Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Calderón de la Barca, un maestro en el olvido

Texto Ignacio Arellano [Filg 80 PhD 83] y Carlos Mata [Filg 91 PhD 94], Grupo de Investigación Siglo de Oro (GRISO) de la Universidad de Navarra imágenes Biblioteca Histórica Municipal de Madrid

No es frecuente en la literatura universal un corpus de tal complejidad y riqueza como el de Calderón de la Barca. Sin embargo, don Pedro ha sido víctima de la incomprensión. A dar a conocer el trasfondo de su obra han contribuido desde 1992 los investigadores del GRISO, que acaban de culminar la edición crítica de sus autos sacramentales completos. A través de casi un centenar de volúmenes, el proyecto redescubre una parte irrenunciable de la cultura española. Porque olvidar una de las obras más importantes de la dramaturgia del Siglo de Oro nos perjudica tanto a Calderón como a nosotros.


Desde Menéndez Pelayo —poco afecto al barroco de Pedro Calderón de la Barca— hasta algunos «intelectuales progresistas» de los más recientes, al poeta madrileño se le ha atribuido de manera tópica y leyendo mal sus obras —o sin haberlas leído— una defensa fanática del sistema inquisitorial e imperialista, un talante áspero, un apoyo activo del cruel código del honor llamado por antonomasia calderoniano…, rasgos todos que, tomados de forma absoluta, resultan falsos. Muy al contrario, en una exploración plenamente moderna se perciben en sus obras numerosos elementos de crítica social y política, a la vez que muestra la más alta capacidad cómica de su generación en las comedias de diversión o en los entremeses. Para quien lo haya leído, Calderón se presenta como un poeta polígrafo, capaz de todo el arco dramático, siempre innovador y siempre problemático, actual y universal.

 

¿Una biografía del silencio?

Se ha dicho que la biografía de Calderón (Madrid, 1600-1681) es una biografía del silencio, seguramente por comparación tópica con la accidentada vida personal de Lope de Vega o la más aventurera de Cervantes, con su cautiverio y sus fugas de Argel. El supuesto silencio contribuyó a esbozar la imagen falsa de un Calderón insociable, que ha alejado a muchos posibles lectores y espectadores de una de las obras mayores del teatro universal: pecado mortal de malos estudiosos y de aceptadores de tópicos que con mucho trabajo se van desmontando, esfuerzo al que, entre otros investigadores, ha dedicado su tarea el Grupo de Investigación Siglo de Oro (GRISO), puesto en marcha en la Universidad de Navarra en 1990.

Pedro Calderón de la Barca pertenece a una familia de ascendencia montañesa, lo que significa, en el marco social de la España de la época, y en palabras del mismo poeta, una «mediana sangre», calidad de hidalgo de estirpe limpia, aunque no de alta nobleza. Su padre, don Diego Calderón, desempeña el puesto de secretario del Consejo y Contaduría de Hacienda. Su madre, doña Ana María de Henao, pertenece también al mundo de la burocracia cortesana. Pedro, uno de los seis hijos de la familia, viene al mundo el 17 de enero de 1600. Estudia en el Colegio Imperial de los jesuitas, y luego en la Universidad de Alcalá de Henares, centros de prestigio y de rigor intelectual que proporcionan a Calderón una amplia cultura, que se advierte en su obra, sobre todo en géneros como los autos sacramentales, muy propicios a la exploración moral, filosófica y religiosa.

El padre (viudo desde 1610) casa en segundas nupcias con Juana Freyle en mayo de 1614. El nuevo matrimonio es breve: en noviembre de 1615 muere don Diego dejando un testamento que provoca litigios entre hijos y viuda. Los hermanos Calderón pasan estrecheces económicas. En 1621 aseguran en una declaración notarial encontrarse «enfermos y desnudos», con gran necesidad de curarse y vestirse. En 1623 venden el cargo paterno de secretario del Consejo de Hacienda, por 15 500 ducados, cantidad importante que solventa los problemas económicos de la familia.

Pedro Calderón va participando en justas y certámenes literarios, como los celebrados con motivo de la beatificación y canonización de san Isidro Labrador, y se da a conocer como poeta. En 1623 prueba el género dramático y estrena su primera obra, Amor, honor y poder, representada en Palacio. A partir de este momento la producción teatral de don Pedro aumenta continuamente con espléndidas comedias: de 1629 son La dama duende y Casa con dos puertas mala es de guardar. En la década de los treinta, Calderón ya es el poeta favorito de la Corte. En esos años se estaba construyendo el nuevo palacio del Buen Retiro, que sería escenario de sucesivos estrenos calderonianos, y a esa época pertenecen piezas comerciales tan importantes como La vida es sueño, El médico de su honra o El alcalde de Zalamea.

