Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

«El caso es no tener los pies en el suelo, ¿verdad, hijo?»

Texto: Pablo Gasull [Com Fia 20] Fotografía:  EFE, Manuel Castells [Com 87]  y Carlos Pauner  

Carlos Pauner (Jaca, 1964) fue el cuarto alpinista español que logró ascender los catorce ochomiles del mundo: un proyecto que culminó en 2013, requirió doce años y veintiséis expediciones y que casi le cuesta la vida en dos situaciones límite. Pauner ha vivido más de mil días en campos base a cinco mil metros de altura y ha soportado temperaturas de hasta cuarenta grados bajo cero. Sus logros y su estilo de ascensión, sólido, sobrio y poco amigo de complementos tecnológicos, le sitúan en la huella abierta por grandes alpinistas del siglo XX como Edmund Hillary, Jerzy Kukuczka, Walter Bonatti, Gaston Rébuffat o Reinhold Messner. Semanas después de impartir una sesión en el campus de Pamplona, invitado por el Club de Montaña, recibió a Nuestro Tiempo en Zaragoza.


Carlos Pauner frecuenta el Levante, uno de los cafés con más historia de Zaragoza. Cuando entra, todos le miran con asombro, como si su presencia cotidiana fuera extraordinaria. Pero él se sabe en casa, saluda al camarero y a algún cliente que le arquea las cejas y levanta ligeramente la cabeza y se pide una cerveza a las 11:30 de la mañana. 

Sus rasgos parecen moldeados por las adversidades de las alturas: el hielo, el viento, el frío, las paredes verticales… Moreno, de complexión fuerte, con una barba petrificada y unos rizos negros compactos y despeinados, Pauner es una auténtica roca que ha resistido las inclemencias de las montañas más duras del planeta. Hoy viste vaqueros y una camiseta de Trangoworld, uno de sus patrocinadores. Coge su cerveza, se sienta en la terraza mirando al sol y, antes de recordar sus historias en el Himalaya, se lía un cigarrillo, aunque para él, los mejores se fuman en la cima, con el paisaje bajo los pies. 

 

PERSPECTIVA PARA VER MÁS ALLÁ

Pauner es un hombre de contrastes y, aunque le gusta disfrutar del confort habitual de la vida urbana, una parte de sus pensamientos se encuentran anclados en la hostilidad de las alturas. «La ciudad acaba siendo aburrida —explica— y las montañas desesperan si no hay alguien pensando en ti ahí abajo: la familia, los amigos. Ese ondular entre la ciudad y las montañas es lo que me da paz. Necesito ambos mundos para poder vivir». 

Escala para retarse a sí mismo, para conocer sus límites, pero también para contemplar desde arriba la belleza, esa que «te da perspectiva y te permite ver más allá, esa que también se muestra en el mar abierto, en un bosque virgen, en la inmensidad del desierto. A mí no me gusta visitar ciudades; me impresionan más las montañas, con su relieve, sus cambios, bosques, praderas, barrancos y bloques de hielo». 

Pauner no escala para disfrutar del peligro, y menos para jugar con la muerte. No cree que los alpinistas sean unos mártires de la montaña: «A ninguno de nosotros nos gusta aproximarnos a la muerte. Los alpinistas buscamos la dificultad, no el peligro. Son dos nociones muy distintas. Siempre pienso que voy a tener suerte, que saldré ileso y minimizaré los riesgos. El alpinista —concluye— es una persona con carácter optimista porque siempre cree que con todo lo que ha entrenado y aprendido, y con toda su experiencia, no le va a tocar a él».

 

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«El alpinista es una persona con carácter optimista porque siempre cree que con todo lo que ha entrenado y aprendido, y con toda su experiencia, no le va a tocar a él»

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Vivió en Jaca hasta los ocho años pero, a pesar de estar rodeado de montañas, no se fijó mucho en ellas. Fue a los quince cuando Pauner descubrió un libro que le cambió la vida: Hielo, nieve y roca (1960) de Gaston Rébuffat, uno de los mejores alpinistas del siglo XX. Se entusiasmó y realizó un curso de escalada, donde conoció a los que después fueron sus compañeros de viaje cada fin de semana. Inicialmente, escalaba solo en roca, en Etxauri (Navarra), Riglos (Huesca) o Morata de Jalón (Zaragoza). Pronto miró más alto, donde la piedra se mezcla con la nieve y el hielo. Comenzó así su etapa como alpinista.

