Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Biodiversidad a la carta

Texto Rafael Miranda, profesor titular de Biología Ambiental de la Universidad de Navarra / Ilustraciones Juan Varela

Si todo sigue así, en los próximos cinco siglos desaparecerá el 75 por ciento de las especies que habitan el planeta. Las pruebas son tan alarmantes que algunos científicos afirman que nos enfrentamos a la sexta extinción masiva. A diferencia de las cinco anteriores, provocadas por causas naturales, la acción del hombre es el principal detonante de este proceso. ¿Cómo se puede frenar la pérdida de la biodiversidad? Para muchas especies amenazadas, el desarrollo de la biotecnología representa su única salvación. 


Esta vez parece que sí. lo que hace unos años era un rumor molesto hoy en día es una cruda realidad. Hablamos de la crisis del Planeta y de su inestable futuro. Atrás quedan décadas de acercamientos científicos más o menos fundados, de anuncios más o menos alarmistas que nos abocaban a la catástrofe masiva, muchas veces sin evidencias científicas suficientes. No quedan tan lejos las manifestaciones de los grupos ecologistas, generalmente desproporcionadas. Pero ahora la cosa va en serio: el conjunto del saber describe un porvenir un tanto inquietante.

Ya no es solo un grupo de hippies iluminados los que lo dicen: representantes políticos y religiosos lo declaran también a los cuatro vientos. Algunos no lo hacen por conseguir unos cuantos votos o por alentar a sus devotos seguidores. Les mueve la convicción del que se ha informado bien, del que ha procurado la voz de sabios consejeros, antes de meter la pata en un tema tan resbaladizo y polémico. Y con tantas consecuencias en la manera de gestionar este mundo nuestro, en la manera de verlo y de tratarlo. Sabios consejeros que no tienen ninguna duda en perfilar un escenario poco optimista. No estamos haciendo bien las cosas con nuestra casa común, y los efectos son evidentes.

Entre las funestas consecuencias se encuentra lo que se ha denominado la pérdida de la biodiversidad. Los animales y las plantas desaparecen. Cada vez son menos las especies que nos acompañan, y más las que sufren una drástica reducción de sus poblaciones sometidas a diferentes impactos de origen humano. La razón de especies que se extinguen se incrementa todos los años, y aunque los números están en constante discusión, recientes estudios consideran que es hasta cien veces superior a la tasa natural de extinción, estimada alrededor de dos especies extintas por cada diez mil en un siglo.

Los cifras no mienten. Desde 1500 se ha registrado la extinción de 338 especies de vertebrados. Además, hay 279 especies que ya no viven en estado salvaje y conservamos en cautividad o que hace mucho tiempo que no se han visto en estado natural, y posiblemente ya se hayan extinguido aunque no podamos confirmarlo. En total suman 617 especies de vertebrados que han desaparecido en un periodo de algo más de quinientos años. 

Estos datos se refieren a las extinciones conocidas, las oficiales, las registradas. Pero hablamos de todos los organismos vivos —unos nueve millones aproximadamente, según las últimas estimaciones—, incluyendo plantas, hongos e invertebrados, muchos de ellos nunca descritos y que jamás llegaremos a conocer. La situación es tan grave, que los científicos afirman que estamos ante la sexta extinción masiva. A lo largo de la historia, los seres vivos han sufrido cinco extinciones conocidas, donde por razones generalmente catastróficas —pero naturales— pereció una cantidad ingente de organismos, contados en proporciones de cientos de familias enteras. En su sentido taxonómico, una familia es cada uno de los grupos de géneros y especies que comparten un gran número de caracteres—. Por tanto, al decir «cientos de familias» se alude a miles de especies que comprenden esas familias.

De estas extinciones masivas quizá la más conocida haya sido la desaparición de los dinosaurios. No fue la más drástica, pero sin lugar a dudas destaca como la más notoria, por el tamaño de las especies implicadas. Pues bien, el número de especies que se extinguen en la actualidad es comparable a la cantidad de especies que se extinguieron en aquel periodo, y por ello se puede hablar de la sexta extinción masiva como un proceso actual. Los científicos han calculado que, si nada cambia, en los próximos cinco siglos se exterminará el 75 por ciento de las especies que habitan el Planeta. 

Alguno podría pensar que, bueno, si en el fondo las grandes extinciones son procesos cíclicos, tampoco deberíamos preocuparnos tanto. Pero hay una considerable diferencia: mientras que las causas de las anteriores extinciones fueron naturales, de la actual todo parece indicar que es nuestra actividad el principal detonante. Y como causantes, somos responsables de ella. 

