Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Guerra fría en el Mar Negro

Texto: Francisco Guaita [Com 00], periodista de RT News (Moscú)  | Fotografía: EFE

Como si fuera la tradicional muñeca rusa, la crisis ucraniana esconde en su interior un conflicto irresuelto. Rusia y Estados Unidos se disputan el control de esta frontera mundiaL, mientras Alemania y Francia apuestan por un plan  de paz liderado por la ONU.


El techo de la casa de Sergei, de unos sesenta años de edad, ha pasado a ser el cielo de Donetsk, región del este de Ucrania. De repente, su hogar voló por los aires. Por suerte, ningún miembro de su familia se encontraba en casa cuando un misil cayó en su parcela.

Al igual que muchos ciudadanos de la zona oriental de Ucrania, Sergei se ha convertido en un observador involuntario de la guerra. La zona donde reside, a las afueras de la ciudad de Donetsk, es uno de los epicentros de los choques entre el Ejército ucraniano y las milicias prorrusas, que comenzaron en abril de 2014.

Ahora, contemplando su casa convertida en un montón de escombros, a Sergei le acompañan varios vecinos. No hay mucho que hacer. Solo han quedado en pie algunas paredes. El silencio se ve interrumpido por un susurro del propio Sergei: «¿Ahora,  qué voy a hacer? ¿Adónde iré?». A pesar de que mantiene la calma, a través de su mirada se percibe el desasosiego del país.

Su relato ilustra la guerra en primera persona del singular. Para cada uno de los heridos o refugiados, sobrevivir no es una metáfora sino una palabra que se entiende desde su acepción literal: vivir con escasos medios o en condiciones adversas. Todos desean volver a la normalidad.

Sin embargo, esa sensación de premura para que se detenga la guerra se difumina al entrar en las oficinas de los políticos o al presenciar las ruedas de prensa de los militares. Allí la urgencia parece mucho más ambigua. Según aumentan los kilómetros de distancia del lugar donde se desarrolla el conflicto, la política gana peso. Desde esa latitud, varios actores internacionales han iniciado movimientos estratégicos en una partida geopolítica donde los auténticos protagonistas son Rusia y Estados Unidos, con la Unión Europea como actor secundario.

 

UN LARGO ENFRENTAMIENTO

La violencia en Ucrania comenzó en noviembre de 2013, pero el conflicto hunde sus raíces en un debate de identidad que divide a la población desde hace décadas. Una parte del país —principalmente las regiones situadas al oeste— mira hacia Occidente, mientras que otra parte —el este y el sur, más ricos e industrializados— apuesta por las alianzas tradicionales con Rusia.

Precisamente, la chispa que encendió las protestas en Kiev fue la negativa del entonces presidente, el prorruso Víktor Yanukóvich, a firmar un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea. La represión del Berkut —cuerpo de élite de los antidisturbios— en la Plaza de la Independencia de Kiev contra varios centenares de manifestantes proeuropeos provocó un estallido popular en las calles de la capital ucraniana.

—La mecha. Las protestas en la plaza Maidan de Kiev estallaron en el otoño de 2013 | FOTO: Efe

Fueron casi tres meses de protestas diarias que no cesaron hasta la caída de Yanukóvich, un presidente con mucho apoyo político del este del país, pero acusado de corrupto (en su casa de campo se descubrió un zoo, un helipuerto y un campo de golf), y que terminó recibiendo asilo político en Rusia tras su derrocamiento.  

Desde el inicio de las revueltas, su Gobierno subestimó el poder de los opositores, fuerza compuesta por europeístas y liberales, además de los ultranacionalistas, que se subieron al carro de las protestas confiando en que les aportarían réditos políticos. Con el paso de los días, el grito ciudadano se fue transformando. Acercarse a la Unión Europea dejó de ser el principal motivo de las manifestaciones, que se convirtieron entonces en un simple escaparate donde mostrar el descontento que existía en una parte del país.

