Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Ecología, entre la técnica y la naturaleza

Manuel Cruz, profesor de Filosofía de la Universidad de Navarra.


La encrucijada ecológica que vivimos va ligada al desafío de la técnica contemporánea. Solo nos encontramos con problemas ecológicos cuando la técnica adquiere dimensiones macrohumanas. La contaminación es un reto desde el momento en que hay fábricas y vehículos que expulsan humo. La crisis de los recursos naturales solo aparece cuando el nivel tecnológico permite el consumo a gran escala. ¿Hasta dónde nos es lícito controlar la naturaleza? ¿Dónde está la medida oportuna? ¿Cómo debemos utilizar los medios técnicos para lograr un bienestar común? La ecología se erige así como una cuestión central desde el punto de vista antropológico y ético, más allá del mero respeto al medioambiente. La ecología no es otra cosa que la medida oportuna que debemos encontrar en la relación entre técnica y naturaleza: entre nosotros y el mundo que nos rodea.

En el dintel del templo de Apolo en Delfos figuraban dos lemas que resumen la historia de la cultura occidental. La primera sentencia decía: «Sé sensato». La segunda, como una explicación, resulta sugerente y enigmática: «Conócete a ti mismo». En el fondo solo es posible saber quiénes somos en la medida en que sabemos cuál es nuestro puesto en el universo y establecemos una buena relación con la naturaleza que nos rodea. Esta es la responsabilidad de la ética y de la vida racional: una tarea que requiere un desarrollo y un descubrimiento progresivo de esas fronteras y del orden adecuado. Precisamente lo que ha definido la cultura occidental es el avance progresivo hacia formas más racionales y humanas: el descubrimiento cada vez más profundo de los propios límites. Del mismo modo que nos hemos dado cuenta de lo inhumana que es la esclavitud, también ha surgido en los últimos decenios la cuestión ecológica como un nuevo planteamiento para nuestra cultura.

En lo más hondo del espíritu científico ha latido siempre la certeza de que la naturaleza es algo ordenado, dotado de una razón comprensible. Los griegos entendían el surgimiento del mundo como la introducción de orden en el universo: un cosmos, un todo con medida y proporción. En su obra Timeo, Platón describe el origen del mundo con el famoso mito del demiurgo: al principio de los tiempos, un dios constructor quiso copiar los modelos de las «ideas eternas», que eran bellas y perfectas, y los plasmó en una materia desordenada y caótica. Así, surgió el cosmos con un orden y un límite que resulta bello y perfecto a semejanza de sus modelos.

En la contemplación de la naturaleza encontramos un misterio que muestra y oculta algo más profundo, íntimo. La esencia del misterio no es, como podría parecer a primera vista, algo incomprensible o irracional, sino que más bien está en que es una fuente de comprensión inagotable. Algo es un misterio porque siempre nos dice algo nuevo, de modo que la actitud propia ante él no es el uso —que pervierte el misterio—, sino la contemplación. Cuando contemplo me acerco a la naturaleza sin estropear, sin usar. Solo entonces estamos en situación de conocernos a nosotros mismos: en la medida en que contemplamos la naturaleza nos comprendemos dentro de ella.