Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

¿Adiós a las aulas?

Texto Pablo Pardo [Com 93], corresponsal del diario El Mundo en Washington, D.C. Fotografías Instituto Tecnológico de Massachusetts y Universidad de Stanford

Hasta la llegada del siglo XXI el modelo educativo había cambiado muy poco en miles de años. Tan poco que un profesor sumerio de hace cuatro mil años podría identificar un aula actual sin mayores problemas. Sin embargo, la Universidad vive hoy un cambio radical que comenzó en Stanford en 2011: la educación superior virtual y gratuita. Con ustedes, los MOOCs. 


Entre julio de 2003 y abril de 2004, parte de la “Brigada Plus Ultra”, o “Brigada Hispanoamericana”, estuvo destinada en la ciudad de Diwaniya, la capital de la provincia de al-Qadisiyya, en el sur de Iraq. La “Plus Ultra” estaba formada por 1.300 soldados españoles y otros 1.200 de cuatro países centroamericanos y del Caribe que apoyaban a las fuerzas de ocupación de Estados Unidos. 

La Brigada participó en la reconstrucción de treinta escuelas, según el Ministerio de Defensa de España, aunque no consta si esos centros educativos fueron totalmente rehabilitados. En todo caso, dada la violencia generalizada que afectó a al-Qadisiyya hasta 2007, parece poco probable que las clases se reanudaran de forma completa, al menos hasta ese año.

Sin embargo, una de las escuelas más notables de al-Qadisiyya no fue reconstruida. Ni lo será nunca. Está a treinta y cinco kilómetros al noreste de Diwaniya, en dirección a Hilla –que a su vez se encuentra a ciento cuarenta kilómetros de Bagdad–, en el pueblo de Nuffar in Afak. Nuffar, como se le conoce coloquialmente, toma su nombre de Nippur (en sumerio), una de las ciudades más antiguas del mundo. Y, en cierto sentido, un lugar que demuestra que algunas cosas han cambiado muy poco en los últimos milenios.

Ese es el caso de lo que los arqueólogos conocen como “Edificio F”: un centro educativo, en sumerio una eduba, es decir, una “casa de las tabletas”. Las tabletas de arcilla eran el soporte en el que escribían los babilonios. Solo en el “Edificio F” hay entre 1.000 y 1.300 tabletas. Se han encontrado dispersas por dos patios, tres aulas de menos de diez metros cuadrados cada una, en las que se apiñaban estudiantes y profesores, y un horno, en el que probablemente se fundían las tabletas usadas para hacer otras nuevas.

En torno al año 1740 antes de Cristo se impartían dos tipos de formación en el “Edificio F”. Por un lado, la educación básica, en la que se aprendía escritura, Matemáticas, Ciencias naturales, Política y, en los niveles más avanzados, Leyes y Filosofía (proverbios). Alrededor de quinientas tabletas muestran otra educación, en torno a la Literatura, el Derecho, la Filosofía, la Teología, la Historia y la Ciencia política. Eso era lo que estudiaban los sumerios que iban a ser escribas, es decir, a ocupar funciones para las que se requería una formación intelectual avanzada. El “Edificio F” de Nippar, así pues, contiene lo que acaso sea una de las primeras “protouniversidades” de la Historia. 

A 3.753 años y 10.220 kilómetros del “Edificio F” y sus tabletas, el rector de la Universidad George Mason, el español Ángel Cabrera, me recibe en una sala de reuniones junto a su despacho, en el campus principal de ese centro académico. Cabrera está preocupado, porque cree que el sistema de enseñanza que ha funcionado desde Nippur está a punto de desaparecer. El cambio tiene un extraño nombre: MOOCs, un acrónimo que significa en inglés Cursos Abiertos Online Masivos. Y, con ellos, gran parte de las instituciones académicas tal y como las conocemos hoy. 

“El modelo que aplica la Universidad ha cambiado muy poco en miles de años. Fundamentalmente, se trata de un señor que se pone frente a un grupo de otros señores, les da una lección y les asigna una tarea. Unos días después, el proceso se repite hasta que hay una o varias pruebas para evaluar sus conocimientos”, explica el rector de lo que en EE.UU. se conoce familiarmente como “Mason”. 

