Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

La catedral del toreo

Texto José Manuel Navia y Redacción NT / Fotografía José Manuel Navia

En esa ciudad de la que Eliza Doolittle aseguraba que «la lluvia es una pura maravilla» se alza un edificio en lo que las gentes llamaban Monte del Baratillo. Arrullada por el río Guadalquivir, la Real Maestranza de Sevilla vio debutar a José Tomás un Domingo de Resurrección —el de 1999—, así como miles de pañuelos blancos agitándose en el aire sevillano. Gracias al objetivo del fotógrafo José Manuel Navia, nos acercamos a una tarde cualquiera de temporada. 


Desde que recibí el gozoso encargo de acudir durante dos temporadas a fotografiar en la Maestranza —con una libertad y buena disposición por parte de esta Real Casa dignas de encomio—, para así ir confeccionando el libro Luz y sombra, tuve claro a quiénes tenía obligación de dedicar este trabajo: a mi padre, como gran aficionado a la fiesta de los toros, y a mi madre, como sevillana de la Puerta Osario. A ambos, in memoriam, dándose el caso de que mi madre, nonagenaria y recién fallecida, no ha llegado por poco a verlo. Pero curiosamente Manuel, mi padre, el aficionado a los toros —y al flamenco—, era gallego, y Dolores, mi madre, la sevillana a la que ochenta años fuera de su ciudad natal no lograron arrebatarle el acento, era bien sosa para estos asuntos de muleta y cante, a decir de su propio marido (y de lo que su hijo, un servidor, puede dar fe). Pero como también le gustaba decir a mi padre respecto de orígenes tan dispares: «Al fin y al cabo, doblando el mapa, todos juntos».

No quiero aburrir al lector con mis palabras. Solo decirle que, a lo largo de todo este tiempo, el recuerdo de mi padre, ese chaval que en la dura posguerra se hizo camarero de la plaza de Las Ventas para poder ver gratis los toros, ha ido cobrando una rara intensidad. En algunas de las personas que ejercen en la Maestranza los oficios más humildes me ha parecido verle a él, con su afición inquebrantable y a la vez ese escepticismo propio de los entendidos, que saben que lo bueno de verdad escasea, que el frasco de las esencias se despacha con cuentagotas. Y el recuerdo de sus palabras me ha ayudado a ir manejándome por un mundo en el que nada es lo que parece. Un mundo en el que, a fin de cuentas, unos seres humanos se juegan la vida mientras otros asisten a esa liturgia a la que yo difícilmente puedo —o quiero— llamar espectáculo, aunque también lo sea. 

Buscar esa verdad que hay en los toros, innegable para cualquiera, independientemente de sus opiniones, y que yo acaso empecé a intuir al lado de mi padre, es lo que humildemente he intentado con este trabajo. Camilo José Cela, en El Gallego y su cuadrilla, libro en parte inspirado en sus andanzas de torerillo en sus años mozos —escasas y poco heroicas, por lo que parece—, escribió acerca de «quienes trabajamos en la cuerda floja, sin red y a la vista del respetable. Hablo de los trapecistas del circo, los toreros, los cómicos y los escritores». Tal vez podríamos añadir aquí a los fotógrafos, al menos tal y como yo entiendo este oficio, y como siempre intento, con más o menos fortuna, ejercerlo.

Quede, pues, el lector con las imágenes, y con algunas palabras de brillantes escritores que, también sin red y a pecho descubierto, se acercaron a este mundo. Textos de distintas épocas que, como ocurre siempre con la buena literatura, parecen escritos para nosotros. Estos, junto con el recuerdo ágrafo pero vívido de mi padre y la dote sanguínea de mi madre, me ayudaron a ir tejiendo mis días sevillanos.