Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Confusión de confusiones: el brexit

Texto: Pedro Schwartz, vicepresidente del think tank Civismo  Fotografía: Gabriel González-Andrío [Com 92]  

La salida de Gran Bretaña de la Unión Europea significa la mayor quiebra en el proyecto europeísta a lo largo de su historia y una grieta en el cada vez más complicado mapa de las relaciones internacionales. Más allá de los avatares de los últimos años y de los cadáveres políticos que han dejado, conviene analizar el marco económico y social que ha llevado a esta situación. Quizá en esas ideas se puedan encontrar claves para afrontar el futuro con algunas lecciones aprendidas.


El título de este texto proviene del libro del comerciante y escritor español Joseph de la Vega Confusión de confusiones. Se publicó en Amberes en 1688 y en él se habla del juego y enredo del negocio de las acciones. El objetivo de estas líneas es aportar algo de luz sobre el enredo del brexit, que a muchos ha sumido en un mar de confusiones. Es lógico, pues desde el referéndum de 2016, en que el 52% de los votantes apoyó abandonar la Unión Europea, han caído dos primeros ministros —David Cameron y Theresa May— y se han producido tres prórrogas en las fechas de la salida hasta que se hizo efectiva el 31 de enero. En general, se ha vivido un periodo tenso e inestable en torno a este asunto dentro y fuera del Reino Unido y, realmente, continuamos sobre arenas movedizas, al menos hasta que el 31 de diciembre de 2020 expire el primer plazo de transición previsto.

Se ponen aquí sobre la mesa cuatro ideas: que ambas partes, los británicos y los europeístas, tienen culpa en este desgraciado divorcio; que, a corto plazo, el sufrimiento de los británicos por su salida de Europa puede ser mucho menor del que se dice; que, dado el carácter crecientemente reglamentista de la Unión, la separación puede resultar a la larga beneficiosa para el Reino Unido; y que se trata de un enfrentamiento fundamentalmente político y, por tanto, de difícil solución.

 

La nueva sociedad del brexit 

 

El 23 de junio de 2016 el Reino Unido votó en referéndum sobre su permanencia en la Unión Europea. Ese mismo verano Gabriel González-Andrío [Com 92] realizó un trabajo fotográfico en Londres, donde triunfaron los partidarios de la permanencia, y en Brighton, ciudad de la costa sur, a 85 kilómetros de la capital, donde ganó el sí a la salida de la UE. 

González-Andrío es un convencido de que las ciudades hablan a través de sus gentes. Con este fotorreportaje propone «una reflexión visual de una sociedad cosmopolita, interreligiosa, en un momento de decisiones históricas para el futuro del país». 

Todas las personas que aparecen en las imágenes son protagonistas inesperadas de un recorrido donde quiso capturar sus dudas, miedos, alegrías, sueños, rutinas, tristezas, cansancio, preocupaciones… Un año más tarde, volvió a esas calles, plazas y parques, en las que retrató una sociedad un poco más hastiada y dividida. 

La mirada de González-Andrío intentó mostrar el contraste vital de dos poblaciones separadas por su diferente visión de futuro: Londres y Brighton, «tan cerca y tan lejos en cuanto a formas de pensar y vivir».

 

 

PUNTO DE PARTIDA: EL LIBRE COMERCIO

Un concepto imprescindible para entender qué entra en juego en el brexit es la libertad de comercio. Para un economista clásico como quien suscribe, lo primero que llama la atención es la general ignorancia sobre sus condiciones y beneficios. Son muchos los que, tras declararse partidarios de un intercambio internacional sin trabas, sostienen que el camino hacia la libertad comercial es la reciprocidad: no deben concederse ventajas al extranjero abriéndole nuestro mercado nacional si no es a cambio de que la otra parte consienta la misma apertura para nuestros bienes y servicios. Pero, al ver el comercio extranjero como un arma de poder estatal, se equivoca la verdadera naturaleza de esos intercambios: no comercian los Estados sino las personas y las empresas, y no lo harían si no esperaran aumentar su propio bienestar y beneficio. No hay duda de que el libre comercio favorece a los consumidores. Prueba de ello es la extraordinaria mejora de la productividad —y por tanto de los ingresos— de los más pobres gracias a la globalización: según las Naciones Unidas la proporción de personas que viven con 2,25 dólares al día cayó del 44% de la población mundial en 1975 al 14% en 2015.