Compaginaba su afición por la montaña con sus estudios. Se licenció en Ciencias Químicas por la Universidad de Zaragoza y realizó un máster en gestión medioambiental. Trabajó varios años dirigiendo un laboratorio y empezó una tesis que no llegó a acabar. Según Carlos, la universidad ha aportado mucho a su carrera como alpinista:

—Hoy me he olvidado de las valencias del cloro, pero no de la capacidad para pensar científicamente. Para que una fórmula funcione hay que tener en cuenta todas las variables y, si no, hay que volver hacia atrás. Analizo cada detalle y mantengo una gran curiosidad por saber cómo ocurren las cosas: causas y consecuencias. 

Las alturas obsesionaron a Carlos, como a su abuelo, Carlos Gotor, al que le fascinaba identificar los tipos de aves y observar su comportamiento. Pero él quiso dar un paso más: deseaba ver las montañas como lo hacen los pájaros. Con esa idea, durante tres años estudió en varias escuelas aeronáuticas de Madrid, obtuvo la licencia de piloto y creó con otros socios y actualmente dirige Aeronia, una compañía aérea para realizar vuelos turísticos sobre los Pirineos. El alpinismo, la química y la aviación se convirtieron en tres pilares fundamentales de su vida.

 

El valle del Silencio es un enorme campo de nieve de ocho kilómetros situado en la cara suroeste del Everest. Los únicos ruidos que se escuchan son los miedos internos y el latido del corazón fatigado.

 

—¿Por qué te gusta tanto ver el mundo desde arriba? [No ha consentido que le traten de usted].

—Un día mi madre lo resumió muy bien quizá sin darse cuenta: «Hijo, el caso es no tener los pies en el suelo, ¿verdad?». Me apasiona estar siempre arriba, observando más allá. Volar es una sensación preciosa: ver todos los valles, los sitios en los que has estado, la gente subiendo a las montañas... Por eso, cuando tuve la oportunidad de ser piloto, no lo dudé.

Su formación universitaria y su experiencia de alpinista le han llevado a estar cerca de los jóvenes, a transmitirles valores como el trabajo en equipo, el liderazgo, la motivación o el esfuerzo. Carlos tiene una gran esperanza en ellos:

—La crisis económica [se refiere a la de 2008; la entrevista tuvo lugar antes de la pandemia] fue decisiva; hizo ver a la gente que esto era serio. Los chavales han visto cómo su padre perdía su empleo o cómo en verano iban al pueblo con la abuela en lugar de a la playa. Eso ha sido muy positivo para ellos porque han retomado el contacto con sus raíces. Los jóvenes hoy tienen mejores mimbres y están mejor formados que en los años fáciles antes de la crisis. Yo los veo más comprometidos. Quizá a los mayores nos cuesta entender su mundo: a nosotros se nos escapa qué son para ellos una foto de Instagram o las nuevas formas de relación social. Pero, en cuanto hablas con ellos y ves sus preocupaciones, te das cuenta de que tienen un fondo bastante más solidario que las generaciones anteriores. Creo que tienen muchísimo que decir. 

 

CATORCE OCHOMILES EN DOCE AÑOS

En 1995, Pauner realizó su primera expedición al Himalaya, la descomunal cordillera entre Bután, Nepal, China, la India y Pakistán. Alcanzó con éxito la cima del Kun (7 077 m). Los contrastes en el relieve, las paredes de hielo agrietadas y, sobre todo, la vista de pájaro le fascinaron. En 2001 subió su primer ochomil, el K2, el pico más alto de la otra gran cadena asiática —el Karakórum, entre China, Pakistán y la India—, la montaña que más le ha impactado en su vida, y que muchos expertos consideran la segunda más peligrosa del mundo después del Annapurna. 

