Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Destruir el arte, ¿por qué no?

Texto Pedro Luis Lozano Uriz, crítico de arte / Ilustración Robert Wood / Fotografía Getty Images

Una estatua mesopotámica o un templo romano son testimonios del pasado con los que la sociedad occidental se siente intrínsecamente vinculada. Representan tesoros de la memoria histórica que se debe salvaguardar. Por eso su destrucción rompe a quien la contempla. Pero, ¿por qué el hombre actual vuelve la mirada, duda de su presente y observa con temor el futuro? 


 «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» Eclesiastés 1, 2 

Las imágenes de la destrucción de los templos de Palmira o de los tesoros del museo de Mosul han dado la vuelta al mundo. El impacto ha sido de tal magnitud que incluso se ha llegado a considerar este hecho como uno de los detonantes principales de la ofensiva aliada contra el Estado Islámico.

Ahora bien, ¿por qué nos parece tan terrible la destrucción de unas viejas ruinas y unas estatuas que hace miles de años perdieron su función? Los autores justifican su acción señalando que son consecuentes con sus creencias religiosas. No hay que olvidar que para el islam las estatuas e imágenes de otros dioses deben ser destruidas para evitar la confusión de los creyentes. 

Nuestra sociedad occidental considera esta inflexibilidad como un signo de barbarie. No en vano, para nuestra memoria colectiva, los bárbaros encarnan el símbolo de la destrucción artística del Imperio Romano. De ahí proceden los términos vándalo y vandalismo, que aluden a uno de los pueblos germánicos invasores. 

Actualmente, esta actitud resulta inconcebible. Nuestro respeto por el patrimonio artístico es absoluto. Tanto que museos, archivos y bibliotecas se erigen en fortalezas que albergan los tesoros del pasado. Las políticas de recuperación y restauración de monumentos han multiplicado su acción y hoy, todo, o casi todo, es digno de ser preservado, desde un fragmento de piedra neolítica hasta los objetos personales de la última estrella de rock.

Occidente teme perder su patrimonio, pero la realidad es que el hombre ha destruido el arte durante siglos, motivado por múltiples y variadas razones. 

Motivos religiosos

El judaísmo, el islam y el cristianismo primitivo han sido las principales religiones que rechazan las imágenes de seres divinos o de personajes religiosos, aunque también existen ejemplos en otras culturas y creencias. Estos tres grandes credos comparten un mismo origen: el mandato divino recogido con meridiana claridad en la ley mosaica entregada por Yahvé en la cima del monte Sinaí. 

El texto bíblico no deja lugar a dudas: «No tendrás otros dioses delante de Mí. No harás para ti imagen de escultura, ni figura alguna de las cosas que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni de las que hay en las aguas debajo de la tierra. No las adorarás ni rendirás culto. Yo soy el Señor Dios tuyo, el fuerte, el celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de aquellos que me aborrecen y que uso de misericordia hasta millares de generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos.» (Ex 20, 3-6). Casi en los mismos términos se recoge en el Deuteronomio (Dt 5, 7-10), y cabe recordar que en la Biblia existen otras muchas referencias contra la creación de imágenes.

Bajo este mandato común y desde el becerro de oro, las tres religiones han eliminado ídolos e imágenes artísticas a lo largo de la historia. Precisamente en ese marco se sitúa, en parte, el actual fenómeno de las destrucciones artísticas de Palmira y Mosul, que nos resultan tan insólitas. Esta extrañeza se deriva de que, paradójicamente, la religión cristiana ha sido, al mismo tiempo, una de las principales impulsoras del arte. Todo tipo de artistas —escultores, pintores, arquitectos...— han encontrado en ella temas, apoyos y medios para desarrollar un increíble universo de imágenes y belleza. 

La clave de este proceso reside en el hecho de que el cristianismo es una religión que ha sabido adaptar sus principios fundamentales a las circunstancias sociales, culturales y políticas de su entorno. En este sentido, se puede afirmar que la religión cristiana, al expandirse por el Imperio Romano, asimiló, en gran medida, el universo visual pagano. Adecuaron sus edificios como basílicas y también la iconografía clásica se reconvirtió. 