El libre comercio fomenta la productividad tanto por la necesaria reacción ante la competencia foránea como por la oportunidad de utilizar en las cadenas de producción elementos intermedios venidos de fuera. Sufren temporalmente quienes detestan cualquier cambio y mejoran quienes se esfuerzan por adaptarse a las nuevas condiciones. Sin embargo, hoy muchos países desconocen los beneficios del libre mercado y, en compensación por las normativas de otros países, con el objetivo de esquivar el déficit de su balanza de pagos recurren a los aranceles y otras regulaciones mercantiles. En mi opinión, esa es una forma de hacerse daño uno mismo en respuesta a medidas de guerra comercial. La mejor política ante quien nos ataca sería declarar la liberalización unilateral de nuestro comercio.

 

LOS LIBERALES FRENTE AL BREXIT

No cabe engañarse; la corriente liberal ortodoxa aquí descrita es minoritaria incluso entre los partidarios del brexit y no digamos entre quienes desean permanecer en Europa. La ignorancia del modo de funcionar de una economía libre ha explicado estos años el pánico general ante la posibilidad de un divorcio sin acuerdo. No se ha comprendido que gran parte del posible coste de un brexit duro se debe a lo que muchos consideran sobrerregulación de la economía europea. Un ejemplo es el transporte aeronáutico. En Europa —y en EE. UU.— quedan excluidas del transporte de personas y mercancías aquellas compañías aéreas en cuyo accionariado no haya una mayoría del propio país. ¿Tiene esto alguna justificación económica? Ninguna, excepto la innecesaria búsqueda de protección de las aerolíneas nacionales. Un brexit duro puede hacer daño a Iberia si resulta que más de la mitad de su capital está en manos no comunitarias, pero la culpa de este mal no la tiene el brexit sino una regulación abusiva.

 

En 2017 la esperanza de vida en el Reino Unido subió hasta llegar a 81,3 años. Entre las mujeres fue de 83,1 años, mayor que la de los hombres: 79,5 años | Gabriel González-Andrío

 

Un ciudadano inglés pasea camino del trabajo por una calle de Greenwich, un distrito del este de Londres, ubicado en la ribera sur del Támesis | Gabriel González-Andrío

 

Algo semejante puede suceder con los negocios financieros. Si la City concentra tanta actividad en la emisión y cotización de los bonos de los Estados comunitarios y de las acciones de compañías privadas del mundo entero, es por su tamaño y eficacia. Desplazar a la fuerza esa actividad a Fráncfort, París o Madrid supone un coste innecesario para los usuarios de tales servicios. Si los comunitarios se empeñan en castigar a los inversores, será en daño de todos, aunque puede ocurrir que el negocio se quede en Londres si la eficiencia de ese mercado es superior. La culpa de esos sobrecostes no la tiene —de nuevo— el brexit, sino el intervencionismo comunitario.

Los británicos que defienden el brexit pero son demasiado tímidos ante una liberalización unilateral del comercio reclaman la capacidad de suscribir tratados comerciales independientes con otras naciones como una de las ventajas de la separación. Este grupo de brexiteros clama contra el paso cansino de las negociaciones comerciales de la Unión Europea. Recuérdese, por ejemplo, que la Europa que desaprovechó la ocasión brindada por la presidencia relativamente librecambista de Barack Obama ahora se encuentra con el rechazo radical de Donald Trump. Las conversaciones con Mercosur han durado casi veinte años y el acuerdo final está en peligro porque Macron, presionado por sus agricultores y chalecos amarillos, invoca los incendios de la Amazonia, que poca relación guardan con el libre comercio. Además, el llamado mercado único europeo, presentado como una de las ventajas de la UE, corre peligro de no completarse nunca por el rechazo de la competencia extranjera que muchos miembros muestran y por la consiguiente demanda de que se prohíba lo que se llama concurrencia injusta: todo intento de algún miembro de aligerar la regulación laboral o de reducir la carga impositiva establecida por los demás. 

 

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Lo que realmente temen los locales es que la inmigración haga imposible mantener el estado de bienestar, que resulta incompatible con unas fronteras abiertas.

