Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Con una nueva vida en las alforjas

Texto e ilustración: Concha Martínez Pasamar [Filg 90 PhD 95 His 04], autora del libro «Bibliotecarias a caballo». Imágenes cedidas por la editorial A Fin de Cuentos. Colaboradora: Ana Eva Fraile [Com 99]  

En los años más oscuros de la historia de Estados Unidos, los que siguieron a la Gran Depresión, la esperanza brotó entre las páginas de los libros. Sus portadoras fueron un pequeño ejército de amazonas que recorrieron los salvajes valles del este de Kentucky con una preciada carga: el aliento de la palabra. La historia de Nan, Grace, Mary Ruth… resulta inspiradora en un tiempo en que asistimos a la desaparición acelerada de los modos de vida de las comunidades rurales, pero que nos provee también de medios antes inimaginables para la preservación de este legado.


 

El verano de 1933, la periodista Lorena Hickok emprendió un viaje en automóvil para retratar a los náufragos del sueño americano. El hundimiento de la Bolsa de Nueva York en 1929 había arrastrado a millones de personas que lo habían perdido todo y encaraban —sin ahorros, sin trabajo y sin hogar— una áspera década de recesión económica. Los efectos de aquel octubre negro resultaron especialmente dramáticos en algunas regiones rurales de Estados Unidos donde las condiciones de vida nunca habían llegado a parecerse ni remotamente a las de las grandes ciudades de los rascacielos que por entonces asombraban al mundo.

 

A Hickok la había contratado Harry Hopkins, mano derecha del presidente Roosevelt, como «investigadora confidencial» de la Administración Federal de Ayuda de Emergencia, que él dirigía. «Quiero que recorras el país y lo observes —le encargó—. No me interesan las estadísticas. Solo tu propia reacción, como una ciudadana más. Dime lo que veas y oigas. Todo. Nunca te andes con rodeos».

 

Durante casi dos años, la reportera, que había renunciado a una exitosa etapa en la agencia Associated Press, se adentró en la América de la Gran Depresión. Sus crónicas documentaron la hambruna y la miseria, la escasez de alimentos, ropa y calzado, la precariedad de las viviendas, los estragos causados por la tuberculosis, la pelagra o la disentería. «Falta todo lo esencial», concluyó. En realidad, Hickok descubrió que la situación tenía raíces más profundas: la crisis simplemente había empeorado las cosas para alrededor de cuarenta millones de estadounidenses que antes de 1929 ya vivían en la pobreza.

 

Al este de Kentucky, en la comarca montañosa de los Apalaches, el paro alcanzaba al 40 por ciento de la población. Los cierres en la industria habían cercenado de manera drástica la actividad minera a la que la mayoría se dedicaba. En una geografía agreste que dificultaba los cultivos, la mera supervivencia se convirtió en el principal afán

 

En estos condados, el 62 por ciento de habitantes dependía de algún tipo de ayuda —federal o estatal— para subsistir. Pero a partir del 12 de agosto de 1933, los ciudadanos encontraron cerradas las oficinas de socorro. Debido a la falta de fondos, el Gobierno de Kentucky se vio obligado a suspender el apoyo a las familias necesitadas. Hickock contempló la escena con impotencia y describió el silencio devastador en que la gente regresaba a sus casas después de haber perdido la única fuente de sus exiguos recursos.

 

 

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Un libro podía abrir ventanas al mundo y a la imaginación, no solo para escapar de la dureza de la realidad sino para descubrir maneras de afrontarla

 

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De aquella «vieja pobreza» que amenazaba con cronificarse dieron cuenta también las terribles instantáneas recogidas por las cámaras de Dorothea Lange o Walker Evans, entre otros. Su testimonio gráfico, que forma parte del imaginario occidental, se entrelazó con más de setenta de los rotundos informes que Hickok envió a Hopkins en el libro Un tercio de una nación, editado por la Universidad de Illinois a principios de los años ochenta. La propia Eleanor Roosevelt pensaba que los escritos de su amiga se considerarían como «la mejor historia de la Depresión». De hecho, influyeron de modo decisivo en la estrategia sin precedentes que se desplegó en el país.