Participa en diversas campañas militares de la guerra de Cataluña —en la que muere su hermano José— hasta su retiro del ejército en 1642. En este momento, sin que podamos precisar con exactitud la fecha, le nace un hijo natural, Pedro José, que debió de morir en la infancia. Calderón se ordena sacerdote en 1651 y desde entonces limita su producción teatral a las fiestas de Corte y a los autos sacramentales. Lo nombran capellán de los Reyes Nuevos de la catedral de Toledo, cargo del que toma posesión en 1653. 

Con el nombramiento de capellán de honor del rey (en febrero de 1663) se traslada de nuevo a Madrid. La muerte de Felipe IV en 1665 trae otro periodo de luto y un nuevo cierre de los teatros. El Consejo de Castilla no favorece las representaciones palaciegas, que seguirán interrumpidas hasta 1670, cuando Calderón estrena Fieras afemina amor en el Coliseo del Buen Retiro. Su última comedia, Hado y divisa de Leonido y Marfisa, la estrena en el carnaval de 1680. Estaba trabajando en el segundo auto del Corpus del año siguiente (La divina Filotea) cuando le sobrevino la muerte el 25 de mayo de 1681.

 

El calderón trágico. El honor, el poder y la libertad

Una de las paradojas curiosas que han afectado a Calderón tiene que ver con la tragedia. Por una parte, ha sido tomado a menudo como escritor rígido, cruel y trágico pero, por otro lado, se ha negado que en el teatro del Siglo de Oro español haya tragedias, lo que dejaría a Calderón en un terreno inexistente. Se argumenta que no es posible la tragedia en un universo —como la España del Siglo de Oro— que cree en un Dios ordenador y justo y un más allá en que todo desorden se subsana, pero tal argumento se basa en una postura arbitraria que solo considera trágico el desamparo del hombre en un cosmos sin sentido. 

El cristianismo es una visión antitrágica del mundo, pues ofrece al hombre la seguridad del reposo final en Dios, pero la acción teatral puede contemplar la destrucción de un héroe trágico en términos que provoquen la compasión y el temor del oyente, como ya pedía Aristóteles.

Nadie podrá negar la cualidad trágica a piezas tan admirables como El mayor monstruo del mundo, cuyo protagonista, Herodes, ordena matar a su mujer en el caso de que él muera, porque no soporta la idea de que ella pertenezca a otro, ejemplo de una conducta egoísta, obsesionada por la propia pasión y que, por medio de un esquema que mezcla el destino y la responsabilidad, desemboca en un comprensible desenlace trágico, provocando hoy como ayer la emoción en el espectador. O El médico de su honra, una de las obras peor entendidas en la historia del teatro universal. Pocos estudiosos han conseguido comprender de qué trata exactamente este drama de honor, perjudicado por la visión rutinaria de un marido violento y asesino que protagoniza lo que hoy se denominaría un «crimen de género», lectura falsa que ignora la tragedia del protagonista don Gutierre, escindido entre el amor por su esposa y la obligación de la honra, obligación impuesta por el sistema social, y de la que los mismos ejecutores protestan, como Juan Roca en El pintor de su deshonra:

«¡Mal haya el primero, amén,

que hizo ley tan rigurosa!

¿El honor que nace mío,

esclavo de otro? Eso no.» 

El honor resulta así metáfora de cierta opresión ideológica y social, un tipo de condicionamiento que existe hoy con tanta fuerza como en el siglo xvii, perfectamente comprensible para cualquier lector actual que no se instale en el prejuicio.