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Es verdad que en un primer momento la salida de la Unión está poniendo en duda la continuidad de algunas industrias británicas, como la del automóvil, o ciertas actividades, como la ganadera ovina y bovina. Será sin duda conveniente ayudar a los sectores afectados para transitar a nuevas formas de producción. Sin embargo, como ha dicho el más destacado defensor de la salida unilateral, el profesor de la Cardiff University Patrick Minford, el Reino Unido ha sabido renunciar en las últimas décadas del siglo pasado a la industria del acero o la minería del carbón con dolor pero ulteriormente con beneficio. De igual manera —y con las debidas compensaciones temporales— el brexit servirá para reenfocar la economía británica hacia actividades más convenientes y modernas. Como han subrayado los teóricos del crecimiento desequilibrado, la modernización de los modelos económicos pasa por dos momentos: la sustitución de la actividad agraria por la industrial y el desplazamiento de la industria por los servicios. A esto habría que añadir que los costes de transición de la salida de la UE serían menores y menos prolongados en la medida en que la economía británica se desregulara. Para los liberales, sean partidarios de la apertura unilateral o se contenten con una basada en nuevos tratados comerciales, el brexit conducirá a una mayor autonomía económica. 

 

INMIGRACIÓN Y MERCADO LABORAL

La inmigración incontrolada y los posibles males sociales y económicos que causa se han convertido en un mito aglutinador del antieuropeísmo británico. De hecho, uno de los primeros planes del Gobierno de Boris Johnson tras las elecciones de diciembre abordó la necesidad de retomar el control de las fronteras y endurecer las condiciones de acceso al país y al mercado laboral; desde enero de 2021 se acabará el libre movimiento de personas que garantizaba la pertenencia a la UE. Además, Downing Street ha elaborado un sistema de puntos que prácticamente veta la llegada de trabajadores no cualificados o con bajo nivel de inglés.

La resistencia frente a la venida de extranjeros al mercado de trabajo es especialmente aguda en las regiones más al norte, que han sufrido con mayor intensidad la reducción de los salarios y los recortes del gasto público que trajo la crisis de 2007 a 2015. Según datos de la ONU, en la actualidad hay nueve millones de inmigrantes en el Reino Unido, un 13% de sus 66 millones de habitantes, y los países con mayor presencia son Polonia, la India y Pakistán.

 

Una joven cantante graba un videoclip en Vauxhall Bridge, uno de los catorce puentes que cruzan el Támesis. Doce de ellos se pueden cruzar en coche o a pie y tres en tren | Gabriel González-Andrío

 

Londres sigue siendo una ciudad inspiradora para los amantes del arte y la moda. Por ejemplo, la London Fashion Week es uno de los encuentros anuales más esperados para conocer las nuevas tendencias | Gabriel González-Anrío

 

Los viajeros que tengan previsto pasear por el puente de Westminster se encontrarán probablemente con gaiteros. Uno de ellos es un gallego profesor de Música que lleva en la capital británica nueve años | Gabriel González-Andrío

 

Curiosamente, incluso los enemigos de esa llegada masiva elogian la capacidad de trabajo del obrero polaco de la construcción, o el empeño del economista francés empleado en la City, o los conocimientos de las enfermeras españolas en el National Health Service. Sin embargo, cuando ven la situación en conjunto, se despiertan su alarma y hostilidad. Con frecuencia no se dice, pero lo que realmente temen los locales es que la inmigración haga imposible mantener el estado de bienestar, que a la postre resulta incompatible con fronteras abiertas de par en par a trabajadores procedentes de países más pobres de la Unión. Esa imposibilidad se hace más clara con la llegada de refugiados políticos e inmigrantes ilegales, que a muchos dan la impresión de ser una marea imparable. A esto se añade la competencia de los extranjeros en el mercado laboral, pues suelen trabajar con más ahínco y por menos sueldo. Así se explica el apoyo al brexit de muchos sindicalistas y laboristas. 

Esos brexiteros buscan crear un país encerrado en sus fronteras, aislado, en el que puedan mantenerse una política social generosa, unas condiciones de trabajo cómodas y una economía más verde y regulada, basado todo ello en altos impuestos igualitarios.