El camino hacia la desextinción

Visto lo visto, procede preguntarnos qué podemos hacer ante semejante panorama. Porque podemos hacer cosas. Y de hecho las hacemos, con mayor o menor acierto. Entre otras medidas de conservación, hemos creado miles de áreas protegidas en todo el Planeta con el objetivo de conservar el hábitat de muchas especies amenazadas. Hemos generado legislación y jurisprudencia para protegerlas, para combatir seriamente el comercio de estas especies, o su caza y pesca ilegal. Hemos penalizado los excesivos impactos medioambientales, que repercuten en la conservación de estas especies. 

Hemos hecho muchas cosas, pero no hemos conseguido disminuir esa pérdida de la biodiversidad. Los ejemplos están ahí. Conocemos muchas extinciones recientes y otras que serán una realidad en breve si no actuamos. Existen en la actualidad muchas especies que están al borde del abismo; ya no podemos hacer nada por sus hábitats —en ocasiones destrozados—, ni tiene sentido la lucha legal o la gestión para la conservación, porque apenas conservamos algunos pocos ejemplares en cautividad o semilibertad. 

Un caso muy llamativo es el del rinoceronte blanco del norte (cuyo nombre científico es Ceratotherium simum cotton), del que tan solo quedan tres ejemplares, un macho y dos hembras, y no reproductores. Se trata de la subespecie de rinoceronte blanco que se extendía por África oriental y central, al sur del Sahara, pero que la caza furtiva ha llevado a la extinción en estado salvaje. La biotecnología representa la única esperanza para poder salvar esta subespecie. 

En varios centros especializados se preserva el ADN de varios ejemplares, con la idea de que en un futuro pueda ser utilizado. Pero en la actualidad lo que se plantea es la posibilidad de que, a partir de gametos naturales de los rinocerontes vivos y células madre totipotentes inducidas —células madre que tienen el potencial de convertirse en cualquier célula—, se pueda implantar un zigoto en una hembra de la subespecie del sur. La  madre adoptiva permitirá desarrollar en sus entrañas un ejemplar de la subespecie norteña. 

Gracias a las técnicas actuales, la idea, lejos de resultar descabellada, es muy real. Procesos tecnológicos que nos recuerdan a los milagros de Parque Jurásico. Es lo que los científicos han denominado desextinción, el conjunto de técnicas que permitirán en un futuro muy próximo poder engendrar de manera artificial individuos de especies extintas, o al borde de la extinción. En este empeño se están invirtiendo ingentes cantidades de recursos, con el sueño de poder revivir en breve alguna de las fascinantes especies que extinguimos. 

Clonar para conservar

La posibilidad de traer a la vida un clon de un organismo extinto ya se ha producido. El logro lo alcanzó un grupo de científicos españoles, liderado por el veterinario Alberto Fernández Arias. En 2003 consiguió traer al mundo un ejemplar clonado de bucardo (Capra pyrenaica pyrenaica), la subespecie de cabra montés ibérica que vivía en los Pirineos. Considerada como una preciada pieza de caza, su número mermó hasta tal punto que en 1900 solo quedaban cincuenta ejemplares, población que sobrevivió a lo largo del siglo xx  hasta que sufrió un fuerte declive. 

En el año 2000 apareció muerta Celia, la última hembra superviviente de esta subespecie, aplastada por un árbol. Unos meses antes habían tomado muestras de tejido de la oreja de Celia, que conservaron con el fin de disponer de su material genético para el futuro. 

Sin entrar en detalles, los investigadores implantaron un óvulo que contenía el ADN de Celia en una cabra híbrida
—mezcla de cabra doméstica y montesa—, que llevó a cabo la gestación hasta que el 30 de julio de 2003 nacía la cría clonada de bucardo. Lamentablemente el ejemplar vivió apenas unos minutos, afectado por un problema pulmonar, posiblemente de origen congénito. Aunque se ha intentado, este ha sido, hasta la fecha, el único caso conocido en el que se ha podido clonar un ejemplar de un taxón desaparecido. A pesar de los numerosos impedimentos técnicos, los expertos no dudan en afirmar que lograrán rebasarlos. 

El caso del bucardo constituye un ejemplo de que se puede. No obstante, para contar con una nueva población en los Pirineos, la viabilidad depende del hábitat, y actualmente parece que se dan las condiciones necesarias para que esto ocurra. 