Desde ese momento, la metamorfosis también se convirtió en algo explícito. Las manifestaciones pacíficas se entremezclaron con acciones violentas en la plaza Maidan. Los más radicales ocuparon edificios públicos y semana a semana ganaron aceptación social ante la pasividad de Yanukóvich. El presidente aseguraba que los opositores no tenían la más mínima intención de llegar a un acuerdo.

En el exterior, comenzaron las declaraciones. Moscú, Bruselas y Washington tejían su retórica acerca de la crisis e iban aumentando la presión sobre Yanukóvich. Meses antes de la posible firma comercial con la Unión Europea, Rusia ya había impuesto con sanciones comerciales a Ucrania como anuncio del conflicto económico que supondría distanciarse de Moscú (una cuarta parte de las exportaciones ucranianas van a Rusia). Entre otras medidas, el precio del gas, instrumento que ha utilizado el Kremlin para presionar al gobierno de Kiev. La mitad de las casas ucranianas depende del suministro del país vecino. Después de que Yanukóvich cancelara su acuerdo con la Unión Europea, Putin rebajó el precio del gas exportado a Ucrania un 35 por ciento.

—La chispa. La oposición política se unió a la protesta estudiantil contra el presidente Yanukóvich | FOTO: Efe

Por su parte, Bruselas y Washington criticaron el comportamiento ruso, pero no se quedaron de brazos cruzados. Cada semana llegaban a Kiev jefes de la diplomacia occidental. Allí se daban insólitos baños de multitudes entre los manifestantes. Todo ello, a poco menos de un kilómetro del palacio del jefe de Estado, Viktor Yanukóvich.

La filtración, a principios de febrero de 2014, de una conversación entre la subsecretaria de Estado norteamericana para Asuntos Europeos, Victoria Nuland, y el embajador estadounidense en Ucrania, Geoffrey Pyatt, agravó el problema: ambos diplomáticos debatían sobre quién debería ser el futuro presidente del gobierno ucraniano. «Yo creo que Yats —refiriéndose a Arseni Yatseniuk, exministro de 39 años y uno de los tres líderes de la oposición— es el hombre. Tiene experiencia en economía y en gobierno», afirmaba Nuland. El 27 de febrero de 2014, el tecnócrata y europeísta Yatseniuk resultó elegido primer ministro.

 

LOS PRIMEROS MUERTOS

Las revueltas dieron un giro radical a finales de febrero de 2014. Después de distintos intentos de pactar una tregua entre gobierno y oposición, y de acuerdos temporales a tres bandas —Kiev, Moscú y Bruselas—, la violencia estalló en la capital ucraniana. Porque siempre que aparecía la vía política como una solución más cercana, la crisis desembocaba en enfrentamientos entre centenares de radicales y los antidisturbios del Berkut.

Esta vez, la situación se tornó aparentemente irreversible cuando francotiradores apostados en los tejados extendieron el pánico en el centro de Kiev. Más de cien personas murieron acribilladas en apenas cuarenta y ocho horas, unas veinte de ellas eran policías. Fueron los días más trágicos en Ucrania desde el colapso de la Unión Soviética.

Hasta la fecha se desconocen los responsables de aquella masacre, que tuvo una repercusión internacional inmediata. Yanukóvich, debilitado en su partido, con las Fuerzas Armadas divididas y sin respaldo de su gabinete, abandonó la capital rumbo al este ucraniano. El poder del presidente, aferrado a un acuerdo con la oposición para reformar la Constitución y adelantar los comicios, se derrumbó como un castillo de naipes. Manifestantes armados tomaron varios edificios gubernamentales. Al mismo tiempo, el Parlamento ucraniano, con la ausencia de muchos de los miembros del partido gobernante, aprobó decenas de leyes con mayorías aplastantes. Finalmente, se anunció la destitución del jefe del Estado, Víktor Yanukóvich.