—Es la más bonita que he escalado y creo que en eso coincidiremos todos los alpinistas. Tiene unas líneas esbeltas, afiladas, verticales y prominentes. Es una montaña separada de las demás. Y es enorme: el volumen del K2 equivale a cincuenta y dos Cervinos [cima de 4 478 m en los Alpes] apilados uno encima de otro. De hecho, los dos años anteriores a nuestra ascensión no había llegado nadie y los dos posteriores tampoco lo consiguió ninguna expedición. En media década subimos siete personas. 

Pese haber visto la muerte muy cerca en el Kanchenjunga en 2003 [ver despiece], Carlos continuó persiguiendo su reto y un año más tarde coronó otros dos ochomiles: el Cho Oyu y el Gasherbrum I o Hidden Peak. En 2005 emprendió sin éxito su primer intento al Everest y alcanzó la cima del Nanga Parbat tras veintiséis días agónicos atrapado en su tienda por las condiciones meteorológicas. En 2007 escaló el Broad Peak y en 2008, después de triunfar en el Dhaulagiri, Pauner casi se despide del alpinismo con un principio de edema cerebral en el Lhotse. En 2009 le faltaron solo cincuenta metros para finalizar el Manaslu y fracasó en el Shisha Pangma. Un año más tarde se vengó del Manaslu y coronó el Annapurna, escenario del fallecimiento del navarro Iñaki Ochoa de Olza en 2008, y en una expedición que resultó tristemente inolvidable para Pauner porque en ella murió con cuarenta años Tolo Calafat.

Carlos ha perdido a doce amigos en la montaña durante su carrera como alpinista y ha tenido que comunicar la muerte de alguno de ellos a los familiares. La de Tolo le marcó especialmente. El mallorquín, compañero de Pauner en el Broad Peak, se unió a él para conquistar el Annapurna en un grupo liderado por Juanito Oiarzabal, una de las figuras más destacadas del alpinismo mundial al ser la sexta persona en la historia que ha alcanzado sin oxígeno los catorce ochomiles.

 

Pauner retoma la ascensión al Nanga Parbat, tras 26 días de parón por la meteorología.

 

—Subimos a la cima bien, pero en el descenso Tolo empezó a caminar muy despacio. Juanito y yo bajamos al campamento para preparar agua caliente, mientras un sherpa lo acompañaba. Cuando llegó la noche, Tolo no estaba. Al día siguiente, vino el sherpa y dijo que Tolo no era capaz de andar y que no podía hacer más por él. Intentamos convencer a Tolo por radio, pero fue imposible. No tenía fuerzas. Creía que se iba a resbalar, que se iba a caer. Le gritábamos: «¡Tolo, camina; si no, estás muerto!». Pero nada. Tratamos de contactar con un helicóptero para que trajera botellas de oxígeno y subir a por él. Sin oxígeno era imposible; estaba a catorce horas. Con oxígeno habríamos tardado tres. No pudo ser. Al día siguiente, Tolo tenía síntomas de edema cerebral. Llevaba mucho tiempo en altura. Intentamos llamar a su mujer y sus dos hijos pequeños para que le dieran su último impulso. Al día siguiente nevó y ya no vimos nada. 

—¿Qué piensa tu familia después de una experiencia como esta?, ¿que podrías ser el siguiente? 

—Lógicamente, no les gustaría que fuera así pero, al final, saben que viven con un alpinista. Yo no me hice alpinista de la noche a la mañana, sino que lo he sido siempre, desde los quince años. No se puede cambiar a las personas. Quizás ese sea un error: tratar de amoldar a alguien para que todo sea más cómodo. A nosotros no nos gusta morir en la montaña, pero tampoco firmaríamos un papel para llegar hasta los noventa años a cambio de dejar nuestra forma de vida. Se puede mirar como algo egoísta, como alguien que arriesga demasiado, pero nadie hace grandes cosas si no es egoísta en este sentido de tener proyectos ambiciosos en lo que tú consideras que es importante. No puedo dejar mi estilo de vida por el qué dirán o porque está mal visto. Todos estamos llamados en este mundo a hacer algo y a ser consecuentes con eso. 

Pauner siempre tiene nuevos objetivos en mente y poco tiempo para conseguirlos todos. Le produce más miedo no realizarlos que perder su propia vida: «Hay que retarse continuamente, fijar una meta y aprender para llegar allí. Si no tuviera desafíos, no sería yo, estaría muerto».