Así es como se ha enseñado desde que el “Edificio F” abrió sus puertas. La llegada de las pizarras, a finales del siglo xix, de los lápices, a principios del xx, y de los ordenadores en las últimas dos décadas, no ha cambiado la esencia del sistema. Pero, con Internet, “las cosas están empezando a transformarse de forma dramática”, explica Cabrera

Esa transformación comenzó en el otoño de 2011, cuando varios profesores de la Universidad de Stanford, en California, una de las más prestigiosas y con mayor presupuesto del mundo, decidieron abrir varios de sus cursos a cualquier persona que tuviera acceso a un ordenador con conexión a Internet. Era una oferta difícil de rechazar, aunque solo sea porque, por un curso académico completo, la matrícula de Stanford es de más de cincuenta mil dólares anuales (unos treinta y cinco mil euros). O sea, un 30 por ciento más cara que la de, por ejemplo, Harvard. Pero, encima, las “estrellas” de Stanford estaban involucradas en el proyecto. Uno de los cursos era “Machine Learning” (CS229 en los códigos de la universidad), y lo impartía una de las mayores autoridades mundiales en inteligencia artificial: Andrew Ng (Londres, 1976). También participaba uno de los programadores más famosos de Google, el profesor Sebastian Thrun (Solingen, Alemania, 1967), en “Introduction to Artificial Intelligence” (CS221). 

No era un experimento revolucionario. La palabra MOOCs se había acuñado en 2008 en la Universidad de Manitoba, en Canadá, con el curso “Connectivism and Connective Knowledge”. Y, en último término, estos programas no eran otra cosa más que la versión “online” de los tradicionales estudios a distancia. 

CS229 y CS221, sin embargo, tenían elementos diferenciadores. Por un lado estaban las nuevas posibilidades de interconexión de Internet, con el elemento adicional de que Stanford es el centro puntero en esa área. Había foros para que los estudiantes compararan notas o debatieran, y vídeos de excelente calidad que quedaban colgados en YouTube. El coste de conectarse a la red era prácticamente nulo. Y estaba la palabra mágica “Stanford”, que además, ejercía un papel activo en el programa: los estudiantes que terminaran el curso de forma satisfactoria recibirían una certificación oficial de una de las universidades más prestigiosas del mundo. Y todo gratis. 

Pero nadie se esperaba la reacción. “Cuando me quise dar cuenta, había ciento cuatro mil estudiantes registrados en el curso. De ellos, cuarenta y seis mil participaron de forma activa. Y trece mil lo completaron. Es un número muy alto, porque el programa no era ninguna broma: constaba de dos vídeos por semana más una serie de ejercicios y problemas bastante serios”, me explicó Ng a finales de junio. “Yo solía dar dos cursos por semestre y, en conjunto, tenía a unos cuatrocientos estudiantes al año. Para llegar a cien mil alumnos habría tenido que dar clase durante doscientos cincuentos años”. 

Thrun vivió una experiencia similar. “En cuestión de horas teníamos cinco mil alumnos registrados, y eso que era un domingo por la mañana. Por la tarde ya había diez mil”, contaba en una entrevista a la radio pública de EE.UU., NPR, en enero de 2012. CS221 acabó con ciento sesenta mil estudiantes inscritos, de los que ciento diez mil estaban fuera de Estados Unidos. Más de cien voluntarios tradujeron las sesiones y el temario a los cuarenta y cuatro idiomas en los que acabó impartiéndose en 191 países. En Irán, donde YouTube está prohibido, un estudiante “clonó” la web de CS221 y, con la autorización de sus profesores, colgó sus contenidos online para sus compatriotas. 

Stanford está en Silicon Valley, donde se concentra la industria tecnológica estadounidense. Sus profesores y graduados han creado, entre otras empresas, Google, Yahoo! y Hewlett-Packard. Thrun, de hecho, es uno de los creadores de Google View, el famoso sistema que muestra fotos de las calles, y uno de los líderes del prototipo de coche de Google que no necesita conductor y que ya se prueba de forma experimental. Así que, en diciembre de 2011, Thrun dejó Stanford. Un mes más tarde, con más de cinco millones de euros invertidos por fondos de capital-riesgo (“venture capital”), fundaba Udacity, una empresa para crear plataformas online a través de las cuales las universidades puedan dar clases gratis. 