—El combustible. Más un centenar de opositores murieron acribillados por los francotiradores | FOTO: Efe

A partir de entonces, los discursos de Moscú, Washington y Bruselas perdieron toda su sutileza. Estados Unidos y la Unión Europea legitimaron los cambios de gobierno en Ucrania, ya que consideraron que se había producido un vacío de poder. Rusia, por su parte, calificó los hechos como «golpe de Estado», y consideró a Occidente el inductor del derrocamiento de Yanukóvich.

Sin embargo, el cambio que marcó una nueva trayectoria en la crisis no fue el derrocamiento del gobierno prorruso, sino la aprobación en la Rada Suprema —el Parlamento de Ucrania— de una nueva ley que intentaba eliminar la cooficialidad del ruso en la regiones del este y sur de la república, de amplia mayoría rusa.

Con este medida, Kiev cometió un error de cálculo. Esa otra parte del país situada al sur y este de Ucrania, que ya no se identificaba con las demandas de Maidan y vinculada históricamente a Rusia, encendió sus alarmas al suponer que el nuevo poder iba a eliminar su identidad rusa.

A los pocos días, el presidente interino, Alexander Turchínov, anuló la ley. Pero el daño ya estaba hecho.

 

EL CONTRAATAQUE

La primera reacción de los ucranianos prorrusos llegó en Crimea, una península que pertenece a Ucrania desde 1954 por un «regalo» del entonces líder de la Unión Soviética, Nikita Kruschev. No obstante, Rusia había mantenido legalmente sus bases militares en Ucrania tras un acuerdo alcanzado con Kiev.

En Crimea, el sentimiento prorruso es mayoritario. Allí, seis de cada diez personas son de procedencia rusa. Sin embargo, las nuevas autoridades proeuropeas recalcaban que se debía respetar la soberanía de Ucrania. La respuesta fue violenta: el 27 de febrero un grupo de radicales prorrusos tomó los edificios gubernamentales de la región.

Si en Maidan el reloj corría en contra de Moscú, en Crimea no favorecían ni a Washington ni a Bruselas. El último y mayor contratiempo para Estados Unidos y la Unión Europea fue la aparición de hombres uniformados de verde que se desplegaron por toda la zona. Misteriosamente, no portaban elementos identificativos, pero empuñaban armas rusas y se desplazaban en vehículos con matrículas del mismo país. Durante semanas, el Kremlin negó que fueran militares rusos. En la comunidad internacional pocos le creyeron. En consecuencia, Estados Unidos congeló las relaciones con Moscú y habló por primera vez de sanciones económicas contra Moscú.

Mientras tanto, las autoridades en Crimea pidieron a Rusia que les ayudara a restablecer la paz. La coartada de Moscú para involucrarse en el conflicto fue la defensa de ciudadanos rusos, maniobra que ya sucediera en otros enfrentamientos —como la guerra de Georgia de 2008—. Por el mismo motivo, la injerencia en Crimea estaba justificada.

Los prorrusos y el Kremlim tardaron menos de dos semanas en controlar la situación. Acto seguido, se anunció un referéndum para decidir la anexión a Rusia. La victoria fue incontestable: el 83 por ciento de los votos respaldaron la integración. Cuarenta y ocho horas más tarde, el 17 de marzo de 2014, Putin firmó el acuerdo de adhesión.

—La llama. En junio de 2014, Putin visitó Crimea para celebrar el 69 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Era su primera visita desde la anexión de la península | FOTO: Efe

Kiev no controlaba los acontecimientos en Crimea, y el sentimiento nacionalista ucraniano aumentó en las zonas del oeste del país. «Lo que está claro es que a corto plazo va a haber un rechazo a todo lo ruso y, en consecuencia, al gobierno de Putin», sostiene Nicolás de Pedro, especialista en espacio postsoviético del think tank español CIDOB, radicado en Barcelona.