Algo similar sucede con el uro (Bos primigenius), el antecesor salvaje del ganado bovino actual, que se distribuía por Europa, Asia y norte de África. Asimismo, su caza l0 condujo a la extinción. El último ejemplar conocido murió en el bosque de Jaktorów, en Polonia, en 1627. Los investigadores creen que hay lugares apropiados en Europa para que esta especie vuelva a campear. En esta ocasión, el método que se sigue para recuperar la especie parten de la idea de que la genética del uro está oculta entre las distintas razas de ganado bovino europeo, y a través de la cría selectiva se pretende volver a seleccionar al antecesor común de todos ellos. Los resultados de esta iniciativa, que tiene muchos detractores, no son muy convincentes.

Pero quizá uno de los proyectos más ambiciosos, y también conflictivo, es la clonación del tilacino. Este marsupial, también llamado tigre o lobo de Tasmania (Thylacinus cynocephalus), era un espectacular carnívoro. Presentaba muchas similitudes con los cánidos, fruto de la convergencia evolutiva, pero con el dorso rayado, sobre todo en los cuartos traseros, y el pelaje anaranjado. Se extendía por Australia y Nueva Guinea. En estos dos últimos países se estima que desapareció hace unos dos mil años, sometido a la presión de los aborígenes y al dingo —raza salvaje australiana de perro—. La población relicta en Tasmania consiguió sobrevivir hasta los años treinta  del siglo xx. Con la llegada de los colonos europeos, los tilacinos fueron perseguidos como alimañas para proteger a los rebaños de ovejas. El propio Gobierno de Australia premiaba la caza de estos animales. En pocos años, las poblaciones del lobo de Tasmania disminuyeron, hasta su total extinción. 

El último lobo marsupial conocido fue un ejemplar que se exhibía en el zoológico de Hobart, en Tasmania, con el nombre de Benjamin. Gracias a las grabaciones, se pueden observar con mucha cercanía sus movimientos, cómo masticaba la carne con su potente dentadura, o cómo olisqueaba el aire interesado por algún aroma penetrante. Benjamin murió el 7 de septiembre de 1936 debido a la negligencia de sus cuidadores, que olvidaron abrir la portezuela que comunicaba el recinto con el refugio donde dormía. El animal fue sometido a un inusual fenómeno meteorológico de Tasmania, con días muy calurosos y noches muy frías. 

Curiosamente, se introdujo la protección oficial de esta especie por parte del Gobierno australiano el 10 de julio de 1936, cincuenta y seis días antes de que el último ejemplar conocido muriera en cautividad. Desde entonces, el tilacino se ha convertido en una especie de icono de la conservación y en una obsesión para algunos investigadores. Los primeros seguimientos realizados tras de la muerte de Benjamin en la isla parecen demostrar que aún quedaron algunos ejemplares vivos en estado salvaje hasta los años sesenta, gracias al descubrimiento de heces y huellas de estos animales. En posteriores estudios se utilizaron sin éxito cámaras y trampas. Se habló de supuestas visualizaciones, señales, marcas y fotografías, pero ninguna de ellas ha podido ser confirmada. Con el fin de recopilar toda la información conocida de esta especie se publicó en 2009 la base de datos internacional del tilacino, recurso público donde se puede consultar toda la documentación. En los últimos años, el desarrollo de las técnicas bioquímicas y el interés generado por esta especie ha motivado la puesta en marcha varios proyectos para intentar su desextinción.

En 1999, el paleontólogo y profesor de la Universidad de Nueva Gales del Sur,  Mike Archer, en aquel momento director del Museo Australiano de Sydney, dio el primer paso para clonación de esta especie. Archer contaba, entre otras cosas, con un feto completo de lobo marsupial conservado en alcohol perteneciente al Museo, y el proyecto pasaba por la extracción del ADN de este ejemplar para introducirlo en una célula totipotente que se implantaría en una hembra de una especie próxima, como el diablo de Tasmania —Sarcophilus harrisii—. El proyecto no superó la primera fase, ya que no logró extraer en buenas condiciones el ADN. Pero años después se ha continuado trabajando en el asunto. Aunque las propuestas de Mike Archer rozan la obsesión, en la actualidad todo parece indicar que con el tiempo la clonación de un tilacino será una realidad. 

