Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Diecisiete siglos «volviendo por Navidad»


Se llaman villancicos porque los cantaban los villanos —habitantes de las villas—, aunque al principio también se conocían como «villancetes». Su melodía era fácil de aprender y la letra estaba en lenguas vernáculas. En un tiempo en el que la liturgia se celebraba en latín, todo el mundo podía entenderlos, de ahí su gran aceptación. 

La composición más antigua parecida a un villancico data del siglo iv. Se trata del himno Jesus Refulsit Omnium («Jesús lo ilumina todo»), atribuido al obispo san Hilario de Poitiers, doctor de la Iglesia. Más tarde, la música navideña medieval comenzó a cantarse en los monasterios del Císter, según las pautas del canto gregoriano. Poco a poco, los villancicos traspasaron los muros góticos, ya que eran un buen recurso evangelizador. Al principio, polifónicos, después, a una sola voz, acompañados a la vihuela, que es la madre de la guitarra española.

Ya en el Renacimiento, surgió en Nápoles una forma de canción navideña más alegre, que se cantaba ante el Belén y que apenas se diferencia de los villancicos actuales.

También desde el principio, los villancicos tuvieron sus detractores. Así, Felipe ii consideraba que reducían la solemnidad de la liturgia, y prohibió que se cantaran en la Capilla Real. En esto coincidió con Calvino, que los condenó por irreverentes. La Reforma protestante, sin embargo, influyó en su popularización, ya que la gran mayoría de denominaciones los consideró una devoción válida. En especial, en Alemania y Gran Bretaña.

Durante el Siglo de Oro, algunas poesías de grandes autores (Quevedo, Calderón o santa Teresa de Ávila) se convirtieron en villancicos, por lo general centrados en el nacimiento de Jesús. El más prolífico fue Góngora, cuyas composiciones se cantaban en catedrales y conventos, y más tarde en parroquias y coros populares.

En el siglo xviii, ilustrados como Moratín consideraron los villancicos una grosería, opinión extendida por los liberales decimonónicos, siempre dispuestos a socavar la fe popular. Sin embargo, una cosa son las élites y otra el pueblo. Y a este le gustaban los villancicos. Por eso no murieron, y a principios del siglo xix volvieron a gozar de buena salud. De ese tiempo procede el más universal de la historia, «Noche de Paz» (Stille Nacht! Heilige Nacht!), escrito en 1816 por el sacerdote austriaco Joseph Mohr, con música para guitarra de Franz Gruber, maestro de una escuela cercana a Salzburgo. Hoy, está traducido a más de trescientos idiomas, gracias a la contribución decisiva de los misioneros cristianos. Su fácil interpretación, su brevedad y la posibilidad de ser cantado sin acompañamiento instrumental lo han convertido en el villancico por excelencia, versionado en casi todos los estilos musicales. 

En el siglo xx, el villancico renació en España. La Generación del 27 recuperó la poesía navideña —especialmente, Gerardo Diego— por la influencia que Góngora tuvo en ese grupo literario. Después de la Guerra Civil, destaca Luis Rosales y, ya en los 60 y 70, los villancicos sociales de Victor Manuel Arbeloa. San Juan xxiii los impulsó con fuerza, pero la confusión posconciliar también les afectó: el catolicismo buscaba nuevas formas de expresar la piedad popular, no siempre afortunadas. Entonces, los villancicos decayeron, en gran medida porque se les consideró demasiado infantiles. A finales del siglo pasado y principios de este, se han multiplicado las versiones de los viejos villancicos, ahora en música pop y rock.

Al final, los villanos del siglo xvi y los urbanitas del xxi tenemos algunas cosas en común, y el gusto por la música popular es una de ellas.