Esta tendencia aislacionista pudo haberse detenido. De hecho, hubo un momento en que el divorcio podría haberse evitado si Bruselas no hubiera dado calabazas a David Cameron cuando hizo un viaje en 2013 por capitales europeas en busca de concesiones para atraer a los rebeldes de su partido tory. Volvió con las manos vacías y pese a ello decidió convocar un referéndum en junio de 2016. Lo perdió. Cierto es que los partidarios de permanecer en Europa alcanzaron el porcentaje considerable de un 48% en el conjunto del Reino Unido; que en Escocia obtuvieron mayoría, ante la posibilidad de perder las subvenciones europeas; y que en Irlanda del Norte también resultaron más numerosos, en gran medida por miedo a ver alzarse otra vez una frontera entre las dos partes de la isla. Sin embargo, el brexit obtuvo una mayoría irrefutable del 52% de los votos y, por desgracia, el desenlace último ha sido la instauración de un Reino Desunido con dos mitades casi irreconciliables.

Frente a los brexiteros, todavía hoy el grito de guerra de los europeístas es «Jobs, jobs, jobs!», ¡Empleos por encima de todo!, sean estos productivos o no. Así, la posible pérdida de puestos de trabajo en Gran Bretaña y otros lugares, que algunos expertos sitúan en cientos de miles, es una de las previsiones económicas más delicadas y disuasorias. Aquí otra vez se culpa a los británicos de los males que pueda causar el brexit para el empleo. El hecho de salir de la UE tiene un coste, principalmente debido a la barrera arancelaria exterior del continente. A mi modo de ver, habría que criticar más bien el proteccionismo europeo y no la salida del Reino Unido, por la reducción del mercado de los agricultores y el cierre de las industrias artificialmente aisladas de la competencia extracomunitaria. Mantenerse dentro de la UE era, por tanto, la solución de la comodidad. En todo caso, creo que las predicciones catastrofistas son exageradas: se basan en la visión mecánica de un Reino Unido sin capacidad de reacción. 

Hasta el momento, la incertidumbre sobre los efectos actuales y futuros del brexit supera los datos y previsiones precisas. Un estudio académico bien fundamentado sobre este asunto es The Impact of Brexit on UK Firms (publicado en septiembre de 2019), en el que seis profesores y economistas señalan un descenso en torno a un 11% en la inversión en empresas británicas y una caída entre un 2% y un 5% en la productividad de esas compañías desde el comienzo del brexit en 2016.

 

Brighton, a una hora de Londres en tren, recibe un promedio de ocho millones de turistas cada año. Es también sede de dos universidades y una escuela de Medicina. Cerca de la orilla del mar se encuentran una gran variedad de restaurantes, clubes, bares y otras atracciones turísticas. | Gabriel González-Andrío

 

Después de Hong Kong y Bangkok, Londres se sitúa como la tercera ciudad más visitada del mundo con más de veinte millones de entradas en 2018 | Gabriel González-Andrío

 

En resumen, desde el punto de vista económico, la cuestión está todavía entre quienes temen el terremoto inmediato de un brexit duro y quienes buscan la prosperidad a largo plazo de un país abierto al mundo. La dificultad de predecir el futuro de una economía como la británica hace que sean los asuntos políticos los que inclinen la balanza de un lado u otro.

 

EL BREXIT COMO POLÍTICA

Inglaterra y luego el Reino Unido se han opuesto tradicionalmente a los intentos de unificación del continente. Numerosos críticos de la UE, con Boris Johnson y Nigel Farage a la cabeza, han mostrado su escepticismo ante un nuevo intento de convertir a Europa en una federación a la americana, o incluso en un Estado unitario. Para ello han invocado las pruebas fallidas, desde el Imperio romano al III Reich pasando por Carlomagno, Carlos V, Felipe II o Napoleón. Según muchos de ellos, Europa ha florecido cuando los Estados que la componían se mantuvieron en continua competencia política, militar, cultural y científica. 

En el contexto actual, el debate público ha devuelto al primer plano una cuestión cíclica: ¿no habría sido más sensato contentarse con crear un mercado único y abierto al mundo, sin buscar la federación de nuestro continente? Las palabras del Tratado de Roma de que «los pueblos de Europa, cada vez más estrechamente unidos, están decididos a forjar un destino común» resultan difíciles de aceptar para muchos británicos. Habría bastado, dicen, con establecer las bases de una Europa mercantil abierta, completada con una alianza militar como la de la OTAN y así mantener un Reino Unido políticamente autónomo y económicamente próspero en un mundo cada vez más competitivo.

