Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Asaltar los cielos

Texto Nacho Uria [Der 95 PhD His 04] y Laura Juampérez [Com 05] - Fotografía Cortesía de Sebastián Álvaro, Agencia EFE y pouanaiak.com - Infografía Beatriz Arbona [Com 13] - Fotografía Editorial Desnivel

El 5 de agosto de 1904, un marqués asturiano y un aldeano leonés coronaron una cima inverosímil en el corazón de la Cordillera Cantábrica: el Urriellu, más conocido como Naranjo de Bulnes. 2 519 metros de altura. Simplemente el Picu


Poco importa que el naranjo no sea tan elevado como otras cumbres del macizo de Los Urrieles (Torrecerredo, más alta. Peña Santa, más grandiosa), pero su silueta de atalaya inexpugnable le hace único y tentador. Nada se interpone con él. Solitario y majestuoso, es el monarca de los tres macizos. Una frontera desafiante que pedía a gritos ser conquistada. El 5 de agosto de 1904, Pedro Pidal y el Cainejo derrotaron al mito. Entonces nació la leyenda.

El Naranjo es una especie de Cervino español que, como los actores del star-system de Hollywood, cambió de nombre para ser famoso. Sobre su denominación se ha escrito mucho. Hoy se admite que fue el ingeniero de minas alemán Guillermo Schulz el que lo bautizó como Naranjo de Bulnes. Ocurrió en 1855 al confeccionar el primer mapa topográfico de Asturias, quizá por el color anaranjado del monte o debido a alguna información mal entendida. 

La gran influencia posterior de esa cartografía contribuyó a la consagración del término «Naranjo de Bulnes». Y han sido las personas procedentes de fuera del Principado —sobre todo los montañeros— quienes han consolidado la nueva denominación. Los habitantes de los Picos de Europa jamás habían utilizado este topónimo, y así continuaron hasta tiempos bien recientes. Por el contrario, los astures siempre lo llamaron Picu Urriellu, voz prerromana relacionada con la palabra «cumbre». Hoy en día hay que admitir que la influencia forastera ha calado incluso en ámbitos locales.

Un hombre adelantado a su tiempo

Toda empresa grande necesita un hombre más grande aún, y la conquista de esta mole confirma esa máxima. Coronar el Naranjo a principios del siglo xx exigía un temple singular, a medio camino entre el pionero y el loco. Esta aventura también tuvo su quijote: se llamaba Pedro Pidal Bernaldo de Quirós. Además de marqués de Villaviciosa, Pidal era un gijonés polifacético y sportman. Con treinta años había participado a título personal en los Juegos Olímpicos de París de 1900. España no envió delegación, pero eso no le impidió ganar la medalla de plata en la prueba de tiro. Es decir,  el primer medallista olímpico de nuestra historia lo fue casi por casualidad. «Yo iba a París a visitar la Exposición Universal y la famosa Torre Eiffel», confesó años más tarde, «pero, una vez allí, cené con Coubertain, que me invitó a participar en un torneo deportivo inspirado en los juegos panhelénicos, y decidí demostrarles cómo se dispara en España».

Hijo del diplomático y ministro conservador Alejandro Pidal y Mon —el mismo que rechazó sustituir al presidente Cánovas en 1897 tras el magnicidio—, Pedro Pidal era un personaje inimitable: escritor y periodista, explorador, tirador consumado y, por cazador, primer ecologista de España. Lo demostró años después al impulsar la creación de los Cotos Reales (1905) y los Parques Nacionales (1916) según el modelo de Yellowstone, reserva que visitó durante un viaje a Estados Unidos. Gracias a Pidal, el parque de la Montaña de Covadonga se convirtió en la primera reserva natural de España. Incluso empleó parte de su fortuna en abrir caminos y levantar refugios ante la desidia de la Administración central, que ni siquiera pagaba puntualmente a los guardas forestales.

Pidal fue diputado con Cánovas, y años más tarde Eduardo Dato lo nombró senador vitalicio del Reino. Quedan recogidos en el Diario de Sesiones del Congreso los ocurrentes discursos que le dieron el sobrenombre de «El Arniches del Parlamento». El más jocoso, quizá, aquel en el que solicitó la eliminación de los impuestos sobre la sidra por ser un bien de primera necesidad para los asturianos.

Compañero de batidas de Alfonso XIII, el marqués de Villaviciosa cazó a lo largo de su vida cinco osos (entonces, como dicen en Asturias, había ejemplares asgaya), cientos de rebecos y de cabras hispánicas. Sin embargo, todo eso es una cuestión menor comparada con la subida al Naranjo acompañado de su sherpa particular: Gregorio Pérez Demaría, el Cainejo. 

Por anacrónico que les parezca a algunos, el desafío que Pidal asumió tuvo un origen patriótico. Fogueado explorador de los Picos de Europa, el marqués conocía el Urriellu desde siempre: «Yo llevaba mucho tiempo preguntándome: “¿No sería acaso posible intentar su ascensión?” Que otros habían fracasado, ya lo sabía yo, pero si uno no da más pasos que los que dieron otros, ¿dónde está el mérito? Además, ¿qué idea me formaría de mí mismo y de mis compatriotas, si unos extranjeros tremolaran la bandera de su país sobre la cumbre virgen del Naranjo de Bulnes, en España, en Asturias y en mi cazadero favorito de robezos? Subir al Picu… ¡Qué hazaña de alpinista más grande!».

En 1892 el conde de Saint Saud había llegado a Asturias con el objetivo de conquistar el Urriellu. Saint Saud, que ya había escalado en los Pirineos y también en Picos, describió así aquella expedición frustrada: «El Naranjo ensancha su panza de globo, cortada a pico sobre el vacío. Nosotros hemos intentado escalar esta roca vertical, que nos parece inaccesible con los medios actuales». Inaccesible. Palabra mágica para todo verdadero escalador. Como Pidal, que allá se lanzó convencido de que la heroicidad debía tener un apellido español. 

Para aprovisionarse viajó a Londres, donde compró el equipo adecuado, sobre todo, las cuerdas. En aquellos tiempos los británicos dominaban la escalada, y comenzaban a explorar la vertiente norte del Himalaya. En la capital inglesa se encontró con otro pionero del alpinismo, Luis de Saboya, que lo invitó a entrenarse con él en Chamonix. Por esas fechas, Saboya, hijo del rey Amadeo y madrileño de nacimiento, preparaba su expedición al Dru, la aguja de granito del macizo del Mont Blanc.

De vuelta a España, el marqués «solo» tuvo que buscar un compañero de cordada, cuestión sobre la que no tuvo dudas. «Llamé a mi buen amigo Gregorio Pérez, hombre fornido de poderosas manos que vive en la peña, mientras las nieves no lo arrojan al valle. Capaz de subir en madreñas donde nadie sube de ninguna manera. Él es el hombre que me conviene». Conocido como El Cainejo por ser natural de Caín («donde los hombres no mueren, se despeñan»), en su aldea lo llamaban El Atreviu por su arrojo. 

Este pastor había acompañado al marqués en diferentes monterías, y poseía un profundo conocimiento del terreno y una gran resistencia física . Sin embargo, el Cainejo no entendía el motivo del ofrecimiento: «¿A qué vamos al Picu, don Pedro?», pregunta lógica en un hombre de cincuenta y un años que aún tenía cinco hijos que mantener.


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