Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El otro fútbol

Texto Ander Izaguirre [Com 98] Fotografías Daniel Burgui [Com 07]

El balón del Mundial de Sudáfrica rueda por céspedes relucientes, en estadios abarrotados, dirigido por los futbolistas más selectos, atrayendo la mirada de miles de millones de personas. Pero ese balón es en esencia, el mismo que da botes imprevisibles en los campos de tierra del Chaco boliviano, en los arenales del Sáhara o en los hielos de Groenlandia. El fútbol ofrece sus aportaciones más valiosas en esas canchas remotas, lejos de los focos.


BOLIVIA

Las madres guaraníes saltan a la cancha

Acosadas por la pobreza y la marginación, las mujeres del Chaco boliviano se reúnen para entrenar y jugar partidos. En dos años han impulsado una revolución

El partido entre los equipos de Urundaiti y Boyuibe se retrasa unos minutos: Susana, una de las jugadoras, está detrás del córner dando el pecho a su bebé. Por fin, entrega la criatura a una amiga, sale corriendo al campo y se instala en el borde de su área, donde no dejará pasar ni un balón en todo el partido. Susana, defensa central infranqueable, es una mujer guaraní que tiene 25 años y seis hijos.
El partido sufre otra demora: alguien indica que tres de las futbolistas están embarazadas y no deberían participar. Se reorganiza el equipo. Unas señoras obesas de unos 35 o 40 años se visten la camiseta y sustituyen a las embarazadas. Con ellas sale otra chica de 15 años, que también ha estado amamantando a su bebé en la banda.
El árbitro lleva por fin el balón al centro del campo, una explanada de tierra en la aldea guaraní de Urundaiti, bacheada y generosamente alfombrada por cagadas de oveja. Las futbolistas se acercan y forman un corro para escuchar las palabras de Margoth Segovia, promotora de estos encuentros: “Amigas, nos reunimos para disfrutar todas juntas del deporte. No se trata de jugar a muerte. Queremos que perdure la amistad, el respeto y la solidaridad entre todas nosotras. Hacemos deporte para distraernos de lo que ustedes ya saben”.

La revolución del fútbol. Lo que ellas ya saben: cinco o seis hijos, a veces nueve o diez, hacinados en una caseta de adobe sin agua ni electricidad, acosados por el hambre y las enfermedades parasitarias. Maridos que se marchan y no vuelven. O que vuelven borrachos, gritando y golpeando. Trabajo sin descanso para cuidar a los niños y llevar la casa, limpiar, coser, cocinar, cultivar un poco de maíz en una parcelita miserable, criar algún chancho, unas gallinas, y salir unas horas a la ciudad para vender empanadas en la calle o limpiar casas a cambio de unos pesos. Y por las noches, fútbol.
“Estas señoras que vienen a los entrenamientos dos o tres veces por semana tienen un mérito extraordinario”, explica Segovia. “Llegan agotadas pero participan porque el fútbol representa para ellas mucho más que un deporte: es su espacio de libertad, el momento de la semana en el que se juntan con las amigas, charlan, se ríen, practican deporte en grupo, y durante unas horas se olvidan de sus vidas tan duras. La sociedad guaraní es muy machista. Aquí las mujeres no tienen vida propia, sólo hacen lo que les permita el marido, pero ellas han ido ganando sus espacios”.
En apenas dos años, el fútbol ha impulsado una pequeña revolución social en el Chaco: “Al principio, muchos hombres se negaban a que las mujeres jugaran”, dice Segovia. Les parecía algo ridículo, vergonzoso. ¡Sus mujeres jugando al fútbol! Las que se atrevían a venir recibieron más de una paliza. Pero los hombres han ido acostumbrándose poco a poco y cada vez vienen más a ver los partidos. Un domingo me di cuenta de que estábamos cambiando las cosas: vi cómo una de las jugadoras dejaba el bebé a su marido y salía a la cancha. Aquello era revolucionario: el hombre con el niño en brazos, mientras la mujer jugaba. No me lo podía creer”.
Sí que hay bastantes hombres viendo el partido Urundaiti-Boyuibe, aunque permanecen en grupos, un poco alejados, a la sombra de los árboles. Las que más jaleo montan son las espectadoras, volcadas en la misma línea de banda: los universales gritos al juez, aunque siempre con educación (“¡Marque bien la barrera, señor árbitro!”), las bromas contra algunas jugadoras mayores que pierden el balón ante las jóvenes más ágiles (“¡Está muy pesada!”) y la carcajada general cuando la extremo derecha de Urundaiti se queja a voces de los malos pases de sus compañeras (“¡Me hacen correr como pelotuda para nada!”).
No es fácil dirigir el balón entre los hoyos y los bultos del terreno, así que las chicas de Urundaiti intentan pases largos y aéreos hacia sus dos delanteras. “Al principio pateaban la bola y corrían todas detrás como ovejas, hasta las arqueras”, dice Carlos, el entrenador. Después de unos meses, las jugadoras han aprendido a repartirse el campo.
Carlos interrumpe las explicaciones para pedirle un cambio al árbitro: un bebé llora y llora en la banda, así que la madre debe abandonar el terreno para atenderlo. Pero no hay manera de calmar al bebé. Llora y no quiere mamar. “Es que tengo la teta caliente de tanto correr y no toma”, dice la madre. Y luego chilla: “Señoras, ¿quién tiene una teta fría?”. Se ríen las espectadoras y también las futbolistas, que andaban peleando el balón en un barullo dentro del área. “Mírenlas, toditas juntas, parecen hormigas nomás”, grita otra espectadora. Más cachondeo.