 

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La mera posibilidad de que los tribunales y el Parlamento del Reino Unido se vean sometidos a revisión por la curia europea subleva a muchos británicos.

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Otro elemento político de la resistencia a la unificación continental, más localizado pero no menos determinante, es el de la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. El Acuerdo de Viernes Santo de 1998, por el que se daba fin a la cruenta lucha entre el IRA y las fuerzas lealistas, se vio reforzado por la libre circulación de bienes y personas al quedar ambas partes dentro de la Unión Aduanera Europea. El acuerdo de octubre de 2019 mantiene el statu quo, que llegó a convertirse en uno de los puntos más delicados de la negociación entre Londres y Bruselas. Personalmente, creo que es un falso problema, pues desde 1921 los irlandeses y los británicos pueden trabajar con libertad en todo el archipiélago y lo hacen siempre con un número de la Seguridad Social, lo que impide la inmigración ilegal de residentes del resto del mundo. En cuanto a las mercancías, hay procedimientos digitales, basados en blockchain —sistema empleado, por ejemplo, por las criptomonedas—, que permiten la certificación de origen y la realización de trámites aduaneros en los bienes importados en las dos Irlandas.

En contraste con esta postura independentista se alzaron europeístas como Tony Blair y David Cameron, que vieron necesaria la integración del Reino Unido en una entidad política de gran tamaño, capaz de mirar de tú a tú a los grandes bloques como EE. UU., China o Rusia. Pensar que la unión hace la fuerza no convenció suficientemente a los británicos. Además, su carácter escéptico se manifestó en la desconfianza hacia los políticos que aseguraron que la voz británica se escucharía más y mejor en Bruselas sin necesidad de abandonar la Unión.

En el fondo, lo decisivo es la alta estima que tiene el Reino Unido de sus tradicionales instituciones. La mera posibilidad de que sus tribunales y Parlamento se vean sometidos a revisión por la curia europea subleva a muchos británicos.

 

UN AVISPERO

Dado que nos encontramos ante una gran incógnita todavía abierta, las conclusiones de este análisis del divorcio entre el Reino Unido y la UE son inciertas y quizá distintas de las ideas que generalmente se escuchan en el continente y, en particular, en España. 

 

Dos turistas toman un descanso tras visitar el centro de Londres | Gabriel González-Andrío

 

Unas niñas junto a un mimo en Piccadilly Circus, la gran plaza de Londres. Seis calles confluyen bajo sus pantallas | Gabriel González-Andrío

 

Casi el 5% de la población de Inglaterra y Gales es musulmana. En Londres, la cifra asciende hasta el 12,4%. El 7 mayo de 2016, Sadiq Khan se convirtió en el primer alcalde musulmán de la ciudad | Gabriel González-Andrío

 

En mi opinión, cualquier aproximación a este asunto debería tener en cuenta dos reflexiones básicas y de largo plazo. Una es la  necesidad de incluir la teoría económica del comercio internacional en el análisis del brexit y no contentarse con ideas del montón. En efecto, el libre comercio beneficia principalmente a quien lo practica. La situación mejora si la libertad comercial es respetada por todos, pero eso no debe llevarnos a pensar que la mejor defensa contra quienes imponen aranceles a nuestras exportaciones es hacerles lo mismo. Esas dinámicas proteccionistas, impulsadas en los últimos años por países como EE. UU., son manifestaciones más políticas que económicas de lemas algo reduccionistas como el «America First».

En segundo lugar, una lección que deberíamos aprender es que gran parte de los efectos negativos de este divorcio se deben a lo dolorosa que resulta la regulación e intervención en la economía por los burócratas de Bruselas.

Puede hacer frío fuera de una UE escondida tras sus muros. Quizá por ello, la medicina del momento actual del brexit sea amarga para el Reino Unido. Sin embargo, no deberíamos los continentales descontar la posibilidad de progreso en aquellas islas, en cuanto hayan adaptado su estructura económica a un mundo nuevo de producción y servicios basado en las tecnologías digitales. 

Los peligros son muchos, desde la división del Reino Unido en tres o cuatro partes, o un creciente estatismo en la UE, hasta el fomento de hostilidades nacionalistas y un avance económico desmayado en Europa. Esperemos que, por una vez, todo lo malo que puede ocurrir no ocurra.