Ng no dejó la universidad. Pero en abril, junto con su colega Daphne Koller (Jerusalén, 1968) y doce millones de euros de la propia Stanford y de varios fondos de capital-riesgo, lanzaba Coursera, un competidor directo de Udacity. Y un mes después, aparecía otro modelo de negocio, cuando las universidades de Harvard (la más rica del país) y el MIT, es decir, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (la única en EEUU capaz de competir en vanguardia tecnológica con Stanford), ponían cada una diecinueve millones de euros para lanzar xCorporation, una entidad sin ánimo de lucro que, bajo la marca edX, también promoviera el desarrollo de los cursos online. La iniciativa era en gran medida una reacción de Harvard, que se había quedado rezagada en la carrera de los MOOCs, y que se vio así forzada a utilizar la plataforma tecnológica de su gran rival de Cambridge: el MIT. 

Con Coursera, edX y Udacity firmemente establecidas como dominantes en un sector en el que hay decenas de compañías e iniciativas de menor entidad, los MOOCs están dinamitando desde dentro el mundo universitario estadounidense. Estas entidades desarrollan la plataforma tecnológica, asesoran a los centros académicos sobre cómo adaptar sus cursos a Internet y crean una red social de profesores y estudiantes. 

Así, los MOOCs son “una amalgama educativa de YouTube, Wikipedia y Facebook”, en palabras de Nathan Harden (autor de “Sex & God at Yale”) en un artículo  publicado en The American Interest en enero. La clase virtual ha llegado. 

Y la clase virtual tiene una peculiaridad: el número de alumnos puede ser casi ilimitado. “El coste marginal de tener un estudiante más en un aula que no existe es muy cercano a cero”, explica Cabrera. Es decir: cuesta casi lo mismo dar clase a dos, doscientos o dos mil alumnos. Los límites de espacio, los diez metros cuadrados de las clases de la eduba de Nippur, dejan prácticamente de existir con los MOOCs. Con ellos, el aula es todo el planeta Tierra. Así que no es de extrañar que se estén extendiendo fuera del ámbito universitario: en mayo de este año, Coursera anunció su entrada en la educación secundaria, un mercado en el que ya está operando, entre otras, Edmodo, una compañía que lleva la formación a través de Internet nada menos que hasta el jardín de infancia. 

Una de las paradojas de este sistema es que, en él, la materia prima –es decir, los cursos– son gratis, pero la distribución, no, salvo en el caso de edX. Coursera, por ejemplo, cobra un promedio de unos catorce mil dólares (unos once mil euros) a las universidades cuyos cursos distribuye. Y va a desarrollar un sistema para poner en contacto a los estudiantes que lo deseen con potenciales empleadores. 

Ng insiste en que, con ese modelo de negocio, la empresa será rentable. Pero él mismo ha reconocido a la publicación especializada Chronicle of Higher Education que, en los contratos entre Coursera y las universidades,  hay ocho tipos diferentes de “monetización” de sus actividades. Y, aunque el modelo de negocio no está muy claro (pese a que Ng me insistía en que no es así), Coursera está en Silicon Valley: cuando nacieron, ni Google ni Facebook tenían ni idea de cómo hacer dinero con sus algoritmos. 

El grado de penetración de estas instituciones en la educación universitaria es brutal. Son organizaciones pequeñas: en Coursera trabajan sesenta empleados, y en edX, setenta y siete. Pero, como siempre en Internet, manejan cifras de vértigo. Coursera, por ejemplo, tiene acuerdos firmados con ochenta y tres instituciones educativas, desde la Universidad de Princeton hasta la de Singapur (trece de esas universidades, entre ellas la Autónoma de Barcelona, dan clases en español). En total, la empresa que ha fundado Ng ofrece cuatrocientos cursos, y por sus pantallas (hablar de “aulas” sería una imprecisión) han pasado cuatro millones de estudiantes. Por su parte, edX cuenta con veintisiete universidades, entre ellas Lovaina, en Bélgica, Tsinghua, en China, y McGill, en Canadá, y más de un millón de estudiantes. En junio, edX llegó a un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional para difundir a través de Internet el estudio de la Economía. Como dijo un estudiante a la revista Wired (fundada, precisamente, por el gurú del MIT de las nuevas tecnologías, Nicholas Negroponte), seguir el curso CS221 –el de Thrun que sirvió de base para Udacity– había sido como “el Woodstock de la educación”. 