 

Para aliviar el sufrimiento de los estadounidenses, el Gobierno de Roosevelt diseñó un conjunto de medidas económicas que recibió el nombre de New Deal. Entre ellas, se creó en 1935 la Works Progress Administration (WPA), una agencia que debía procurar un salario a los desempleados. Gran parte de los numerosos programas que se pusieron en marcha se ofrecían a los varones, sobre todo de las áreas menos industrializadas, y, además, exigían desplazamiento. La ausencia forzosa del cabeza de familia para participar, por ejemplo, en la construcción de obras públicas —carreteras o túneles— agravó la desesperación en algunos hogares. 

 

 

 

 

Ilustración: Concha Martínez Pasamar

 

 

 

A duras penas las mujeres asumían la manutención de los hijos y los ancianos que quedaban a su cargo; sin dinero, ni forma de ganarlo, poco podían hacer. Por esta razón, la WPA promovió otro plan complementario con trabajos remunerados socialmente apropiados para ellas entonces. Algunos comportaban destrezas que se tenían por femeninas, como la costura o la cocina. Otros se relacionaban con ámbitos laborales en los que su presencia comenzaba a ser habitual, como hospitales, escuelas o bibliotecas. Sin embargo, en muchas zonas, también en los parajes del este de Kentucky, no abundaban esos destinos. En aquel rincón del país, la vida recordaba a la de siglos anteriores. 

 

Desperdigadas por los valles se encontraban sencillas cabañas de troncos con un porche. El calor o el frío se colaban entre las rendijas de los tablones, haciendo de la casa un tosco refugio. Aunque las grietas se remendaban con arcilla, los materiales terminaban por deteriorarse, y los muros debían cubrirse con periódicos o viejos almanaques. Sin electricidad ni agua corriente, aquellas cuatro paredes carecían de cuarto de baño y acogían un parvo mobiliario: las camas, donde dormían varias personas, compartían espacio con algunos asientos y la mesa. Algunas veces, colchas de retales separaban la zona de descanso del área de convivencia, en torno al hogar o a una estufa.

 

Los pocos bienes que conectaban distintas generaciones se valoraban como tesoros: una alfombra anudada a mano, un viejo instrumento, una fotografía, un cuchillo heredado… Estas humildes pertenencias contrastaban con un rico patrimonio inmaterial de canciones, baladas y relatos. Tal vez un libro pudiera abrir nuevas y más amplias ventanas al mundo y a la imaginación, no solo para escapar de la dureza de la realidad sino para descubrir maneras de afrontarla. Era el momento de hacerlos llegar hasta aquellos recónditos lugares. 

 

 

 

500 MILLAS, 28 DÓLARES 

 

En un tiempo de carestía de letras, de pan y hasta de caminos, fue un grupo de amazonas quienes, en solitario y por senderos serpenteantes, llenos de barro en primavera y de nieve en invierno, se encargaron de llevar los libros allá donde fuera necesario. La WPA calculó que el proyecto de bibliotecas móviles tendría una doble vertiente positiva: además de sustentar a las familias de quienes se ocuparan de distribuir las lecturas, contribuiría a paliar las altas tasas de analfabetismo y el aislamiento

 

Las bibliotecarias montadas —pack horse librarianscomenzaron su labor en la región del este de Kentucky, donde más del 60 por ciento de la población era iletrada. El condado de Leslie fue el primero en organizar este servicio, en 1934. Lo impulsó Elizabeth Fullerton gracias a un pastor presbiteriano que cedió su biblioteca. Ella se inspiró en otra iniciativa previa, también femenina y en Kentucky: entre 1913 y 1914, May F. Stafford había puesto en marcha la circulación de una biblioteca en carreta. La iniciativa de Fullerton pasó un año después a manos de la WPA, gestionada desde el gobierno federal por Ellen Woodward, y enseguida se extendió a los condados vecinos de Harlan, Clay, Whitley, Jackson, Owsley y Lee. 

