Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Francisco José Ayala: “Hay una correlación directa entre la inversión en ciencia y la expansión económica de un país”

Texto Javier Marrodán [Com 89] Forografía Manuel Castells [Com 87] Ilustración Luis Grañena

Ha publicado más de 800 artículos científicos, asesoró al presidente Bill Clinton, es doctor honoris causa por quince universidades, cultiva con entusiasmo 160 hectáreas de viñedo en California y acumula datos y argumentos sobre casi todas las polémicas relacionadas con la ciencia. Quizá por eso, algunos le han llamado “el hombre renacentista de la evolución”.


¿Cuál debería ser el perfil de un buen  investigador científico? ¿Qué hábitos o qué destrezas debería cultivar?
No es una respuesta fácil. En primer lugar, debe haber dedicación y amor por lo que uno hace. Eso tendría que ocurrir en todos los trabajos, pero especialmente en la ciencia. La ciencia requiere una dedicación intensa y concentrada. El investigador debe estar además al corriente de lo que se hace en el resto del mundo: la ciencia es universal. Hay que tratar de encontrar proyectos que puedan contribuir realmente al avance de la ciencia.

¿Es fácil estar al corriente?
A veces se duplican esfuerzos, pero no es lo normal. La ciencia tiene unas posibilidades muy amplias. Es cierto que en cualquier disciplina científica se publica una cantidad enorme de trabajos. En la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), una de las más importantes, aparecen anualmente cerca de 15.000 artículos sobre todas las áreas de la ciencia. Sólo en lo relativo a la evolución se publican cuatro o cinco artículos por semana. Las personas que se inician en la investigación pueden caer a veces en una especie de círculo vicioso. Tienen que saber trascender su proyecto concreto, ampliar el campo para decidir qué cosas merecen la pena. Actualmente la ciencia es universal, sí, pero es también muy extensa. Por eso, estar al corriente exige un esfuerzo. El científico debe dedicar hoy buena parte de su tiempo a leer las revistas científicas.

Además de la información, ¿se comparten las técnicas o los avances?, ¿hay colaboración entre los científicos de distintos centros o países?
Es más lo compartido que lo competido. En disciplinas como la genética y la evolución, los grupos importantes estamos más o menos al corriente de lo que hacen los demás. Pero en la ciencia surgen a veces problemas concretos que despiertan la competencia. Hay un episodio famoso: el descubrimiento de la estructura del adn. Fueron Watson y Crick quienes lo lograron en primer lugar, pero ambos habían estado muy pendientes de los trabajos de Linus Pauling, un hombre que tenía mucho crédito a la hora de descifrar estructuras de proteínas. Unos y otros no se informaban: se limitaron a ir publicando sus resultados. Todos querían ser los primeros.

Una polémica más reciente fue la que mantuvieron Luc Montagnier y Robert Gallo a propósito del vih.
Sí, es otro caso famoso, aunque de naturaleza un poco distinta. Y aún no está bien resuelto. El comité de los premios Nobel lo aclaró a su manera al darles el premio a Luc Montaginer y a su colaboradora. Parece ser que Gallo fue el primero que identificó un virus particular y lo relacionó con el sida, pero él no había aislado ese virus, sino que lo obtuvo de una muestra que le facilitó Montaginer.

Una de las demandas más frecuentes entre los investigadores es la económica. ¿No es paradójico que algunos gobiernos de Occidente inviertan en armas, por ejemplo, el dinero que podría dedicarse a la ciencia?
Es paradójico desde varios puntos de vista. Para empezar, hay una correlación directa entre la inversión en ciencia y la expansión económica de un país. Esto se ha demostrado muchas veces. Un caso reciente es el de Irlanda, donde antes se dedicaba a la investigación científica el 0,5 del pib y ahora se invierte el 1,6%. Esto ha supuesto una expansión tremenda. Hubo un ciclo parecido en varios países asiáticos: a mediados de los ochenta empezaron a invertir en ciencia y tuvieron una expansión fabulosa.