La necesaria justificación teológica llegó en un tardío siglo VI y la ofreció san Gregorio Magno en una carta a Sereno, obispo de Marsella, justamente con motivo de la destrucción de unas imágenes: «Te alabamos por haber prohibido adorar las imágenes, aunque reprobamos que las hayas destruido. Adorar una imagen es diferente de aprender lo que se debe adorar por medio de la pintura [...] La obra de arte tiene pleno derecho de existir, pues su fin no es ser adorada por los fieles, sino enseñar a los ignorantes. Lo que los doctos pueden leer con su inteligencia en los libros lo ven los ignorantes con sus ojos en los cuadros. Lo que todos tienen que imitar y realizar lo ven unos pintado en las paredes y otros lo leen escrito en los libros.»

Más allá de la dimensión pedagógica a la que alude san Gregorio Magno, la fundamentación «sacramental» del arte cristiano se basa en la Encarnación, cuestión tratada en profundidad por Benedicto XVI en su libro «El espíritu de la liturgia».

Desde el siglo VI, el mundo cristiano, y por ende la civilización occidental, aceptó sin problemas la presencia de las imágenes y fomentó su uso —tanto en el ámbito religioso como el laico— hasta llegar a la actual popularización de las imágenes (lo que Gilbert Cohen-Séat llamó «iconosfera»). La justificación de las representaciones artísticas como guía para los iletrados perdió validez al generalizarse la alfabetización. No obstante, continuamos creando y usando las imágenes porque, en realidad, forman parte de nuestra civilización, de nuestra forma de ver y entender el mundo. Somos seres icónicos y esa es una de las razones por las que no entendemos la destrucción del arte.

Aun así, siguiendo la ley mosaica, en Europa no han faltado grandes corrientes en contra de las representaciones figurativas. Desde los iconoclastas bizantinos, pasando por el Císter o ciertos movimientos de la reforma protestante, la religión cristiana ha basculado a lo largo de los siglos entre la creación y la destrucción artística.

Otras causas de destrucción

Ahora bien, el hombre no solo ha destruido imágenes por causas religiosas. Hay otras muchas razones, algunas realmente singulares. Incluso no hace falta recurrir al ser humano para encontrar elementos de destrucción: la naturaleza misma, con terremotos, inundaciones o erupciones volcánicas, ha provocado la ruina de un gran número de obras de arte.

Eróstrato era un pastor que quiso saltar a la fama. No era una hombre especialmente brillante, pero tuvo una idea luminosa. El 21 de julio del año 356 a. C. prendió fuego al Templo de Artemisa, en Éfeso, considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo. Su único afán era que su nombre pasase a la historia. Las autoridades del momento intentaron, como castigo, borrar su memoria para evitar un peligroso precedente. Pero no lo consiguieron. El nombre de Eróstrato aparece citado, incluso, en la segunda parte del Quijote. Constituye el máximo ejemplo del lema «No importa que hablen mal o hablen bien de ti, lo importante es que se hable».

Se conocen los nombres de muchos destructores de obras de arte. Algunos de ellos lo hicieron por pura locura. Es el caso de Laszlo Toth, que rompió a martillazos varias partes de la Pietà de Miguel Ángel, o el de un desequilibrado que acuchilló la Ronda de Noche de Rembrandt. En otras ocasiones, la destrucción viene determinada por el azar o la mera incompetencia, como sucedió con la Vasija Portland, una hermosa antigüedad del Museo Británico que había permanecido intacta durante siglos hasta que un infortunado tropiezo la hizo añicos en 1845. Más recientemente, el magnate y coleccionista  norteamericano Steve Wynn arruinó la venta de El sueño de Picasso al dañar el cuadro de un codazo.

En este listado debemos citar a Cecilia Giménez, restauradora aficionada, que saltó a la fama mundial tras repintar el Ecce Homo de una iglesia de Borja (Zaragoza). Un suceso que nos permite recordar, por otra parte, el eterno debate sobre los límites de la restauración artística, vista por algunos como otro modo de destrucción. No en vano, muchas intervenciones reparadoras han modificado sustancialmente el aspecto inicial de ciertas obras de arte.