Mientras tanto, Bruselas y Washington asumen que el Kremlin había recuperado Crimea, sin violencia pero saltándose las reglas del derecho internacional. «Condenamos la invasión de Rusia a Ucrania y rechazamos la legitimidad del referéndum de Crimea», declaró en marzo el presidente Obama.

La anexión de Crimea ha elevado el prestigio interno de Vladímir Putin, que vuelve a sus niveles más altos desde 2010. Solo un 6 por ciento de los rusos se declaró «totalmente en contra» de la invasión de Crimea, según las encuestas del Levada Center (versión rusa del CIS español). «Lo que hemos visto con Crimea es una novedad. Por primera vez en los últimos tiempos, un país de la periferia occidental ha parado los pies al gran imperio», recalcaba Rafael Poch, corresponsal de La Vanguardia en Moscú durante más de una década. El colofón de todo el proceso llegó un mes después de la anexión de Crimea, cuando Putin reconoció en la televisión nacional que las tropas rusas habían «protegido el proceso de independencia en la península».

 

LA FRACTURA KIEV-DONBÁS

El independentismo, lejos de apagarse, se despertó en Crimea y comenzó a extenderse también por zonas limítrofes. A primeros de abril de 2014, grupos de milicianos prorrusos comenzaron a ocupar edificios estatales en las regiones de Donetsk y Lugansk, conocida como la cuenca del Donbás. Días más tarde, en ambas provincias se autoproclamaron gobiernos favorables a Moscú.

El gobierno interino ucraniano denunció que, de nuevo, los movimientos venían dirigidos desde Moscú y reaccionó con mano dura. Anunció entonces una operación antiterrorista contra los insurgentes de Donetsk y Lugansk. Aquello era una declaración de guerra en toda regla, y afectaba al pulmón económico del país, donde se encuentran sus mayores riquezas minerales.

La fractura política y social en Ucrania se hacía más evidente. «Rechazamos a los grupos de extrema derecha que ayudaron a tomar el poder a esa junta fascista [proeuropea] y también rechazamos las leyes antirrusas que han aprobado de forma ilegítima en el Parlamento ucraniano. Por eso no queremos saber nada de Kiev», me aseguraba Alexander, un ciudadano de Donetsk que por entonces se había unido a las milicias.

Mientras tanto, el plan de los rebeldes avanzaba. El 11 de mayo se celebró un referéndum separatista que fue un acto más simbólico que político, ya que el proceso no ofrecía garantías. No obstante, la población hizo largas colas para votar y el «sí» a la independencia ganó por una mayoría abrumadora.

Sin embargo, al contrario de lo que pasó en Crimea, Moscú no se movió —aparentemente— para integrar a las dos regiones, confirmando así que la estrategia iba a ser diferente. En otro inesperado giro de Vladimir Putin, Rusia reconoció los comicios presidenciales ucranianos del 25 de mayo y dio legitimidad a su nuevo jefe de Estado, el oligarca proeuropeo Petró Poroshenko.

 

UNA GUERRA... DE INTERESES

Los combates en el este de Ucrania no solo han traído de vuelta la guerra al Viejo Continente, sino que han avivado los fantasmas del pasado. En las Naciones Unidas, Barack Obama, había enumerado meses atrás una lista de desafíos a los que se enfrentaba la humanidad: por delante de los yihadistas del Estado Islámico se encontraba Rusia.

Cuando se refieren a la crisis ucraniana, los discursos del Kremlin y la Casa Blanca poseen los ingredientes de una receta ya conocida: la de la Guerra Fría. El presidente ruso reclama una y otra vez un nuevo orden internacional donde se respeten en materia de seguridad a Rusia y sus intereses. Para el Kremlin, la Rusia de la década de los noventa —sin músculo internacional y con una grave inestabilidad interna— es agua pasada. Ahora, «el oso ruso no va a pedir permiso a nadie», enfatizó Putin el pasado octubre después de que Moscú recibiera nuevas sanciones económicas.

