos inmersos, que va acompañado de un estrechamiento generalizado del horizonte ético, que según los casos adopta perfiles diferentes.

En el caso de las generaciones menos jóvenes, esta devaluación de lo moral se encuentra muy relacionada con la pérdida del horizonte ético-político moderno que acompañó al derrumbe de las modernas utopías políticas: al desmoronarse los ideales colectivos que guiaban la fe moderna en el progreso, localizando la esperanza en el futuro, la atención se ha vuelto hacia el presente más inmediato y fugitivo de la sociedad de consumo, volcada a la gratificación de los deseos individuales. Derrumbadas las esperanzas modernas, en buena parte secularizaciones reductivas de la esperanza cristiana, parecería no haber ya motivo alguno para privilegiar la actitud ascética característica del trabajador moderno sobre el hedonismo del consumidor posmoderno. A lo sumo, se contempla la posibilidad de tomar un curso de gestión emocional para sobreponerse al stress y eliminar las emociones negativas, que dañan nuestras relaciones y ponen en peligro el propio bienestar.

En el caso de las generaciones más jóvenes, que han crecido ya en este ambiente cultural, no puede hablarse propiamente de crepúsculo del deber, porque “el deber” apenas ha tenido ocasión de aparecer en el horizonte de sus vidas, como no sea para designar las tareas escolares, realizadas casi siempre en nombre de una oscura promesa de éxito individual.  La ética de los jóvenes nacidos en la época del crepúsculo del deber se presenta, de ordinario, como una ética de los buenos sentimientos, que, no sin cierto trabajo, cabría reconducir hacia una ética de virtudes, orientada a la forja del carácter. 

Sin duda, la apelación a la forja del carácter, de la personalidad, más que la apelación al respeto al otro y al bien común, ejercen siempre cierto atractivo, especialmente en contextos culturales marcadamente narcisistas como el nuestro.  Al mismo tiempo, la impresión es que muchos aspectos del mundo contemporáneo, a los que los jóvenes están particularmente expuestos —todo lo relacionado con la contemporánea “cultura emocional”— apenas se dejan abordar desde la perspectiva tradicional de la ética de las virtudes.  

 

La flexibilidad como virtud En efecto: si bien, como explicaba Aristóteles, las virtudes nos enseñan a complacernos y dolernos como es debido, ellas representan sobre todo disposiciones para la acción, que perfeccionan a un agente de modo que actúe/reaccione bien en determinados contextos. Sin embargo, los contextos en los que hemos de identificar y realizar el bien que está en juego, están sujetos a cambios constantes. Nada invita a planear a largo plazo. Tal vez con la excepción de los contextos de profesiones tradicionales, en los que las prácticas se mantienen relativamente estables, la vida en las sociedades tardo-modernas está marcada por un alto grado de movilidad y contingencia. De hecho, ni siquiera las profesiones tradicionales están a salvo, pues ven erosionadas sus prácticas constitutivas, desde el momento en que están cada vez más sujetas a las exigencias de un mercado volátil. Como apunta Richard Sennet, en su libro La vida en el capitalismo global, la mentalidad del consultor, que va de una empresa a otra ofreciendo sus valiosos consejos, se superpone y con frecuencia se impone a la del profesional con años de oficio.

En estos cambios estructurales se anuncian posibilidades y peligros nuevos para los individuos. Pues mientras que el trabajo artesanal requiere prácticas acendradas por el tiempo, en lo cual va implícita la forja de un determinado carácter, la disposición más necesaria en la sociedad móvil, por el contrario, resulta ser la flexibilidad, la adaptabilidad al cambio, una disposición que, aunque solo sea por la simple limitación humana, no parece compatible con echar raíces, y lo que esto lleva consigo, en términos del tipo de relaciones humanas que es posible entablar y consolidar. Por lo demás, no está de más recordar que tal disposición sólo será virtuosa en la medida en que no se confunda con el mero pragmatismo, en la medida en que no se ponga al servicio de cualquier fin, sino únicamente del bien que en cada caso corresponde realizar. En este punto se advierte cómo la debilitación del tejido moral, que articula nuestras obligaciones mutuas, termina por erosionar la misma práctica de las virtudes.