Ese es el vocabulario típico de Silicon Valley. “Woodstock”. “Transformacional”. “Democratizador”. Y la última palabra: “ecosistema”. En cierto sentido, cuando se escribe de los MOOCs uno tiene la misma sensación que cuando en 2006 trataba de convencer a la Redacción de Madrid para que le dieran espacio a una cosa que se llamaba “red social” y cuyos ejemplos más eximios eran MySpace (hoy virtualmente difunta), A Small World (reducida a una posición marginal) y Facebook (dominante... por ahora). La cuestión, sin embargo, es que Facebook ha cambiado el mundo de las relaciones personales menos de lo que muchos preveían. Su mayor impacto, en realidad, lo están sintiendo los medios de comunicación, que están asistiendo impotentes a la huida de la publicidad hacia las redes sociales. Así que la cuestión es: los MOOCs ¿van a acabar con cuatro mil años de clases presenciales? ¿Pueden suponer estos cursos lo que significaron los medios online para los medios de comunicación: un competidor implacable que, sin embargo, no es capaz de crear un modelo de negocio aunque ya ha transformado una industria que llevaba funcionando más de un siglo? 

“El aula ha muerto”, proclaman en Udacity. Harden va más lejos. En su artículo de The National Interest, significativamente titulado “Virtualizado. El final de la universidad que conocemos”, arrancaba con un provocador: “En cincuenta años, o menos, la mitad de las 4.500  instituciones universitarias que hay en Estados Unidos habrán dejado de existir” debido a estos programas. Howard Lurie, vicepresidente para Relaciones Externas de edX, en cambio, es más prudente. “Yo tendría cuidado antes de pronosticar que lo que pasó en la industria de la música, o en la de los medios de comunicación, va a pasar en la educación. Cada sector es diferente”, me explicó en una conversación telefónica a principios del verano.

El rector de la George Mason, Ángel Cabrera, ve la situación desde una perspectiva intermedia. 

“Es una transformación inevitable, sobre todo para las  universidades situadas en un nivel medio, como el nuestro. Esas son las que más van a tener que adaptarse”, concluye, sin especificar que del claustro de una “universidad media” como George Mason han salido dos Premios Nobel de Economía en el último cuarto de siglo. 

El gran reto que plantean los MOOCs es el siguiente: ofrecen gratuitamente cursos de universidades de prestigio. Por tanto, ¿quién no va a querer seguir al menos alguno de sus programas para poder decir que tomó tal o cual asignatura en Berkeley o en Princeton? “Tienen una fuerza de marca irresistible”, añade Cabrera

Ahí es donde está el peligro para las universidades “medianas”, y la amenaza de desaparición del 50 por ciento de los centros educativos. Las universidades estadounidenses son muy flexibles, y convalidan sin problemas los programas de otros centros académicos. Los alumnos, a menudo, cursan estudios en dos instituciones separadas, o negocian con los profesores una asignatura especialmente diseñada para ellos. 

Nadie va a decir que no a un curso en el que aparezca la palabra “MIT” o “Stanford”. En mayo, el sindicato de profesores de la Universidad de California calificó de  “privatización encubierta de la educación” el permiso otorgado a los alumnos del campus de la ciudad de San José para estudiar cursos en edX, Udacity y Coursera. No es una afirmación exacta, porque el campus de la Universidad en Berkeley (que es el centro académico que más Nobel tiene de EE.UU., pese a ser público) está en edX. Pero lo que sí dejaba claro la controversia era que, con los MOOCs, una universidad puede “subcontratar” a otra sus cursos. Así, reduce plantilla y costes, y se concentra en las áreas en las que verdaderamente es competitiva. Después de haber predicado durante décadas las ventajas del libre mercado, muchos profesores de Economía de pequeñas universidades corren el riesgo de encontrarse con que Internet ha liquidado su puesto de trabajo. 