Incluso La Gioconda ha sufrido agresiones, desde ataques con ácidos o espray hasta la piedra lanzada por el artista Ugo Uganza en 1956. El cuadro también ha sido robado y, aunque se recuperó, el hurto se puede entender como una forma de destrucción, bien porque muchas obras nunca han vuelto a aparecer o bien porque el cambio de ubicación con motivo de conquistas o saqueos les ha hecho perder gran parte de su sentido original.

Pero, sin duda, la mayor motivación para la destrucción del arte han sido las causas políticas. Así, por ejemplo, La venus del espejo, uno de los cuadros más hermosos de Velázquez, fue mutilado a cuchilladas en 1914 por la activista Mary Richardson como protesta por la detención de la sufragista Emmeline Pankhurst. Un nacionalista lituano vertió ácido sulfúrico sobre la Dánae de Rembrandt en el Hermitage para manifestarse contra el poderío ruso. Y en 1987, Robert Cambridge, un trabajador desempleado, disparó a La Virgen y el Niño con Santa Ana y San Juan Bautista de Leonardo en la National Gallery de Londres, para protestar por la situación social del país. La obra no sufrió grandes daños porque se hallaba protegida por un cristal desde que un pintor alemán había arrojado un bote de pintura sobre ella.

Más allá de las acciones individuales, los movimientos políticos han desarrollado verdaderas campañas de destrucción masiva. La caída del comunismo en Occidente ha sido una de las más notables, con el derribo de estatuas y efigies de los líderes marxistas. Imágenes que se han repetido después en otros escenarios, como en el hundimiento del régimen de Saddam Hussein. Pero no se trata solo un fenómeno moderno. La revolución francesa y sus ondas expansivas fueron un gran azote del arte en el siglo XIX. Tampoco hay que olvidar otras grandes destrucciones históricas derivadas de la guerra, como el saqueo de Roma por las tropas de Carlos V, la devastación de Cartago a manos de Escipión el Joven o la desaparición absoluta de Susa a manos de Asurbanipal. De hecho, estas últimas catástrofes solo pueden compararse a las de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, que evidenciaron, una vez más, el poder devastador del ser humano.

Este tipo de destrucciones, a excepción de las puramente casuales, se basan en dos principios. En primer lugar, la búsqueda de publicidad para una causa determinada —ego, sufragismo, nacionalismo, fin de dictaduras…—. En segundo lugar, la destrucción de la memoria, bien sea de un autor concreto o de una cultura. 

En este último sentido debemos recordar el término clásico damnatio memoriae, que remonta su origen a las acciones destinadas a borrar la historia de un individuo, una práctica extendida en la Roma imperial. Por otra parte, ya en el antiguo Egipto se procedía a la destrucción sistemática de todas las imágenes y referencias escritas de una determinada persona, desde un faraón hasta cualquier súbdito del país del Nilo. Una circunstancia que suponía no solo la muerte histórica del sujeto elegido, sino también un verdadero problema para poder desarrollar su reencarnación y su vida en el más allá. Era el mayor castigo que podía recibir una persona.

Destruir en positivo

Ahora bien, los ejemplos descritos entienden, en general, la destrucción como un hecho negativo. Sin embargo, hay que aceptar que algunas destrucciones, incluso siendo dramáticas, han resultado también positivas.

El caso de Pompeya es emblemático. Gracias a la erupción del Vesubio y la consecuente destrucción de las ciudades de Pompeya y Herculano, se han conservado para la posteridad pinturas, esculturas y un sinfín de elementos que de otra manera no habrían sobrevivido hasta nuestros días. Asimismo, los hallazgos de los naufragios han permitido recuperar estatuas y tesoros de distintas civilizaciones en todo el mundo.