Mostrarse al mundo. En el descanso, las chicas de Boyuibe están contentas: ganan por dos a cero. Pero su arquera Yobinka Guzmán ha tenido que trabajar bastante. “Necesitamos más fuerza en la defensa para que no me lleguen tantos balones al arco”, dice. Yobinka tiene 29 años, cuatro hijos y un sobrino adoptado en su propia casa. Todos los días se levanta a las seis de la mañana, da la leche a su chiquito de 2 años, prepara el desayuno a los mayores y sale al trabajo: es educadora en una escuelita de la aldea guaraní de Pueblo Nuevo, donde atiende a niños pequeños. Al mediodía prepara la comida y arregla a los hijos para que vayan al colegio por la tarde. Luego dedica varias horas a limpiar las ropas y la casa. Y por la noche acude a los entrenamientos. “Duermo como muerta”, dice, entre risas. “Pero tenemos que practicar fuerte para viajar a España”.
Yobinka y sus compañeras anhelan formar una selección de madres guaraníes que vuele a España y participe en algún torneo, como han intentado algunos organizadores en estos últimos meses. Inocencia, que tiene 23 años y pronto dará a luz a su cuarto hijo, sueña con esa oportunidad: “Ojalá podamos viajar. Para nosotras sería una oportunidad única en la vida. El fútbol es importante, nos ayuda a desarrollarnos: yo cuido a mis niños, limpio las ropitas, hago la casa, trabajo tejiendo y haciendo pan, pero siempre guardo tiempo para los entrenamientos porque gracias al fútbol nos reunimos las mujeres, conocemos nuestros problemas, nos ayudamos. Los hombres ya van entendiendo. Les parece bien. En mi casa jugamos los dos: mi marido es futbolista y me apoya, está dispuesto a cuidar a los niños si yo viajo a España. Es importante que vayamos: tenemos que enseñar a todo el mundo cómo nos estamos preparando las mujeres de Bolivia”.

 

SÁHARA

Un oasis en el área pequeña

El balón ofrece pequeñas ilusiones a los jóvenes saharauis que no conocen nada más que los campamentos de refugiados, el desierto sin escaparoria, la vida sin proyectos.