¿Y España?
El cambio más importante se produjo entre 1980 y 1990. En aquella década, la inversión en ciencia pasó del 0,4% al 0,9% del PIB. Hubo entonces una expansión económica enorme. Pero España invierte todavía muy poco. Está por encima de los países subdesarrollados, pero por debajo de la media europea, que es del 2%. Si excluimos a los países de Europa Oriental que se han incorporado recientemente a la UE, los únicos que están por debajo de España son Portugal y Grecia. España debería invertir mucho más.

¿Por qué no lo hace?
Porque la inversión en ciencia no gana votos. Estados Unidos invierte en ciencia el 3% del PIB. En los últimos diez años, tres grupos distintos han hecho allí un estudio y han llegado a la misma conclusión: ese 3% que se invierte en ciencia y tecnología es responsable del 50% de todo el desarrollo industrial y económico del país. Si se estudia el periodo transcurrido entre el final de la II Guerra Mundial y el presente, se comprueba que el 50% del crecimiento se debe a nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos. Los políticos americanos tienen esto muy claro. George Bush jr no tenía interés por la ciencia y siempre trató de recortar los presupuestos, pero el Congreso, incluso teniendo mayoría republicana, los aumentó. Obama ha asegurado que va a elevar considerablemente la inversión en ciencia. De todos modos, también en Estados Unidos es más rentable electoralmente que un político diga que va a aumentar el empleo y la calidad de vida, o que va a mejorar la sanidad pública.

Da la impresión de que algunas inversiones sí que se hacen por razones políticas. Hace diez años, la llamada crisis de las vacas locas generó una gran alarma social: se promovieron campañas, se crearon centros de control, se habilitaron nuevas líneas presupuestarias y hasta cambiaron algunos hábitos alimentarios. Sin embargo, una década después, las consecuencias de la pretendida pandemia en España son dos fallecidos, y ni siquiera está clara la relación causa-efecto entre las muertes y el consumo de carne en mal estado.
Ciertamente, la atención de la opinión pública sobre determinadas cuestiones es a veces desmedida. Lo de las vacas locas fue un problema que en Estados Unidos tuvo poca visibilidad. En cambio, quizá ahora esté ocurriendo algo de ese estilo con la gripe A. En Estados Unidos han muerto hasta la fecha [septiembre de 2009] treinta personas, y en todos los casos se trataba de personas que ya tenían otra enfermedad, y que se encontraban, por tanto, en una condición de salud comprometida. En Estados Unidos mueren todos los años a consecuencia de la gripe normal unas 30.000 personas. Esto quiere decir que los fallecimientos ocasionados por la gripe A son inferiores a los que se producen en un día de invierno a causa de la gripe normal.

¿Es un problema periodístico?
Supongo que sí: son cosas novedosas, que llaman la atención. No cabe duda de que hay que prevenir la gripe A, pero es mejor prevenir la gripe normal.

Hay quien sostiene que algunos gobiernos están utilizando la gripe A como una cortina de humo para ocultar otros problemas u otras carencias.
¡Quién lo sabe! Yo no tengo ni idea. Lo que sí parece claro es que los medios de comunicación prestan mayor atención a lo que es más novedoso. Hace dos meses murió de forma inesperada Michael Jackson. Se han hecho algunos estudios que han revelado que la televisión le ha dedicado desde entonces muchas más horas que las que ha invertido en Irak, Afganistán y no sé cuántos otros conflictos internacionales. En Estados Unidos ocurrió hace poco que una persona murió al caer de un trasatlántico durante un crucero, y se le prestó una gran atención, mucha más que a los que mueren todos los días en circunstancias igualmente trágicas.

Volviendo al caso de las vacas locas, parece claro que la enfermedad se extendió cuando las vacas, que son animales herbívoros, empezaron a ser alimentadas con piensos que tenían componentes cárnicos...
Sí, ese fue el origen del problema: se utilizaban residuos de animales ricos en grasas y proteínas para fabricar piensos que luego se empleaban para alimentar a las vacas.