Constante universal y actual es también otro de los grandes temas calderonianos, el de la lucha generacional. Las figuras paternas muestran a menudo en Calderón una incapacidad para afrontar el riesgo de la vida, para aceptar la contingencia esencial del ser humano: carecen de valor para enfrentarse con sinceridad a los embates de múltiples violencias. Piezas que responden a este tema básico son La devoción de la cruz, Los cabellos de Absalón o La vida es sueño. En esta última, quizá la comedia más famosa de Calderón, todo el discurso del rey Basilio justificando haber encarcelado a Segismundo culmina en la verdadera razón: el miedo a ser destronado y vencido por su hijo:

« […] yo rendido

a sus pies me había de ver,

¡con qué congoja lo digo!,

siendo alfombra de sus plantas

las canas del rostro mío […]»

También resulta nuclear otra de las grandes claves de Calderón: la libertad —y por tanto la responsabilidad— del hombre frente a su conducta. El destino en el que cree Basilio nunca puede doblegar la libertad del individuo: la voluntad de Segismundo obedece finalmente a su libre albedrío, y no está determinada por los astros. La dramaturgia de Calderón —como la obra de Cervantes— es, en esencia, la dramaturgia de la libertad.

Sin ninguna complacencia con el poder, cuando este da lugar a abusos injustos, Calderón explora los territorios de la opresión política y social, la rebelión y la libertad, el enfrentamiento étnico y religioso, la intolerancia, etcétera. De nuevo un complejo de temas de vigencia universal y bien actuales: basta ver El Tuzaní de la Alpujarra, El alcalde de Zalamea o La cisma de Ingalaterra.

 

El Calderón cómico. Hombre ingenioso y de buen humor

Lejos de ser un aburrido malhumorado, Calderón tenía fama de hombre chistoso y de gran ingenio. El portugués Pedro Jose Suppico, en sus Apotegmas políticos y morales (1720), documenta la actuación de Calderón —y otros poetas— en una comedia burlesca improvisada titulada La creación del mundo, en la que Calderón representaba a Adán y Vélez de Guevara al Padre Eterno, al cual Adán había robado unas peras, robo que disculpaba Calderón con tal lujo de palabras que acabó cansando al Padre Eterno, quien arrojó al suelo la bola del mundo que era su emblema, diciendo:

«Por Cristo crucificado

que, como soy pecador,

me pesa de haber criado

un Adán tan hablador. »

La anécdota evidencia que Calderón y Vélez eran considerados los poetas más chistosos e ingeniosos de la Corte, los más aptos para estos juegos de diversión jocosa. 

La extraordinaria destreza cómica de Calderón se desarrolla en las comedias de capa y espada (La dama duende, No hay burlas con el amor, El agua mansa… y decenas más), mundos primaverales en los que triunfan la juventud y el ingenio, el honor se rinde al humor y a la risa, y el amor domina en un vertiginoso sucederse de peripecias. El extremo de lo jocoso en el teatro del Siglo de Oro lo representa el género de la comedia burlesca, también llamada de disparates, de chanza o de chistes, piezas de humorismo absurdo y carnavalesco. A Calderón se debe precisamente la mejor comedia burlesca del Siglo de Oro, Céfalo y Pocris, burla de una historia narrada por Ovidio en las Metamorfosis, sometida al registro ridículo y a la serie de disparates, con todo tipo de juegos y chistes, desde la parodia inicial en que un personaje es despeñado por un borrico desbocado. También merece la pena recordar en este terreno sus entremeses (Las carnestolendas, El desafío de Juan Rana…), piezas breves muy elaboradas en sus medios cómicos.

 

Calderón y la mujer

Hay cierta inclinación entre los estudiosos a percibir aspectos feministas en la obra de Lope o de Tirso, mientras que de Calderón se ha llegado a escribir que «no suele tener buena mano a la hora de poner en escena a mujeres jóvenes» (Hugo Friedrich); o, como fantaseaba Menéndez Pelayo: «Las damas de Calderón tienen siempre algo de hombrunas. No hay jamás en Calderón esa sutilísima comprensión de la naturaleza femenil». Son otros tópicos que nada significan, porque en la obra de Calderón hay toda clase de mujeres, según el género dramático y las tramas que definen los papeles femeninos —y los masculinos—, cuya coherencia dramática exige a menudo acciones y desenlaces que pueden considerar intolerables las sensibilidades modernas que desplacen de manera anacrónica las circunstancias de un texto. No es lo mismo la heroína cómica de La dama duende que la pervertida Ana Bolena de La cisma de Ingalaterra o la ejemplar Cenobia de La gran Cenobia. Que Calderón presente un ejemplo de soberbia y tiranía como Semíramis en La hija del aire —que poco se diferencia de los tiranos masculinos—, caracterizada por su pasión de mandar, no significa en el poeta ni una postura antifeminista ni feminista de reivindicación del poder femenino. 