Los refugiados saharauis admiran al delantero centro Hamuda Chej, de 22 años, por sus regates prodigiosos, sus galopadas de área a área y por sus gafas gruesas, de patillas atadas con esparadrapo. Hamuda padece una miopía grave, con al menos 12 dioptrías en el ojo derecho y 13 en el izquierdo, y sus gafas sólo son un remedio aproximado, de 9 o 10 dioptrías. Desde que le revisaron la vista, hace ya cuatro años, no ha conseguido unas gafas adecuadas. Y le cuesta acertar con los pases y los disparos lejanos. “Tiene nivel como para jugar en algún equipo de Argelia, pero necesita operarse la vista, y aquí en los campamentos es imposible”, dice su entrenadora Fátima Mahmoud, de 26 años. “Así se pierden nuestros mejores deportistas”.
Fátima se formó en una escuela deportiva de Argelia y ha dirigido al equipo Brigada Sumud hasta la final de la Copa saharaui. Juegan con la vestimenta donada por la Real Sociedad, y su rival, el Ujsario (las juventudes del Frente Polisario), lo hace con la ropa del Barakaldo. El Ujsario gana por tres a cero, sus jugadores se llevan el trofeo y se marchan del campo encaramados a un jeep, entre bocinazos y cánticos. A Fátima no le escuece la derrota: pronto comienza la Liga saharaui, con veinte equipos de los distintos campamentos de refugiados que se enfrentan a doble vuelta, y espera desquitarse. Además, aspira a objetivos mayores: “Si mejoráramos un poco el nivel, la selección saharaui podría participar en alguna división inferior de las ligas argelinas. Ojalá algún día jugáramos partidos oficiales, por ejemplo en la Copa de África. El deporte atrae la atención de muchísima gente y debe servir para divulgar la injusticia que padecemos”.
Cuando España abandonó el Sáhara Occidental de manera precipitada, los saharauis fueron invadidos por Marruecos, bombardeados con napalm y fósforo, expulsados al desierto. Mientras los hombres luchaban contra las tropas marroquíes, las mujeres levantaron varios campamentos en el secarral atroz de Tindouf (Argelia), donde llevan ya 34 años, ignorados por el mundo, sin futuro. Las botas de fútbol, como las zapatillas de los maratonianos que corren aquí todos los años, se emplean para sacudir la arena y el olvido que poco a poco sepultan las vidas de unos 200.000 refugiados saharauis.
El fútbol también cumple una misión social importante. En los campamentos viven miles de jóvenes que no pueden estudiar y que tampoco encuentran trabajo. Eso trae problemas: frustraciones, depresiones, drogas… “Con las competiciones logramos que tengan objetivos”, explica Fátima, “que adopten una disciplina, que se esfuercen, que trabajen en equipo, que sean buenos compañeros, que conozcan a chicos de otros campamentos cuando juegan contra ellos…”.
El propio Hamuda está orgulloso de la progresión del fútbol saharaui: “Por culpa de la miopía, no he podido seguir mi carrera en otros países y pronto tendré que dejar el fútbol. Pero no me importa. Estoy feliz compitiendo aquí. Cuando empecé de niño, no teníamos botas, ni camisetas, ni entrenadores ni competiciones. Y hoy he jugado la final de la Copa. Es un gran logro de nuestro pueblo. Quiero dedicarme a entrenar a niños. Quiero ayudarles a que hagan deporte, para que se formen, para que en sus años de juventud tengan, por lo menos, alguna ilusión”.

 

GROENLANDIA

Fútbol para respirar en el hielo

Los inuit quieren vivir en el mundo globalizado pero a menudo se sienten presos en el país del hielo. El fútbol es una de las ilusiones a las que aferrarse.