 

 

 

 

Ilustración: Concha Martínez Pasamar

 

 

 

Para formar parte de esta red de bibliotecarias, el requisito básico era saber leer y escribir. Además, moverse a través de un territorio poco hospitalario, donde las sendas discurrían por los lechos de los arroyos o sobre las rutas trazadas previamente por los animales, exigía disponer de un caballo o una mula. Con su salario mensual de 28 dólares, las bibliotecarias debían cubrir la manutención o el alquiler de la montura y los enseres de su equipo. Necesitaban ropa cómoda y apropiada y alforjas donde transportar los libros. Cuando no podían adquirir una de cuero, ellas mismas las confeccionaban con una vieja funda de almohada. 

 

Varias veces por semana, las «señoras de los libros», como pronto las bautizaron, iniciaban su jornada al despuntar el alba y no regresaban hasta haber completado su ruta. Tras asegurar el cuidado de sus familiares, emprendían el trayecto con las alforjas repletas de libros. Recorrían la región a lo largo de todo el año en condiciones realmente adversas: senderos apenas hollados, torrentes crecidos en primavera, hielos, ventiscas, con coyotes, osos o pumas al acecho.

 

Cabalgaban en soledad dieciocho millas diarias —unos treinta kilómetros—, aunque con cierta frecuencia debían continuar a pie sujetando las bridas en alguna pendiente complicada. Los propios topónimos —Hell for Certain, Stinky Hollow, Cut Shin Creek, Troublesome Creek…— hablan de lo inhóspito del terreno. Después de varias horas, la bibliotecaria avistaba las volutas de humo sobre el tejado de una cabaña remota. En ocasiones, los lugareños salían a su encuentro y esperaban, el día convenido, en un cruce de caminos o bajo un árbol concreto. Este gesto fortalecía el compromiso de las bibliotecarias, que no faltaban a su cita si no era imprescindible.

 

 

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Muchos se aficionaron a la lectura hasta tal punto que algunas familias se quejaban del tiempo que absorbía a sus hijos o de las velas que gastaban

 

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Estas mujeres aún debían hacer frente a otras adversidades menos tangibles: la superstición y un tradicionalismo atávico causaban recelo frente a las novedades que podían aportar los libros o revistas. Por eso resultaba crucial que las bibliotecarias formaran parte de la comunidad de los receptores, que conocieran sus costumbres y sus creencias, que supieran romper los temores apoyándose, por ejemplo, en lecturas religiosas que tranquilizasen las conciencias y abrieran el camino a la ciencia o la literatura. 

 

Los libros de aventuras estaban entre los más demandados. Para soñar, muchas personas se embarcaban en una balsa por el Mississippi con Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Los Robinsones suizos o Robinson Crusoe proporcionaban modelos de superación. Lecturas para todos los públicos, como Los viajes de Gulliver, Oliver Twist, y más recientes, como Heidi, Peter Pan o Wendy, traían vivencias de otros escenarios y otros tiempos. 

 

 

 

 

Ilustración: Concha Martínez Pasamar

 

 

 

Cuesta comprender qué significaba la llegada de un libro en un entorno extremadamente aislado, pero lo cierto es que, sin otros medios de comunicación y sin la posibilidad de salir de aquellas montañas, publicaciones periódicas como Western Story Magazine o National Geographic permitían el viaje imaginario a otros rincones de los inmensos Estados Unidos y mucho más allá

 

La letra impresa desempeñó, asimismo, un papel extraordinario en la divulgación de los saberes prácticos. Para hacer frente a la vida diaria, fueron útiles los textos sobre educación, higiene, salud, hogar, caza, pesca, cultivos o maquinaria. The Housekeeper, Collier’s, Better Homes and Gardens o Popular Mechanics figuraban entre las revistas más populares. Sus páginas, si además contenían fotografías o ilustraciones, eran muy apreciadas por los adultos analfabetos, que siempre podían leer las imágenes. 