El atractivo para el estudiante, además, tiene un evidente componente económico. El universitario medio estadounidense concluye sus cuatro años de estudios con una deuda de veintitrés mil dólares (casi dieciocho mil euros). En el caso de estudios más complejos, como Medicina, esa cifra es de unos cien mil dólares (casi ochenta mil euros). La matrícula de un año normal de Humanidades en una universidad pública (como George Mason en 2013-2014) es de treinta mil dólares (unos veintidós mil euros). 

Y luego está la cuestión absolutamente imprescindible de los cursos de posgrado. Ajit Mohan, colaborador de The Wall Street Journal y consultor de McKinsey en India, recibió un préstamo de ciento cincuenta mil dólares (ciento quince mil euros) para cursar entre 2002 y 2005 un máster doble en Relaciones Internacionales en SAIS, de la Universidad Johns Hopkins, y el MBA de Wharton, de la Universidad de Pennsylvania. Es el precio de situarse en una posición de éxito en la vida: si se actualiza el importe de las matrículas de la escuela y de las universidades en las que estudió Barack Obama, su educación alcanzó la increíble cifra de cuatrocientos mil euros. La de su rival republicano en las elecciones de 2012, Mitt Romney, llega a los 558.000 euros. En el caso de Obama, al menos en 25 por ciento de sus estudios lo costearon las becas. Aun así, el presidente de EE.UU. no logró liquidar toda su deuda universitaria hasta los cuarenta y tres años, justo cuando fue elegido senador.

Así pues, resulta fácil entender que el atractivo de estos cursos es irresistible. Algunos de ellos ya han obtenido la certificación oficial de las universidades. Otros los está revisando el American Council of Education, una organización que agrupa a las instituciones educativas de Estados Unidos, para decidir si  sus cursos online se pueden certificar. El American Council of Education es un organismo consultivo, pero sus decisiones tienen un gran peso moral. 

Está la realidad del mercado. Cualquier empresa mirará con atención el currículum de un candidato a un puesto de trabajo que haya estudiado con Thrun.como antes señalé, uno de los creadores del servicio de Google que muestra las fotografías que aparecen en sus mapas. 

El problema es que, para hacer las fotos de Street View, Google utiliza coches especialmente equipados con sofisticados sistemas electrónicos. Coches que, según la compañía, accedieron “por error” en Alemania y Reino Unido a cantidades masivas de información de las páginas web que los viandantes estaban visitando a través de conexiones de Wi-Fi en los lugares en los que se obtuvieron las imágenes. El gigante de Internet afirma que todos esos datos han sido borrados, aunque no ha sido capaz de explicar de forma satisfactoria cómo un sistema destinado a tomar fotos acabó “pinchando” las telecomunicaciones privadas.

Y ese es otro problema de los MOOCs: la privacidad. “Nosotros somos una organización sin ánimo de lucro: no vendemos datos”, me insistió Lurie que, sin embargo, reconocía tener “cantidades masivas de información”. Coursera sí es una empresa, y prevé ofrecer a los estudiantes un servicio de pago para ponerlos en contacto con potenciales empleadores. Ng también rechaza “de forma rotunda” la venta de datos, pero igualmente me explicaba: “Lo sabemos todo de los estudiantes, incluyendo a qué horas hacen los ejercicios”. Coursera ha utilizado eso para incentivar a los alumnos. “Todos los meses, les mandamos un correo electrónico con recomendaciones personalizadas. Les decimos cosas como, por ejemplo: ‘Enhorabuena, has visto cinco vídeos en lo que va de semana, y el miércoles hiciste los deberes, pero ahora tenemos que pedirte que hagas otros cuatro ejercicios antes del fin de semana’. La reacción de los estudiantes ha sido tremendamente positiva”, afirma el fundador de Coursera. 