 

POLÉMICAS PROPIAS DEL ALPINISMO PROFESIONAL

En 2011 conquistó el Gasherbum II y volvió al Lhotse para pisar la cima con claridad. Un año más tarde, culminó el Shisha Pangma lleno de polémicas. De hecho, algunos medios de comunicación especializados, como la revista Desnivel, y profesionales de la montaña cuestionan todavía que llegara a la cumbre. Cuando la alcanzó, Carlos iba acompañado de Juanjo Garra, que falleció en 2013 en una expedición al Dhaulagiri, y de Juanito Oiarzabal, quien tuvo que abandonar a escasos metros de la cima. Con la oscuridad de la noche era difícil determinar exactamente el punto más alto. Inicialmente, Pauner manifestó sus dudas a través de varios tuits y vídeos, pero en el campo base, con más perspectiva para ver la montaña, confirmó convencido que había pisado la cima. El 17 de mayo publicó un artículo en su página web en el que escribió: 

«Llegamos hasta lo que a todas luces nos pareció la cumbre, el punto más alto, punto que se puede comprobar en el vídeo. Una vez allí ya no tuvimos elementos de comparación con los alrededores, aunque los altímetros marcaban pasados sobradamente los ocho mil metros. Ojalá hubiéramos llegado de día, hubiésemos podido sacar fotos y compartirlas con todos vosotros, pero no fue así. Nos queda la sensación de cumbre, de haber llegado a lo más alto, pero hemos de ser honestos y reconocer que, si hubiera habido algún punto de más altura cercano, en la oscuridad de la noche tampoco hubiésemos sido capaces de vislumbrarlo». 

 

Pauner impartió la conferencia «7 cimas, 7 continentes», invitado por el Club de Montaña de la Universidad.

 

Días después, Carlos se reafirmó cuando contrastó las fotografías del lugar con un vídeo que realizó en la cima y cerró la cuestión. Ahora valora así aquel episodio:

—Hubo carnaza para un montón de gente que vive de la polémica y con la que me había enfrentado además en otras expediciones. Se crea esa especie de ruido que lo que hace es buscar audiencia, como ocurrió con la revista Desnivel o el responsable de Al filo de lo imposible. ¡Yo este tema lo doy por zanjado! Hice una subida limpia y muy buena. 

—En la montaña siempre ha habido controversias, y más en los medios…

—Es muy fácil dar tu opinión, no hay más que escribirla. Siempre estás rodeado de la polémica porque interesa. En el mundo de la montaña, que algo salga bien no llama nada la atención. Cuando hay muertes, cuando hay problemas, se vende mucho más. Los que hacen las revistas y programas de radio lo saben. 

 

48 horas perdido a más de 7.500 metros

 

 

 

En 2003, un año después de escalar el Makalu, Pauner coronó el Kanchenjunga, cumbre que casi le cuesta la vida. El grupo de la expedición estaba formado por Carlos y los italianos Christian Kutner, Mario Merelli y Silvio Mondinelli. La ascensión fue todo un éxito con la apertura de una nueva vía por la cara sur, pero en la cima el tiempo cambió drásticamente. La visibilidad se redujo a cuatro metros y el equipo no consiguió distinguir el itinerario principal. No tenían otra alternativa que bajar por la ruta que habían abierto, mucho más técnica y difícil. Les quedaban dos horas y media de luz. Carlos perdió a sus compañeros y comenzó una odisea de dos días a más de 7.500 metros de altitud, en una «zona de muerte», un lugar en el que, por la baja presión atmosférica y la falta de oxígeno, ya no le es posible al hombre aclimatarse. Se calcula que durante un intervalo de ocho a doce horas un alpinista consume entre 12.000 y 15.000 calorías, seis o siete veces más que el promedio diario de una persona adulta. 

Pauner es víctima del frío, la deshidratación y las alucinaciones. En el documental Kanchenjunga, historia de un superviviente, emitido en 2009 por RTVE, cuenta su experiencia: «Estaba seguro de que si me quedaba iba a morir. Empezó una lucha conmigo mismo y se dio un fenómeno curioso: la aparición de un compañero ficticio que tenía todas mis debilidades. La mente crea una persona imaginaria y tienes que luchar contra ella. Esa persona era la que quería parar, la que justificaba que nos merecíamos un descanso, que habíamos trabajado mucho».