 

En las pequeñas escuelas rurales, la visita de las book women también suponía un acontecimiento. Allí la bibliotecaria aprovechaba para descansar un rato junto a la vieja estufa, mientras leía algún pasaje de los libros que portaba. A medida que las mentes viajaban mecidas por las palabras del relato, veía cómo se iluminaban los rostros de los niños. Muchos se aficionaron a la lectura hasta tal punto que algunas familias llegaban a quejarse del tiempo que absorbía a sus hijos o de las velas y el aceite que gastaban en esta actividad.

 

 

 

FICHEROS EN CAJAS DE QUESO

 

De las alforjas a las manos, no siempre cuidadosas, y de vuelta al vaivén de las monturas, los libros se deterioraban con rapidez. Una vez por semana, las bibliotecarias solían reunirse en la sede central para reparar las publicaciones estropeadas. Cuando las revistas, los libros y los folletos quedaban inservibles, supieron hacer de la dificultad virtud e idearon una manera de seguir surtiendo de lecturas a las familias. A los recortes de textos e imágenes en buen estado que recuperaban, incorporaban materiales de otras procedencias. Ellas se ocupaban de todo el proceso de creación del scrapbook; armadas con tijeras y pegamento componían los contenidos, y después cosían las páginas o añadían las cubiertas.

 

En los cuadernos de recortes no faltaban los asuntos contemporáneos, como los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Alemania —el auge del nazismo— o España —la Guerra Civil—, los nuevos medios de transporte o las noticias sobre actores de Hollywood. Sin embargo, al elaborar estas obras se centraban en atender los intereses más inmediatos de los lectores. La tarea de compilación se enriqueció con su creatividad, ya que, convertidas en editoras, las bibliotecarias confeccionaron misceláneas o monografías con información que ellos mismos les proporcionaban. En sus páginas podían reunirse patrones de costura, recetas, baladas, leyendas locales, consejos para el huerto o remedios caseros. 

 

 

Ilustración: Concha Martínez Pasamar

 

Continuadores de la tradición del scrapbooking, tan popular desde la época victoriana, estos álbumes a medida gozaban de un estatus similar al de las obras impresas. Aunque un recuento de 1940 revela que circulaban entonces más de 2500, desafortunadamente, son pocos los ejemplares que han llegado hasta nuestros días, pues su elaboración manual hacía percibirlos como piezas efímeras. Se han preservado, entre otros, aquellos con los que la WPA obsequió a Eleanor Roosevelt y a diversas instituciones durante congresos nacionales en los que las Park Horse Libraries de Kentucky brillaron entre el resto de proyectos de la agencia. 

 

La «biblioteca central» se ubicaba en la población más importante de cada condado, a modo de cuartel general. En realidad, esa sede podía estar en la oficina de correos, el centro cívico  —si lo había—, la escuela, una cabaña minera en desuso, un almacén o incluso un pequeño espacio en una casa particular. Y su funcionamiento tampoco se correspondía con el de una biblioteca tal y como la entendemos hoy: pocos estantes, cajas de queso como ficheros.... 

 

Como el presupuesto gubernamental alcanzaba únicamente para el salario de la supervisora y las book women, los primeros libros y revistas fueron de segunda mano. Se recibieron a través de las Asociaciones de Padres de Kentucky. Mientras comenzaban a llegar donaciones desde otros puntos del país, se organizaron colectas para adquirir más volúmenes. Poco a poco, la fama del proyecto atrajo nuevos fondos con que sustentar el camino de los libros hasta sus remotos destinatarios. Aun así, ante el déficit de publicaciones, las obras debían rotar por los centros vecinos. Entre las lecturas que circularon cobran especial valor esos álbumes de recortes. La labor de estas mujeres reforzó el sentimiento de comunidad y conformó un canon literario en la región: por un lado, la itinerancia de los materiales de un condado a otro hizo que los habitantes del este de Kentucky se nutrieran de un mismo saber; por otro, los scrapbooks contribuyeron al florecimiento y la pervivencia de la identidad autóctona. Hay cultura sin escritura, pero esta salvaguarda el registro y la preservación del acervo común.