¿Cree usted que la biología pasa factura cuando se alteran los procesos y los hábitos naturales?
No necesariamente. Hay que respetar la naturaleza, sí, pero el hombre también es capaz de trascenderla. El hombre es un animal tropical y hoy vive con normalidad en Escandinavia, Siberia o Alaska sin haberse adaptado al clima de esos lugares. Se adapta en todo caso a base de ropa y de calefacción. En algunos casos sí que se abusa de la naturaleza y se hacen las cosas mal. Ahora está ocurriendo con el medio ambiente.

¿Puede ocurrir, por ejemplo, que los alimentos transgénicos deparen con el tiempo efectos insospechados?
Podría ocurrir si no se hacen las cosas bien. Pero una persona que hoy en España no coma alimentos transgénicos, se muere: no hay alimentos que no sean transgénicos. El trigo o el maíz que cultivamos en la actualidad tienen muchos genes cambiados respecto a las especies silvestres de las que proceden. Antes se cambiaban los genes por tanteo, a lo bruto: si uno quería un determinado tipo de árbol, multiplicaba las semillas de ese árbol; si quería vacas que dieran más leche, multiplicaba las que daban leche, y no las otras; y poco a poco se fue cambiando la distribución original de las especies. En esos casos ocurre además que uno cambia la cualidad de los genes que quiere mejorar, pero cambia muchos otros genes que van asociados a ellos. Por eso tenemos tomates y manzanas que son más bonitos que los de hace cuarenta años, pero que tienen menos sabor. La ventaja de la tecnología genética moderna es que puede cambiar un gen sin cambiar los demás. Se pueden mejorar propiedades concretas. Como en todo, también en este campo las cosas se pueden hacer bien o mal, pero no tiene por qué haber problemas. De hecho, la mayor parte de los cultivos del mundo son transgénicos. No creo que la naturaleza nos vaya a pasar factura por eso. Es mejor modificar genéticamente una planta para hacerla resistente a los insectos, que utilizar un insecticida que va a acabar con el insecto dañino y con todos los demás.

Llevamos años oyendo hablar de una posible vacuna contra el sida o contra la malaria. ¿Por qué la investigación es lenta?
Son problemas difíciles. El del sida debería ser más fácil de resolver que el de la malaria, ya que se trata de un virus: un organismo muy pequeño y muy diferente a como somos nosotros. Se puede atacar, por tanto, con métodos que a lo larga no sean perjudiciales para el ser humano. La malaria es la enfermedad más importante en la historia del ser humano, al menos en los últimos cinco mil años. En la actualidad causa al año 500 millones de enfermos, el 85% en África. Entre un millón y medio y tres millones de niños mueren todos los años a consecuencia de la malaria. Es más difícil de combatir que el sida. Las células de la malaria son eucarióticas, como las nuestras: son organismos complejos, que funcionan con sistemas de proteínas y que llevan la información genética de modo semejante a como lo hacemos nosotros. Eso supone que la mayor parte de los sistemas pensados para destruir o controlar el parásito de la malaria son también muy perjudiciales para los humanos.

¿Se encontrará una solución?
Se está buscando. Al principio se empleó la quinina, que se extrae de la corteza de un árbol muy común en Perú. El nombre de la quinina, por cierto, viene de la mujer de un virrey del Perú, la condesa de Quinona, que se sobrepuso a una fiebres muy altas –seguramente malaria– gracias a esas cortezas. Fueron los indios quienes se las proporcionaron. Con el tiempo, sin embargo, los parásitos se han vuelto resistentes a ese producto. Lo han hecho además de forma independiente: los genes que hacen resistente a la malaria en Sudamérica, en África y en el sur de Asia son distintos. La quinina es hoy prácticamente inútil. Se emplean otros productos, pero a muchas personas les alteran el estómago.

¿Cuáles son las zonas más afectadas?
En el África subsahariana, todos reciben picaduras. Si los niños sobreviven, tienen una defensa inmune, que no les protege de la malaria, pero sí les protege de morir. El 85% de los nativos de África sufren de fiebres altas todos los años, varias veces. Es una de las razones que contribuyen de manera importante al subdesarrollo del continente.