Con el deshielo de primavera, en la aldea de Kulusuk (Groenlandia oriental) brotan los objetos sepultados durante meses: trineos, juguetes, pedazos de focas descuartizadas… y un balón descascarillado. Aún quedan un par de metros de nieve en la explanada cercana al puerto, de manera que los futbolistas locales siguen entrenándose en el salón comunitario que durante los fines de semana acoge los bailes y las fiestas. Allí celebran partidillos muy adecuados para ganar habilidad: los jugadores se apelotonan y tratan de conducir el balón entre un bosque de piernas rivales, rebotándolo contra las paredes y con cuidado para no reventar las ventanas.   El fútbol abre un pequeño respiradero a los adolescentes inuit que se sienten atrapados en este país de hielo. Cuando se les pregunta qué quieren hacer de mayores, algunos responden que desean ser millonarios y marcharse a Dinamarca.
Hace sólo cincuenta años, los abuelos de estos futbolistas formaban tribus de cazadores prehistóricos. Entre los espectadores veteranos de la Liga groenlandesa encontramos personas que nacieron sobre rocas durante las migraciones estivales, dedicaron la juventud a deslizarse con trineos, remar en kayaks y cazar con arpón, vivieron en tiendas de cuero y soportaron los inviernos hacinados en cabañas de piedra, reparando herramientas y escuchando leyendas sobre los espíritus del hielo. A mediados del siglo XX, Copenhague obligó a los nómadas a establecerse en asentamientos fijos para proporcionarles servicios médicos, escuelas y provisiones. El Estado del bienestar acabó con la tuberculosis y las hambrunas. Pero produjo un desgarro brutal en la sociedad inuit.
Los cazadores se vieron recluidos en casas prefabricadas, con muebles, televisores y calefacción de gasóleo, sostenidos por los subsidios daneses pero con la vida truncada. El dinero fácil, el aburrimiento y las depresiones desembocaron en un consumo disparatado de alcohol. Y en los años setenta, una plaga de suicidios juveniles devastó las poblaciones groenlandesas. Eran los hijos y las hijas de los nómadas sedentarizados, chavales que padecieron infiernos domésticos con borracheras, palizas y abusos sexuales.
La situación mejoró con los años pero las estadísticas siguen ofreciendo un panorama escalofriante: Groenlandia registra una tasa de suicidios tres veces mayor que las de los países más suicidas y, según un estudio de 2008, el 25% de las chicas y el 17% de los chicos de 15 a 19 años habían intentado quitarse la vida alguna vez. Además de los dramas familiares, sufren otras frustraciones: se asoman a un mundo moderno, desarrollado, occidental, al que no pueden acceder. Muchos estudiantes han veraneado en Islandia, han estudiado en Dinamarca, han conocido los centros comerciales, los estadios, los conciertos, los restaurantes, navegan por internet, ven televisiones internacionales, sueñan con estudiar, montar un negocio, desarrollar una carrera; pero luego se ven encerrados en aldeas minúsculas, en un aplastante mundo de hielo.
Las autoridades de Groenlandia saben que el futuro de la isla pasa por desarrollar la educación, crear nuevos oficios, ofrecer vías para que los jóvenes sean creativos y se construyan un futuro en su propio país.
Mientras tanto, el fútbol echa una mano. El poblado de Kulusuk, de apenas 300 habitantes, tiene una de sus alegrías en el TM-62, el modesto equipo que en 2007 logró la hazaña de superar las dos fases regionales y viajar a Nuuk, la capital, para disputar la fase final del campeonato groenlandés contra los equipos más importantes de la isla. Un poco antes de que empiece el entrenamiento en el salón de baile, los chavales muestran con orgullo la estantería de los trofeos. Una niña enseña el retrato de su jugador favorito, que ha dibujado en el cole. Y el entrenador relata aquel maldito cruce de semifinales con el Nagdlunguaq-48 de Ilulissat, equipo diez veces campeón del torneo groenlandés, en el que cayeron eliminados por un penalti injusto



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