Desde Bruselas y Washington observan con indignación cómo Rusia ha ignorado la soberanía de Ucrania y continúa los envíos de armas a los milicianos anti-Kiev. «EE. UU. y la UE estamos unidos para aislar a Rusia […], que tiene que entender que pagará un precio por su comportamiento en Ucrania», recalcaba Obama.

Sin embargo, el Kremlin ha negado su presencia en la zona de conflicto y ha solicitado que se demuestren las acusaciones. Occidente, en cambio, responde diciendo que la credibilidad del Kremlin se puso en entredicho con su actuación en Crimea.

—Nuevos focos. El ataque contra un avión comercial y el fallecimiento del pasaje agravaron la crisis | FOTO: Efe

Aunque Moscú asegura que los primeros en intervenir fueron los países occidentales, según el analista internacional Nicolás de Pedro «no se puede comparar el nivel de injerencia de Europa y Estados Unidos en las manifestaciones en Kiev con las acciones que está realizando Rusia, estableciendo a sus tropas en territorio ucraniano y anexionándo se Crimea».

No obstante, cuando empezaron a arreciar las críticas por su actuación en Ucrania, Putin ironizó: «Dicen que violamos el derecho internacional. Qué bien que Occidente recuerde la ley internacional. Más vale tarde que nunca», haciendo referencia a las sucesivas intervenciones occidentales sin consenso internacional en Irak, Afganistán o Libia.

Detrás de la tensión diplomática por la crisis ucraniana se encuentra el principio de que cada país debe ser soberano para tomar sus decisiones. Rusia, por su parte, defiende su derecho a mantener su zona de influencia y garantizar el control de su salida al mar por Crimea, histórica sede de sus fuerzas navales occidentales. Por su parte, la OTAN se ha expandido en los últimos veinticinco años por países del bloque soviético, desplegando un escudo antimisiles que el Kremlin entiende como una amenaza militar.

Para el periodista Rafael Poch, antiguo corresponsal en Moscú, «la guerra en Ucrania no empieza ni con las revueltas de Maidan ni con la anexión de Crimea. Hay que remontarse a 1990, a la Conferencia de París, donde se establecen las nuevas normas de la seguridad para Europa. Allí se establece que no se debe hacer nada a costa de otros países. Y ha pasado todo lo contrario. Rusia se ha sentido ignorada. Durante dos décadas la OTAN no ha dejado de avanzar hacia Rusia. La antesala para entrar en la Unión Europea es la OTAN. Han hecho lo que les ha dado la gana y Ucrania ha sido el puñetazo en la mesa de Rusia».

 

EL POLVORÍN ORIENTAL

El frente más duro de la guerra se encuentra en Donetsk y Lugansk, conocida como la cuenca del Donbás.

En julio de 2014, los ataques del Ejército ucraniano con artillería pesada debilitaron a los rebeldes. El número de víctimas civiles comenzó a crecer y los refugiados se contaban por decenas de miles. Entretanto, las tropas rusas se desplegaron a lo largo de la frontera con Ucrania como muestra de que estaban dispuestos a mantener la tensión militar.

En poco más de dos meses, el Ejército ucraniano había recuperado más del 60 por ciento del territorio conquistado por los rebeldes entre abril y mayo de 2014. Por un momento, parecía que los rebeldes iban a quedar aislados, ya que el gobierno proeuropeo de Poroshenko había estabilizado gran parte de la frontera ruso-ucraniana. El ánimo en Kiev era tan optimista que el Ejército dio una fecha para la recuperación de las regiones rebeldes del este del país: el 24 de agosto.

Sin embargo, aquel optimismo no encajaba con la tranquilidad que se respiraba en el autoproclamado gobierno de Donetsk. Allí, entre los pasillos, se aseguraba que el conflicto sería largo, dando a entender que Rusia iría en su ayuda.