Por el mal de altura, Carlos comienza a perder la vista del ojo izquierdo. La oscuridad se cierne sobre la montaña y pasa su primera noche al límite. Al día siguiente la mala visibilidad persiste, pero continúa bajando muy despacio. Mientras atraviesa unas planchas de hielo, una de las correas de los crampones cede y resbala sin control por una rampa. La pendiente acaba en un cortado vertical y Pauner cae ochenta metros al vacío. Se encoge, tensa el cuerpo y espera el impacto. Contra todo pronóstico razonable, no se rompe nada y, a pesar de la dureza del golpe, sale ileso. Aturdido y desorientado, baja sin rumbo a través de la niebla. Sorprendentemente, alcanza el campamento III, pero no hay nadie. El ojo derecho también comienza a fallarle. Sigue descendiendo. Los italianos llegan al campamento base con varias congelaciones en las manos y comunican la desaparición de Carlos. Él, perdido, no sabe cómo continuar. Se sienta en una roca y sufre otra vez alucinaciones.

—No tenía elementos para tomar una decisión y seguir —evoca todavía hoy con viveza—. Veía gente a mi alrededor andando por el glaciar. Primero pensé que eran mis compañeros, pero ni el número coincidía ni sus movimientos eran los mismos. Las caras no las veía, pero ellos me estaban mirando y tenían la indumentaria de escalada normal. Y entonces pasó algo peculiar. En una alucinación, un sherpa salió de la cascada de hielo y se incorporó al plano donde estaba yo. Y en ese camino hizo un giro por detrás del bloque de hielo que me recordó a los días anteriores cuando subíamos por ahí. En ese momento me di cuenta de que ese viraje lo hacíamos justamente para evitar una grieta. Fue clave. 

Pauner logra seguir la ruta, pero la noche se le echa encima. Los italianos están convencidos de que a la intemperie no podrá sobrevivir y le dan por muerto. El frío es tan intenso que le adormece pero, una vez más, se despierta con la luz del alba a 7.400 metros. Durante la mañana, los transalpinos desmontan su tienda y empaquetan sus pertenencias. Unas horas más tarde, Carlos llega al campamento II al límite de sus fuerzas, pero con la satisfacción de haber pasado los metros más difíciles. Comienza a oscurecer y sabe que una tercera noche será mortal. Sigue bajando y divisa unas luces a lo lejos. Enciende su linterna frontal. Sus compañeros se sorprenden al ver una tímida luz en lo alto. No se lo acaban de creer.

 

 

Después de este episodio, el 22 de mayo de 2013 conquistó su último ochomil, el Everest. Sin embargo, aunque la gloria fue grande, la saboreó un tanto amarga: usó oxígeno cerca de la cima debido a las duras condiciones meteorológicas. En la alta montaña profesional importa mucho determinar si el alpinista ha ascendido con la ayuda de un respirador, por la diferencia de esfuerzo físico y mental que se requiere. En una entrevista previa, Pauner había afirmado que subir con botella era como hacer el Tour de Francia en moto. Por eso le gustaría volver al techo del mundo:

—Era la tercera vez que lo intentaba y tenía que acabar el proyecto. Claramente, aquel día no era posible llegar sin oxígeno, pero me entró la curiosidad de ver más allá, más arriba. Quise estar en la cima, aunque fuera utilizando medios que van en contra de lo que pienso. No disfruté como alpinista de esos últimos metros con oxígeno, pero resultó interesante experimentar esa sensación de no ir embotado, de ver todo, de comprobar la diferencia tan grande que hay al ir con oxígeno. Estábamos solamente cuatro personas en la cima observando el amanecer: fue un lujo. Pero a mí me queda una cuenta pendiente con el Everest. Ojalá pueda saldarla algún día. 

Pauner tardó doce años en ascender los catorce ochomiles. Recientemente, el nepalí Nirmal Purja batió el récord al subirlos en seis meses con la ayuda de helicópteros y cuerdas ya fijadas. Pero ¿se puede llamar a eso escalar?