Por otra parte, la destrucción constituye uno de los motores de la creación, como bien refleja la figura del dios hindú Shiva. Por ejemplo, muchos edificios que vemos hoy son producto de la destrucción. Sobre un mismo solar se han reconstruido edificios atendiendo nuevas modas y estilos artísticos. Bajo un templo pagano se construye una iglesia románica o una mezquita, que a su vez se derriba para levantar una catedral gótica. Lo mismo sucede con los castillos, que se transforman de simples torreones en grandes fortalezas y luego en palacios principescos. La evolución social cambia los gustos, los modos y las necesidades de los edificios, y durante siglos no ha habido ningún problema en destruir un determinado espacio para permutarlo por algo nuevo. 

Un ejemplo paradigmático es el conjunto monumental del Vaticano, cuya belleza y grandiosidad es el resultado de una suma de intervenciones superpuestas, desde el obelisco egipcio de la plaza hasta la actual basílica de San Pedro, que no solo supuso la ruina total del antiguo templo paleocristiano y sus hermosos mosaicos, sino también, de manera sucesiva, la modificación de los proyectos de sus distintos arquitectos —Bramante, Miguel Ángel, Bernini…—. Incluso para pintar el Juicio Final de Miguel Ángel no se dudó en destruir frescos de Perugino y del propio Miguel Ángel. Ya en el siglo XX, Mussolini derribó decenas de casas para crear la rectilínea perspectiva que hoy ofrece la vía della Conciliazione que desemboca en la plaza de San Pedro. 

París, considerada una de las ciudades más hermosas del mundo, es fruto de la destrucción sistemática realizada por el barón Haussmann, que reconstruyó la mayor parte del urbanismo de sus calles. Lo mismo sucede con otras muchas urbes renacidas después una destrucción, como Lisboa tras el terrible terremoto de 1755, o Londres y Chicago tras sendos incendios. 

No obstante, la mayoría de las destrucciones citadas no suelen causar un gran pesar. En gran medida porque desconocemos el valor de lo destruido, pero también porque la nueva obra nos resulta muy agradable e incluso se ha convertido ya en un referente artístico. Naturalmente, la aceptación de este tipo de cambios suele depender del gusto imperante en cada época o de las necesidades sociales. Una muestra cercana es la destrucción parcial de las murallas de la ciudad de Pamplona, que hoy lamentamos, pero que fue celebrada con alegría hace un siglo.

Una sociedad conservadora

En la actualidad, casi nadie va a destruir una obra o un monumento para sustituirlo por otro por una cuestión de estilo. Nuestra actitud es muy conservadora. Podemos afirmar que vivimos una de las etapas más proteccionistas de la historia, lo cual se refleja en las leyes, las instituciones y los organismos de salvaguarda del patrimonio existentes a nivel mundial.

Es cierto que el arte contemporáneo no reniega de la destrucción y la utiliza como medio de expresión. De hecho, existen obras de arte cuyo fundamento es, justamente, la desaparición del objeto artístico. En este sentido, resulta simbólica la obra Erased de Robert Rauschenberg sobre un original de Willem de Kooning, pero también podemos citar las intervenciones y apropiaciones de los polémicos hermanos Jake y Dinos Chapman sobre los grabados originales de Goya, la impresionante y terrible A Thousand Years de Damien Hirst o las acciones y manipulaciones del artista chino Ai Weiwei sobre el patrimonio histórico de su propio país.

Todo el movimiento de vanguardia es un pensamiento de ruptura, e incluso en ciertos -ismos la destrucción del pasado se convirtió en un núcleo esencial de su teoría artística. En especial, los dadaístas y futuristas italianos entendían el patrimonio clásico de su país como una losa que imposibilitaba el resurgimiento de un arte moderno en Italia. El punto 10 del Primer Manifiesto Futurista no puede ser más explícito: «Nosotros queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo…». Más recientemente, tendencias como el Land Art o la Performance reivindican un arte efímero, basado en la experiencia directa y que no busca una perdurabilidad en el tiempo. 