 

 

 

ESPERANDO A LA BOOK WOMAN

 

En algo menos de una década, las bibliotecarias de Kentucky cumplieron con creces el objetivo que el Gobierno les había encargado. El plan fomentó el interés por el aprendizaje de la lectura y la escritura como vía de enriquecimiento personal y social. La alfabetización pasó a valorarse como un camino a una vida mejor.

 

El programa, que se desarrolló hasta 1943, cuando la guerra requirió de nuevas ocupaciones para la población, arrojó cifras llamativas a pesar de los pocos medios de los que disponía: más de mil bibliotecarias cubrieron 16 000 km2 en 42 condados de Kentucky, recorrieron entre 160 y 200 kilómetros por semana, abastecieron a más de 150 escuelas y a casi a un millón de usuarios, y pusieron en circulación unas 500.000 publicaciones

 

 

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En un terreno en apariencia baldío, las bibliotecas móviles fueron simiente de valores intangibles que reforzaron la cohesión de su comunidad

 

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Rebasaron las previsiones de la WPA porque su misión obtuvo frutos insospechados al inicio del proyecto. En un nivel más profundo, sirvió para reconfortar muchas vidas difíciles, llevó el aliento de la palabra escrita donde no hubiera llegado de otra manera y permitió tejer lazos entre la población dispersa en las montañas. Era un terreno en apariencia baldío, sin embargo, las bibliotecas móviles fueron simiente de valores intangibles que reforzaron la cohesión de su comunidad.

 

En poco tiempo, los habitantes de estas regiones se acostumbraron a divisar, allá donde las sendas se desdibujaban, la silueta de estas amazonas. Vencida la desconfianza inicial, su llegada interrumpía la soledad. Juntos conversaban y compartían noticias. En ocasiones, la bibliotecaria leía en voz alta un fragmento literario, la prensa o la correspondencia de otro modo indescifrable para tantas personas. 

 

Tras cada salida, estas mujeres tenían que completar un informe. Entre las anotaciones que registraban al final de esas fichas abundan anécdotas sobre las reacciones de sus receptores. «Un anciano de Stinky Hollow me dijo lo feliz que le hacía la compañía de un libro, con lo aislado que se sentía en su valle solitario». «Hoy leí una carta que una mujer había recibido hacía tres semanas y aún no se había enterado del nacimiento de su nieta. Se le escaparon las lágrimas al saber que la habían bautizado con su nombre». «Una mujer me dijo esta tarde que no sabía qué le alegraba más, si ver a su marido volver a casa o a mí llegando con un libro nuevo».

 

La historia de cada lector está jalonada por los intermediarios que de un modo u otro nos han conducido hasta las palabras. Quizá aún resuena nítida la voz que nos narraba aquellos cuentos, del maestro que leyó en clase un poema espigado, del librero que nos aconsejó ante el expositor rebosante…

 

Desde nuestra sobreabundancia cultural, resulta difícil recordar tantos accesos puntuales a lo escrito, pero en aquel tiempo —los sombríos años treinta— y aquel lugar—el paisaje agreste de los Apalaches—, las bibliotecarias a caballo dejaron una impronta indeleble. Su arrojo en unas circunstancias tan adversas permitió que muchas personas encontraran en esas páginas una puerta. Leemos para aprender y soñar, para ausentarnos y para estar más presentes, por disfrute y por necesidad, para salir del mundo o para entenderlo mejor, como introspección y en soledad, pero también en compañía, creando vínculos. 

 

Tras aquellos encuentros, cuando llegaba la hora de regresar, los lugareños se despedían de las book women con la misma frase: «¡Por favor, no se olvide! ¡Tráigame un libro!».

 

 

 

La semana que viene, más

 

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Categorías: Literatura, Historia