Teniendo la malaria esa importancia, ¿es proporcional lo que se invierte para combatirla respecto a lo que se destina, por ejemplo, al sida?
En los dos o tres últimos años, en Estados Unidos se ha aumentado mucho la inversión en la lucha contra la malaria gracias a la Fundación Gates –que tiene miles de millones de dólares— y a los institutos nacionales de la salud, que han multiplicado el presupuesto que se destinaban a esta enfermedad. Ha habido un progreso importante. Una cosa muy concreta que se está haciendo es distribuir mosquiteros de forma masiva, y explicar cómo se usan. Se sigue trabajando, además, en un medicamento eficaz, aunque lo malo es que el parásito evolucionará para hacerle frente.

Esto conduce a la evolución genética, la especialidad a la que usted ha dedicado más tiempo y más publicaciones.
Sí. Cuando se descubrieron los antibióticos, aún no había surgido la cuestión del evolucionismo. Entonces nos daban penicilina o estreptomicina, que eran tremendamente eficaces. Pero eso fue cambiando. En 1961, cuando estaba en Columbia University, hice unos experimentos que permitieron comprobar que una de cada cien millones de bacterias se hacía resistente a la estreptomicina debido a la mutación espontánea. Esa bacteria más resistente se fue extendiendo por la población y, al cabo de unos años, la estreptomicina era inútil. Los antibióticos que se recetan actualmente son en realidad un cóctel de antibióticos, normalmente tres. De ese modo, si surge una mutación, la bacteria puede resistir al primero, pero no al segundo y al tercero.


Uno de sus libros se titula Senderos de la evolución humana. Atendiendo a lo que sabemos de la evolución humana, ¿se podría adelantar algo sobre cómo será el hombre dentro de unos miles de años?
Suelo decir que los científicos predecimos el pasado y los astrólogos predicen el futuro. La ciencia no predice el futuro. La evolución biológica del ser humano continúa, incluso más rápidamente que en el pasado. Pero aun así, es un proceso muy lento. Hacen falta miles de generaciones para que se produzcan cambios relativamente importantes. En cambio, la evolución cultural es muchísimo más rápida. Y eso es lo que cuenta ahora para nosotros. El ejemplo más obvio es el que he comentado antes: los humanos nos hemos extendido por todo el planeta a pesar de ser animales tropicales, y viajamos por el aire sin tener alas, y atravesamos ríos y mares sin tener aletas. No esperamos a que nuestros genes se adapten gracias a un proceso de evolución biológico, sino que hemos invertido el proceso y cambiamos el ambiente y las circunstancias en función de las necesidades de nuestros  genes.

¿Se conseguirá un ser humano blindado genéticamente frente a la enfermedad?
No creo. Lo que sí se puede hacer –y se está haciendo ya– es curar genes que son defectuosos. La anemia falciforme, por ejemplo, es una enfermedad muy común en África, y provoca muchas muertes entre adolescentes y jóvenes. El gen que la causa se puede corregir y se puede curar. Hay varios cientos de enfermedades que se curan de este modo. Pero tratar de producir un individuo resistente a todas las enfermedades es imposible, ya que los parásitos y los virus evolucionan muy rápidamente, y siempre van a estar surgiendo enfermedades nuevas. Es inútil protegerse frente a enfermedades futuras. Y peor todavía es el intento de crear un hombre ideal. Para empezar, ni siquiera sabemos cómo deberían ser el hombre y la mujer ideales. ¿Habría que aumentar su estatura para que jugasen a baloncesto y ganasen mucho dinero? Hay una visión un poco ingenua en torno a esta idea de lograr genéticamente un mundo mejor.