Este acopio de datos abre la puerta a algo que tanto edX como Coursera están considerando: cursos patrocinados por empresas. Al fin y al cabo, si en EE.UU. hay cátedras con los nombres de empresas, ¿por qué no puede haber cursos? Pero también plantea dificultades de independencia académica y, sobre todo, de privacidad. Una cosa es que haya cursos “a la carta”, y otra cosa que la carta venga pagada por alguien y, además, ese alguien sepa lo que ha “comido” cada alumno y cómo lo ha “comido”. 

En la comunidad académica de Estados Unidos, los MOOCs suscitan tanta admiración como rechazo. “El 95 por ciento de quienes los empiezan no los terminan, no tienen una tecnología que permita evitar que los alumnos copien y, seamos honestos, no son una verdadera experiencia universitaria”, declara Matthias Mattijs, profesor de Economía Política de SAIS que, con el resto de Johns Hopkins, está ya en Coursera. Incluso desde el punto de vista más práctico posible, que es el trabajo tras los estudios, los MOOCs han sido cuestionados, ya que en EE.UU. en torno al 60 por ciento de los empleos se consigue por medio de personas conocidas, incluyendo, evidentemente, profesores y compañeros de estudios. 

Las nuevas plataformas tecnológicas rechazan estas acusaciones. “El índice de abandono es enorme porque no tenemos exámenes o requisitos de ingreso”, explica Lurie. Lo cierto, sin embargo, es que un solo MOOC del MIT, titulado “Circuits and Electronics”, tuvo matriculados este año a 155.000 estudiantes de 194 países. Sin embargo, 132.000 de ellos no pasaron del “cero” en el primer ejercicio y la tasa de fracaso fue del 96 por ciento. 

Por su parte, de los 7.200 estudiantes que sí aprobaron el curso, hubo uno que llamó la atención del MIT. Se llamaba Amol Bhave, vivía en India y apenas tenía diecisiete años. Bhave destacó no solo por lograr noventa y siete puntos sobre un máximo de cien, sino por su participación en los foros del curso. Anant Argawal (Bombay, 1960), máximo responsable de edX, quedó tan impresionado que le escribió una carta de recomendación para su solicitud de ingreso en el MIT. 

El 14 de marzo admitieron a Bhave en esa universidad, y se convirtió en el primero de los 1,2 millones de habitantes de la ciudad de Jabalpur en ir al MIT. Doce días más tarde, su historia le convirtió también en el primer ciudadano de Jabalpur en salir en la portada de Financial Times. Del millón de estudiantes que se han matriculado en edX, el 45 por ciento acaban de terminar Bachillerato, mientras que el 55 por ciento son personas que ya tienen sus títulos y a los que en EE.UU. se denomina “estudiantes de por vida”. La cuestión que plantean esas cifras es si los MOOCs pueden considerase una verdadera universidad. 

Para los promotores de estas iniciativas, la respuesta es sí. En su opinión, a pesar de que la atención sea menor con vídeos que en clases presenciales, la capacidad de la tecnología es abrumadora. Además, el peligro del fraude masivo (es decir, facilidades para copiar) se reduce. Coursera por ejemplo está desarrollando un software de identificación facial y otro que detecta las pautas de cada persona cuando teclea en el ordenador o en el iPad. De modo que, al menos en teoría, deberá saber quién está frente a la pantalla. Ambos servicios se ofrecerán previo pago de cien dólares (treinta y cinco euros), aunque en los países en desarrollo serán gratis. 

En EE.UU. ya hay una universidad, la West Governors, en la que todas las prácticas se hacen online. Todo se realiza a través de cursos por Internet, normalmente elaborados por otras instituciones académicas. Eso sí, el prestigio de esta universidad es muy escaso. 

Para los escépticos, los MOOCs solo son una burbuja más de Internet, pero que acabará con los actuales modelos de educación a distancia y de formación continua en empresas, donde ya amenazan a los dos gigantes del sector en EEUU: Kaplan y la Universidad de Phoenix. 

Para sus defensores, son el inicio de una nueva era marcada por el final de las clases presenciales. existentes al menos desde hace tres mil quinientos años en la eduba de Nippur.