 

Algo más que sensación de vivir De cualquier forma, la disposición para la acción que caracteriza a la virtud moral, contrasta con la cultura emocional marcadamente presentista, en la que los jóvenes y muchos adultos viven inmersos. Una cultura que se mueve sobre todo en el ámbito de las emociones y los impactos emocionales, los cuales, en muchos casos, ni siquiera entran dentro de la categoría de los “buenos sentimientos”: lo que importa ante todo es sentirse vivo, la “sensación de vivir”, más incluso que el contenido que hace valiosa la vida; sobre todo lo que la hace valiosa a largo plazo, pues, para los que viven en la atmósfera posmoderna, el largo plazo no parece encerrar promesa alguna.

Aspirar a sentirse vivo: este parece ser el objetivo tácito de la búsqueda de sensaciones, que detectamos a nuestro alrededor. Ahora bien, mientras que algunas emociones son realmente accesibles únicamente a las gentes educadas de cierta manera, o que han pasado por diversas pruebas, las sensaciones, desposeídas de contenidos, son relativamente independientes del carácter, más o menos están al alcance de todos por igual. Según esto, alguien absolutamente poseído por el deseo de sentir podría difícilmente ser persuadido hacia la virtud; realmente, para sus fines más bien raquíticos no la necesita, al menos no la necesita desesperadamente. 

Sin duda, incluso en la “sed de sentir” hay un atisbo de conciencia, de reflexividad, que impide asimilar la vida del hombre sentiente a la de un simple animal, porque revela la necesidad de algo más. Esto se advierte por ejemplo en algunas manifestaciones de lo que se ha llamado “cultura de la adrenalina”, que seduce a tantos jóvenes. A ello alude David Le Breton en su trabajo Pasiones del riesgo y contacto con la naturaleza: “Muchos deportistas aficionados en occidente están emprendiendo hoy largas e intensas ordalías donde la capacidad personal de resistir al sufrimiento en aumento constituye el objetivo principal. La carrera, el footing, el triatlón, el trekking..., son tipos de ordalías en las que la gente, sin apoyarse en una habilidad específica, no compite contra otros, sino que somete a prueba su propia capacidad para soportar el dolor creciente. El individuo se evalúa constantemente a sí mismo en una sociedad donde los puntos de referencia son incontables y contradictorios, donde los valores están en crisis, y busca entonces una relación cercana con significados profundos, probando su fuerza de carácter, su coraje y sus recursos personales. Seguir adelante hasta final de las ordalías autoimpuestas da una legitimidad a la vida y provee un umbral simbólico en el cual apoyarse. El funcionamiento en sí mismo tiene una importancia secundaria; sólo cuenta para el individuo. No se trata de luchar contra un tercero, es sólo un método para reforzar la voluntad personal y vencer el sufrimiento, justo al límite de una demanda personalmente impuesta. El límite físico ha venido a sustituir el límite moral que la sociedad actual no logra proporcionar. Sobreponiéndose al sufrimiento se templa el carácter del individuo, proporcionando así una importancia renovada y valiosa a su vida” .

Sin embargo, mientras el atisbo de reflexividad y conciencia se resuelva únicamente en clave estética e individual, no hemos entrado todavía en el plano propiamente ético, en el que se desarrolla la responsabilidad por el otro, creando vínculos, que van más allá de las ráfagas del sentimiento, vínculos que suponen algo más que una mera sintonía emocional. Por ello tarde o temprano se impone dar un paso más; abandonar el ámbito de la autocomplacencia y, por decirlo con Kierkegaard, invitar, pura y sencillamente, a dar un salto hacia el estadio ético. 

 

El salto hacia el estadio ético Ahora bien: ¿se puede facilitar ese salto de alguna manera? Aunque sea un salto personal, sin duda puede venir facilitado por prácticas culturales y educativas que permitan y aun reclamen el pensamiento a largo plazo y la coordinación de objetivos; por ideales que doten de sentido al sacrificio. Pero aquí nos encontramos con una segunda dificultad: el proceso de individualización que, según sociólogos como Beck, Giddens o Bauman, caracteriza a la modernidad tardía, corre parejo con un proceso de desinstitucionalización marcadamente ambivalente, que si bien por un lado sugiere mayor libertad individual, de hecho nos hace también más vulnerables, volviéndose finalmente contra nosotros mismos: al desestabilizarse las instituciones encargadas de gestionar los efectos nocivos del sistema, las incertidumbres aumentan, y nos encontramos con que tenemos que gestionar personalmente tales efectos. 