Usted ha hablado en varias ocasiones de la revolución que supusieron las aportaciones de Darwin a la ciencia. ¿Cree que a Darwin se le ha utilizado además como arma arrojadiza con propósitos que no tienen nada que ver con la ciencia?
El abuso de Darwin se produjo principalmente en su tiempo a través de lo que dio en llamarse darwinismo social, un planteamiento muy desafortunado para los evolucionistas porque no tiene nada de darwinismo. Pero aquello ya murió con Spencer y los defensores del capitalismo a ultranza. En tiempos más recientes, Darwin ha sido incorporado a las relaciones entre ciencia y fe: si los humanos hemos evolucionado de antepasados que no eran humanos, ¿cómo se concilia eso con la idea de que hemos sido creados por Dios?

Eso: ¿cómo?
Son nociones que discurren a niveles diferentes y que también se presentan unidas en el individuo: en los países civilizados, nadie niega que nos desarrollamos a partir de un óvulo fecundado por un espermatozoide, pero eso no impide creer que tenemos alma y que somos criaturas de Dios.

El alma... Hay científicos como Richard Dawkins o Sam Harris que, según parece, se están sirviendo de sus investigaciones para lanzar proclamas y teorías sobre la inexistencia de Dios. Quizá el caso más emblemático sea el de Dawkins, que ha acabado afirmando que “las ideas religiosas son el equivalente de un virus que va estropeando la mente”. ¿Por qué les incomoda tanto el concepto de alma?
Lo que realmente les incomoda es el concepto de Dios. La oposición entre ciencia y fe surge cuando se pretende considerar la verdad religiosa como si fuera ciencia, y viceversa. Son dominios diferentes y no tiene por qué haber oposición entre ellos. Dawkins o Harris –el primero de manera más elaborada e inteligente que el segundo– argumentan que la ciencia no puede demostrar la existencia de Dios, y a partir de ahí tratan de demostrar la no existencia de Dios. Dawkins asegura en algún sitio que hay un 95% de posibilidades de que Dios no exista. Es extraño que una persona tan inteligente como él diga esas cosas. En su postura debe de haber un fundamento antirreligioso que tiene un origen distinto a la ciencia.

Quizá esto tenga que ver con certezas de distintos tipos. Parece que hoy las únicas certezas válidas son las que se pueden aislar en un laboratorio. En todo lo demás, el relativismo es la única opción posible.
La ciencia trata de explicar los procesos naturales. Es una ventana para mirar al mundo. La religión es un ventana distinta: está abierta al mismo mundo, pero lo que se ve es distinto. Se ven los valores y el significado de la vida, las relaciones morales de unos con otros, nuestra relación con el Creador, la fe... De todos modos, yo no hablaría de certezas, porque una convicción fundamental de los científicos es que nunca hay certeza absoluta. A veces hemos explicado algo durante mucho tiempo de una manera concreta, y luego se ha descubierto que hay una manera distinta y mejor de explicarlo. El ejemplo más obvio de esto es la física newtoniana. Durante siglos se pensó que la materia y la energía eran diferentes, y que no podían aumentar ni disminuir. Hasta que llegó Einstein y demostró que la materia se puede convertir en energía y viceversa. Los científicos tenemos que aceptar la posibilidad de que nuestras ideas no sean ciertas. La religión, en cambio, sí que tiene la certeza que proviene de la fe.

Sí, la disyuntiva que a veces se plantea entre una y otra puede que tenga más que ver con la comprobación empírica.
Eso sí. Esa es la base de la ciencia. Cuando se ha comprobado repetidamente una cosa, es poco probable que cambie. Pero insisto: los científicos siempre tenemos que estar abiertos a una explicación distinta.

¿Pueden encontrar las neurociencias alguna relación entre esas dos ventanas que mencionaba antes?
Pueden, pero siempre van a existir las dos ventanas. Ahora sabemos que las neuronas se comunican principalmente por señales eléctricas y físicas, pero pasar de esas señales fisicoquímicas a pensamientos, ideas o deseos es complicado. Los avances que se han ido haciendo en ese campo pueden ayudar a algunas personas a acercarse a la religión, pero la religión va a seguir siendo siempre una cuestión de fe.