Además del lobo de Tasmania, otras muchas especies podrían ser desextinguidas, como la paloma migradora norteamericana —Ectopistes migratorius— o el fascinante mamut lanudo —Mammuthus primigenius—, del que disponemos tejidos en más o menos buen estado. Un futuro en el que la biodiversidad se nos ofrezca a la carta, donde en un centro de investigación podamos seleccionar el ADN de quien nos apetezca, para volverlo a la vida. Todo un abanico de posibilidades, o quizás no.

Biotecnología y ética

El nuevo horizonte que propicia el desarrollo de la biotecnología no deja de generar controversia. Más allá de las dificultades técnicas —los investigadores saben que tarde o temprano se logrará—, los problemas son, sobre todo, ambientales y éticos. Aunque estos, en el fondo, se entremezclan. La clonación de animales que se extinguieron se justifica desde un punto de vista puramente conservacionista; si es viable la recuperación de esa especie, y si su falta produce consecuencias no deseables en el medio. Desde este enfoque, la idoneidad de un hábitat para esas poblaciones, e incluso la necesidad de esa especie para el buen desarrollo de su ecosistema, podría respaldar su reintroducción en el medio.

Pero  este no es el caso de los ejemplos anteriores. Posiblemente los bucardos ocuparían los Pirineos de nuevo, explotando los recursos de su hábitat, pero no deja de ser dudosa la necesidad de su vuelta. Tampoco parece necesario, ni siquiera adecuado, que paseen manadas de mamuts por Siberia ni por ninguna parte. No. Tan solo tendría sentido la desextinción por el afán de admirar de nuevo estos fantásticos animales. Como en Parque Jurásico, un negocio muy lucrativo daría sentido a la desextinción de estas especies. No creo que estos argumentos  justifiquen la inversión desde la perspectiva conservacionista y medioambiental.

Sobre los aspectos éticos de la resurrección de especies extintas, simplemente la idea de jugar a ser Dios es una expectativa muy inquietante. El mundo de la clonación abre la puerta a la clonación humana, a la posibilidad de replicar pequeños einsteins o pequeños hitlers, o a la clonación del hombre de Neanderthal. Todo, éticamente muy complicado. 

Pero si analizamos especies en un estado crítico de conservación, como el rinoceronte blanco del norte, en el que las causas de su inminente extinción se pueden controlar —limitando la caza furtiva—, y considerando que se pierde con esta especie una pieza importante de sus ecosistemas, la utilización de herramientas biotecnológicas parece razonablemente justificada. La cría ex situ de especies seriamente amenazadas ha sido la técnica de reintroducción del cóndor californiano (Gymnogyps californianus) o el turón de patas negras (Mustela nigripes). En estos ejemplos el recurso a la biotecnología no parece descabellado.

Sin embargo, la reintroducción de especies cuenta con muchos detractores en el mundo científico. La cría en cautividad es un método caro, complejo  y no siempre exitoso —más del 70 por ciento de las reintroducciones no funcionan—, pero este tipo de proyectos es políticamente correcto y una fuente de noticias favorables. Estas medidas deberían reservarse para situaciones en las que, por el estado lamentable de las poblaciones, no quede otra opción para la salvación de la especie. 

Muchos investigadores criticaban la política generalizada de invertir en la reintroducción de especies, en ocasiones poco fundada, como una vía perfecta para la conservación de la biodiversidad, como la caja de Pandora que nos permitirá sobrevivir a la sexta extinción masiva. Muchos de ellos sugieren que posiblemente estén mejor invertidos nuestros recursos en la conservación de lo que aún tenemos, y no tanto en la recuperación de lo que ya hemos perdido.

Sin embargo, debemos aceptar que, en muchos casos, la biotecnología, y la posterior reintroducción, es la única solución que les queda a unas cuantas especies. Como decíamos al principio, la situación es grave, las extinciones crecen y tenemos el deber moral de intentar revertir este fenómeno.

Por supuesto, no se trata de caer en el tremendismo fatalista. Se trata de avistar un problema y de buscar soluciones. La verdad es que, si analizamos detenidamente las evidencias científicas, deberíamos preocuparnos. Pero, como decía un buen amigo mío,  «el desánimo no es una opción» a la hora de enfrentarse a los retos medioambientales. Creo en esta humanidad que ha sido capaz de cosas increíbles a lo largo de su historia, y que ahora se enfrenta a un reto de dimensiones impredecibles del que saldrá victorioso. No hay ninguna duda.