Cada drama tiene su lógica interna. Cientos de mujeres actúan en las comedias de Calderón: el lector o espectador podrá hallar en estas obras la compasión por la víctima y la justicia contra el agresor (El alcalde de Zalamea, El Tuzaní de la Alpujarra), la inteligencia y el ingenio (La dama duende), la pedantería cultilatiniparla (No hay burlas con el amor), la malvada ambición (La cisma de Ingalaterra), el modelo de buena reina (La gran Cenobia) y otros muchos matices y condiciones.

 

La religión y el teatro. los autos sacramentales 

 La dimensión religiosa aparece en numerosas obras de Calderón, pero no siempre en el mismo nivel. Más intensa en comedias como La devoción de la cruz, adquiere matiz hagiográfico en El mágico prodigioso, pero es en los autos sacramentales donde constituye un elemento fundamental. El auto sacramental sirve a la exaltación de la Eucaristía. El papa Urbano IV establece en 1264 la celebración de la fiesta del Corpus Christi, que se extiende por todo el orbe católico y recibe nuevo impulso en el Concilio de Trento [desde 1545 a 1563, de forma intermitente], al ver en ella una respuesta a ciertas actitudes protestantes sobre el sacramento. Este género despliega enorme riqueza de pensamiento, poesía y escenificación. Es un teatro intensamente religioso, pero no hay que olvidar que primordialmente es teatro.

La nómina de los autos calderonianos alcanza cerca de ochenta títulos, que constituyen uno de los conjuntos artísticos de mayor importancia literaria y cultural del Siglo de Oro. Calderón aplica en este género sus más altas posibilidades de investigación dramatúrgica y ética al dramatizar un proceso de caída y redención en que el hombre, situado entre las asechanzas del demonio y la gracia de Dios, es el protagonista de su propia historia, libre —y por tanto responsable— para desarrollar su proyecto vital. Trazan, así, los autos una ambiciosa perspectiva en la que todo cabe (el hombre interior y social, la naturaleza y la historia, Dios y el demonio, el bien y el mal, la tentación y la gracia…), expresada en un poderoso teatro nutrido de cuestiones humanas esenciales.

La tarea de edición crítica y anotada de los autos completos de Calderón de la Barca ha sido, precisamente, uno de los objetivos del GRISO, que ha invertido algo más de veinticinco años (1992-2018) en publicar un centenar de volúmenes en colaboración con la prestigiosa editorial hispano-alemana Edition Reichenberger.

 

Los grandes espectáculos de palacio. Óperas y zarzuelas

A partir de su ordenación sacerdotal en 1651, Calderón se dedica solo a escribir fiestas para Palacio —además de los autos sacramentales—. Esta etapa encarna el modelo más propiamente barroco del teatro aurisecular, en su fusión de sistemas de signos espectaculares (música, poesía, puesta en escena, pintura...). Son piezas de fantasía, fábulas y fiestas musicales como El jardín de Falerina, El castillo de Lindabridis, El golfo de las sirenas…, con fastuosa escenografía, autómatas, iluminación y música, grandes espectáculos que solo hallan cabida en el Coliseo de Palacio. El desarrollo de este tipo de comedias va asociado a la construcción del Buen Retiro, con su teatro, y a las maravillosas puestas en escena de ingenieros italianos como Cosme Lotti, llamado en Madrid «el hechicero» por la habilidad de sus efectos, como la imitación de las tormentas marinas o erupciones volcánicas en el escenario.

Goethe lamentaba que Shakespeare (1564-1616) no hubiera conocido a Calderón; pensaba que el autor de Hamlet podría haber aprendido del español. Los románticos alemanes lo exaltaron a las más altas cimas del teatro universal. Beckett, Camus, Falla o García Lorca, entre otros, lo admiraron. En su misma patria, sin embargo, la recepción de su obra ha sufrido extrañas incomprensiones. La valoración moderna de Calderón ha sido, en parte, la historia de un falseamiento de la persona y la obra del poeta, gravado por muchos estereotipos. Hay que insistir, en cambio, en la imagen mucho más justa de un Calderón que es, desde su espacio histórico propio, un dramaturgo universal, consciente de los valores y las crisis de su tiempo, que refleja en un teatro de múltiples mundos capaces de incitar a la reflexión, al goce estético y a la emoción del espectador de nuestros días.