Pero debemos reconocer que la mayor parte de la sociedad rechaza estas experiencias. La concepción imperecedera del arte, como creación de objetos e imágenes —a ser posible, bellos—, que se deben conservar, es sin duda la postura más común y aceptada por el gran público.

Por lo tanto, resulta evidente que la clave de la actual actitud conservadora con respecto al arte radica en la moderna valoración del patrimonio histórico. La evolución cultural de la sociedad occidental y los terribles sucesos bélicos del siglo XX motivan el aprecio de los restos del pasado, no solo como elementos de disfrute sino como tesoros de la memoria histórica. No importa ya si el estilo, la utilidad y la función de un determinado edificio, pintura u obra tienen o no sentido, los conservamos como restos del naufragio de la historia que no queremos ni perder ni olvidar.

Por eso, justamente, nos ha resultado tan doloroso contemplar la destrucción de los templos de Palmira. No se trata de que sean objetos hermosos o ídolos paganos, la cuestión es que son testimonios del pasado del hombre, objetos que nos recuerdan civilizaciones antiguas a las que nos sentimos ligados como parte de una misma humanidad. Romper una estatua mesopotámica o volar en pedazos un templo romano es, en definitiva, destruir algo nuestro, rompernos a nosotros mismos.

¿A qué tenemos miedo?

Junto a esta valoración del arte como testimonio histórico de la vida y la belleza del hombre hay también otro factor. Y es el hecho de que nuestra sociedad empieza a mirar más al pasado que al propio presente. El mundo actual, tras la experiencia destructora de las dos guerras mundiales, teme perder la herencia recibida, pero también duda de su propio progreso y no confía plenamente en que el futuro vaya a ser mejor que el pretérito. La incomprensión y poca valoración del arte contemporáneo respecto al arte antiguo responde en parte a esta idea. 

Vivimos en una sociedad de recuerdos, y el triunfo de la fotografía familiar es el mayor síntoma. Todos fotografiamos nuestros momentos felices para conservarlos en el futuro. Hoy, gracias a los teléfonos móviles, inundamos nuestra vida con imágenes. Somos reporteros e historiadores de nuestra propia existencia. En ocasiones, la obsesión por conservar una determinada experiencia provoca que nos preocupemos más en grabarla que en vivirla directamente.

En todo esto subyace un poderosísimo miedo a la muerte, donde radica una última e importante consideración al hablar de la destrucción del arte. Fotografiamos nuestra vida para tener recuerdos de ella, al igual que los faraones esculpían sus rostros y labraban sus nombres para ser recordados y permanecer vivos eternamente. Tenemos miedo a la muerte porque representa  la mayor de las destrucciones. Por eso nos asusta la pérdida de un objeto, porque supone su desaparición. 

El problema de la destrucción de las imágenes no es únicamente un tema artístico ni cultural, ni siquiera de memoria histórica... En el fondo se oculta el más terrible temor humano: la desaparición física de nuestro cuerpo, nuestra propia muerte. Este es, sin duda, un tema universal que trasciende todo tipo de épocas y culturas. El miedo a la muerte es, de hecho, la esencia del poema mesopotámico de Gilgamesh, rey de Uruk, la epopeya literaria más antigua que se conoce. ¿Qué hace Gilgamesh ante la muerte de su amigo Enkidu? El rey llora, organiza el funeral, presenta ofrendas a los dioses y ordena levantar una estatua. Esa efigie, de lapislázuli y oro, es la respuesta material de este primer héroe literario ante la muerte. La estatua, reflejo permanente de Enkidu, es la mejor manera que encuentra para perpetuar la memoria de su compañero de aventuras.

Como vemos, el temor a la muerte y el uso del arte como medio para conservar, al menos, la memoria de la existencia es un recurso antiguo y universal. En una sociedad como la nuestra, cada vez más escéptica y materialista y que duda la existencia del más allá, una sociedad que venera el pasado y que afronta con preocupación el futuro, los bienes materiales y, en especial, las obras de arte, con su aparente voluntad de eternidad, se han convertido en objetos fundamentales, trascendentes, cuya destrucción nos resulta, por lo tanto, terrible y tan difícil de aceptar.