 

Sociedad del riesgo, sociedad líquida Como escribe Beck, hoy “se espera de los individuos que vivan con una amplia variedad de riesgos globales y personales diferentes y mutuamente contradictorios (…) Las oportunidades, amenazas, ambivalencias biográficas que anteriormente era posible superar en un grupo familiar, en la comunidad de aldea o recurriendo a la clase o grupo social tienen progresivamente que ser percibidas, interpretadas y manejadas por los propios individuos” .

En general, los vínculos humanos se han vuelto cada vez más frágiles y las relaciones que entablamos más efímeras; esto viene sugerido por la metáfora de la red, que en algunos casos parece haberse constituido en un auténtico sustituto de la sociedad. Ahora bien: a diferencia de los lazos sociales, de los que no nos podemos sustraer, aunque queramos, en la red conectamos y desconectamos a voluntad. El individuo es soberano: él decide sobre las relaciones que entabla y deja de entablar. La contrapartida, precisamente en el ámbito de las relaciones personales, es que el amor se vuelve vago y fugitivo. 

En efecto, aunque en la sociedad individualizada las relaciones institucionalizadas —como el matrimonio— hayan perdido prestigio frente a lo que Giddens ha denominado “relación pura”, que enlaza a individuos autónomos en virtud de su sola voluntad, la volatilidad que suele rodear a estas relaciones en modo alguno permite asegurar que, al mencionar la palabra “amor”, estemos hablando realmente de la misma realidad de la que hablaban nuestros padres. Las relaciones empiezan y las relaciones terminan con suma rapidez. Ahora bien, como observa Bauman, “la clase de conocimiento que aumenta a medida que la cadena de episodios amorosos se alarga es la del ‘amor’ en tanto serie de intensos, breves e impactantes episodios, atravesados a priori por la conciencia de su fragilidad y brevedad. La clase de destreza que se adquiere es la de ‘terminar rápidamente’ y volver a empezar desde el principio’”. Ahora bien, sigue diciendo, “resulta tentador señalar que el efecto de esa ostensible ‘adquisición de destreza’ está destinado a ser, como en el caso de Don Giovanni, el desaprendizaje del amor, una ‘incapacidad aprendida’ de amar” , pues la desaparición de la idea de un amor permanente “implica, inevitablemente, la simplificación de las pruebas que esa experiencia debe superar para ser considerada como amor. No es que más gente esté a la altura de los estándares del amor en más ocasiones, sino que esos estándares son ahora más bajos: como consecuencia, el conjunto de experiencias definidas con el término ‘amor’ se ha ampliado enormemente” .

En realidad, la pureza de la “relación pura” reside —como observa también Bauman— en que “no tiene ingredientes éticos adicionales”; “focalizada en la utilidad y la gratificación está en las antípodas de la amistad, la dedicación, la solidaridad y el amor, de esas relaciones de ‘nosotros dos’ consideradas como la argamasa del edificio de la unión humana” .

En todo caso, en las condiciones de individualización creciente, la misma configuración de la identidad se torna altamente problemática: el individuo, cada vez más solo, debe aprender a orientarse a la vida en un mar de incertidumbres, a la vista de modelos plurales y, con frecuencia, contradictorios. El laberinto emocional está servido.  En este contexto, señala Bovone, “para que el individuo soporte su soledad, su evidente singularidad necesita ser devuelta a un plano social, a usos comunes en los que cada una de sus decisiones pueda encajar” . Una vía para ello, explorada por la propia Bovone, es que la reflexividad que define ante todo nuestra conversación interior se vuelva relato, discurso lingüísticamente mediado, de tal modo que se pueda articular la propia experiencia, enmarcarla en un horizonte de sentido. Esto seguramente no reduce la complejidad de la vida, pero la hace más llevadera porque permite compartirla, devolviéndole cierta densidad ética. 