—A Nirmal no le envidio. Lo más interesante de los ochomiles no es poner los pies en las cimas, sino todo lo que conlleva: la expedición, los países que conoces, el contacto con la gente, las veces que sueñas en estar ahí mientras estás aquí... Y eso se disfruta con el tiempo. Meterme en una contrarreloj es apurar demasiado. Respeto a quien lo hace, pero creo que hay un interés más económico que otra cosa. Yo no me creo que lo haya disfrutado. Además, no lo ha hecho él solo; ha estado en montañas que le han preparado con cuerda fija y oxígeno desde abajo. De los recuerdos más agradables que guardo en los ochomiles es subir el K2. Tuvimos que fijar cuerda mientras escalábamos, y esa sensación de subir por tus medios, de estar solo y a la altura de la montaña me llena mucho más que pisar la cima. 

 

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«Ese ondular entre la ciudad y las montañas es lo que me da paz. Necesito ambos mundos para poder vivir»

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Una vez cubierto el reto de los ochomiles, Pauner comenzó enseguida su siguiente proyecto, «7 cimas, 7 continentes». Después del Everest en Asia, en 2015 coronó el Elbrus, considerada la montaña más alta de Europa. Ese mismo año, alcanzó la cúspide del Aconcagua (en América del Sur). Al siguiente, el Kilimanjaro (África) y la Pirámide Carstensz (Oceanía). En 2017, el Denali o monte McKinley, en Alaska, y finalizó con éxito el Vinson, la montaña con mayor altitud de la Antártida y una de las más frías del planeta.

—Se van acabando los objetivos...

—¡Qué va! Tengo en mente el proyecto internacional «Leopardo de las Nieves». Consiste en subir los cinco sietemiles de la antigua Unión Soviética, que están repartidos en Pakistán, Tayikistán y Rusia. Parecen montañas muy atractivas, preciosas. Desarrollé la idea, me la creí y ahora estoy buscando patrocinadores. El plan duraría tres años y lo mejor sería empezar este verano. [A causa de la pandemia, Carlos ha cancelado todos sus viajes para este año. Si todo va bien, tratará de cerrar patrocinios y comenzar este proyecto en 2021].

Las ascensiones a las montañas más conocidas suponen una inversión enorme de esfuerzo y dinero. Por ejemplo, para subir el Vinson se requieren varios permisos para acceder al continente helado con un precio aproximado de 45.000 euros más los gastos de viaje. En torno a las expediciones surgen dudas sobre su coste económico y el posible destino de esos fondos a fines sociales o de promoción de zonas deprimidas. 

 

Carlos, con la bandera de Aragón, llega a la cima del Nanga Parbat la mañana del 20 de julio de 2005 con un tiempo soleado.

 

—Es verdad que el presupuesto puede ser desproporcionado. Pero creo que aporto un valor social subiendo las montañas: consigo que la gente se plantee que cualquier reto se puede conseguir. Hay que aprender a moverse en la incomodidad y explorar nuevas posibilidades, fijarse metas, prepararse para alcanzarlas y luchar por ellas. A mí no me han regalado nada. Yo era un crío de Jaca que vino a Zaragoza; mis padres no tenían ni un duro y me puse a trabajar desde muy pequeño. Las cosas se consiguen cuando te las propones y cuando te esfuerzas. Esa es una gran lección para los jóvenes. Que no esperen una subvención o un puesto para toda la vida como si les cayeran del cielo.

Pauner echa el último trago a la cerveza. Un coche pita con fuerza delante de nosotros a una furgoneta que se ha parado para descargar bebidas. El ruido nos devuelve a la calle. María Luisa, su madre, que vive cerca, ha bajado al café a saludarle y a tomar algo. Carlos le pide que le guarde un trozo de la empanadilla que han preparado para ella en el Levante. Se intuyen rutinas familiares en torno al aperitivo. 

—Y usted, ¿qué piensa de todo lo que ha hecho su hijo? 

—Bueno —responde ella con una mezcla de bondad, sano orgullo y resignación—, una madre lo único que quiere es ver a sus hijos felices.