 

Comunidades con sustancia ética Esa densidad, en cambio, se pierde cuando los vacíos institucionales, que solicitan de nosotros respuestas morales y creativas, se intentan compensar, por el contrario, aumentando las medidas de control. Me contaban hace poco que en una escuela italiana han facilitado a los padres una clave para que tengan acceso a las notas de su hijo por Internet. Ignoro si ya es una práctica en España, aunque no me extrañaría. Seguramente, la medida viene motivada por la comprobación reiterada de que los hijos engañan masivamente a sus padres, algo sin duda lamentable. Pero la supuesta solución no es menos lamentable, pues nos introduce, institucionalizándola, en una espiral de la desconfianza, que solo consigue disminuir el sentido de la responsabilidad en los hijos y devaluar el sentido de la autoridad de los padres. La persona que me lo contaba, ella misma madre de la escuela, me dijo que ella y su marido se habían negado a recibir esa clave: “Si no puedo tener una conversación con mi hija sobre las notas, ¿qué clase de madre/padre soy?”.  El resultado lógico es que su hija se muestra muy orgullosa de sus padres ante sus compañeros. 

Sin duda los padres que se acogen a las medidas de control propuestas por las escuelas no lo hacen llevados por el entusiasmo. Aceptan las medidas de control porque hace tiempo que perdieron la autoridad y la confianza de sus hijos. Seguramente no han sabido o no han podido hacerlo mejor. Otro tanto cabría decir de las escuelas, y de su relación con los padres. Pero el hecho de que haya muchos en esta situación nos dice algo de nuestra sociedad.   

En 1977, en un libro titulado El declive del hombre público, que no por casualidad ha vuelto a reeditarse en 2011, Richard Sennet llamaba la atención sobre el hecho de que las ciudades —lugares de civilización por antonomasia— sean hoy percibidas principalmente como lugares peligrosos, donde todo extraño es visto como un agresor potencial. Esto se corresponde con la proliferación de ghettos y sistemas de seguridad a la entrada de ciertos barrios más privilegiados y la disminución de espacios realmente públicos. El hecho de que las empresas de seguridad gocen de buena salud y los mecanismos de vigilancia se multipliquen no debe consolarnos. Significa que los problemas de convivencia no se afrontan políticamente sino técnicamente; significa que tal vez ya no reconocemos qué diferencia hay entre autoridad despótica y autoridad política. Pero en ello debemos ver un signo de involución. 

La multiplicación de los sistemas de control, del gran hermano que todo lo ve, constituye un intento desesperado por poner límites técnicos al declive de las instituciones, a las que confiábamos la educación y la civilización humanas. Vigilar y castigar: con la distancia de los años este título de Foucault casi resulta profético.  Sin embargo, en la medida en que la multiplicación de los sistemas anónimos de control erosionan los vínculos morales, de confianza, responsabilidad, respeto, de los que cabe esperar la humanización de la vida social, el camino escogido resulta paradójico.  

Más sencillo, y a la vez más complejo, es recordar que la educación y el desarrollo humano son éticos o no son en absoluto; y  que, por tanto, frente a la progresiva invasión de la racionalidad sistémica, resulta prioritario generar espacios de convivencia en los que la Humanidad pueda verdaderamente echar raíces y nutrir la cultura desde su mismo origen. Parte de esa humanidad, por cierto, consiste en proporcionar a los frágiles humanos un marco institucional que les ponga a salvo, no ya de todos los peligros imaginables, cuanto de su propia falta de humanidad. 

En las actuales circunstancias, crear esos espacios de convivencia ética, verdaderamente formativos, supone hacer todo lo posible por limitar las injerencias de la racionalidad tecnocrática en el ámbito de la familia, de la escuela, de la empresa. Para ello es imprescindible cultivar el sentido moral y la justicia, que, según refiere Platón en su versión del mito de Prometeo, Zeus ha confiado a los humanos con la inteligencia. Cuando lo que está en juego es la humanidad, lo que pueda hacer una persona no debe hacerlo un sistema. Confiar en las personas es la condición básica para hacerlas responsables.