La conexión entre Moscú y los rebeldes prorrusos se ilustraba perfectamente en los principales despachos del gobierno de Donetsk. En todos aparecía la foto de Putin. También en las oficinas de los comandantes de los batallones prorrusos, donde no se escondía que había milicianos procedentes de Moscú, San Petersburgo o Chechenia. Todos, eso sí, aseguraban ser voluntarios. Mientras tanto, en la primera línea de batalla, uno de los cabecillas rebeldes nos enseñó su armamento con indicaciones en alfabeto cirílico. Procedía de Rusia.

—Material inflamable. El nacionalismo aviva el conflicto entre ucranianos proeuropeos y prorrusos | FOTO: Efe

Con el sonido del fuego de artillería y los prorrusos ganando de nuevo terreno, llegó el 24 de agosto. Kiev, consciente de las nuevas dificultades abrió una vía diplomática y se mostró dispuesta a negociar la paz.

El 5 de septiembre, los pactos en Minsk (Bielorrusia) entre el gobierno de Poroshenko, las milicias, Moscú y la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) propiciaron el alto al fuego. El acuerdo final de doce puntos suponía una esperanza para muchos ucranianos. En él se establecía, entre otras medidas, la necesidad de descentralizar el poder de Kiev, la convocatoria de elecciones locales en Donetsk y Lugansk y el mantenimiento de un órgano permanente de diálogo nacional. En los días posteriores disminuyó considerablemente la violencia en la frontera ruso-ucraniana. Pero a medida que pasaron las semanas, regresaron los bombardeos, sobre todo en ciertas zonas de Donetsk.

Tras más de un año de conflicto, pocos podían prever que lo que empezó con unas protestas pacíficas en el centro de Kiev se iba a convertir en una guerra civil donde, según Naciones Unidas, han muerto hasta la fecha más cuatro mil personas.

 

TAN CERCA, TAN LEJOS

La guerra en el este parece encontrarse en un callejón sin salida. El conflicto armado, que comenzó en abril de 2014, no se inclina ni hacia el lado prorruso ni hacia Kiev —europeístas—. Rusia continúa con su doble juego: por un lado afirma que no es parte de la guerra y, al mismo tiempo, mantiene que no permitirá que Kiev pisotee a los ciudadanos de la región del Donbás.

Por su parte, las repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk, que poseen presidentes y parlamentos propios, han creado su ejército y los funcionarios estatales se han marchado de ambas regiones. Un proceso que recuerda en cierta medida a conflictos similares en otras antiguas repúblicas soviéticas: Transnistria (Moldavia), Abjasia (Georgia), Osetia del Norte (Georgia) y Nagorno-Karabaj (Azerbayán), que siguen vivos, pero congelados. Cuatro territorios sin reconocimiento por parte de la comunidad internacional y perdidos en un limbo legal. Pese a que los apoya financieramente, no forman parte de Rusia pero tampoco de las naciones a las que pertenecían.

Quizá el destino de Donetsk y Lugansk pase por confirmar su estatus. En ese escenario, Kiev sería la gran perdedora. Si el ejército ucraniano no avanza en su lucha contra los rebeldes, los continuos combates pueden generar descontento en su población. La capacidad política del gobierno de Poroshenko quedaría en entredicho, y los gastos de la guerra lastrarían las finanzas del país, muy dañadas y cercanas a la bancarrota.

—Soldados anónimos. Rusia se ha desvinculado de los rebeldes prorrusos de Donetsk y Lugansk | FOTO: Efe

La guerra en la región del Donbás cuestiona el futuro no solo político y económico del país, sino también sus alianzas internacionales. De hecho, el grito que originó toda esta tormenta se dio en favor de la Unión Europea. Poroshenko ha pedido ayuda y la ha encontrado: Ucrania presentará su solicitud de ingreso en la Unión en 2020, tras haber firmado en junio pasado un acuerdo comercial con Bruselas.

Pese a todo, los puentes levantados con Occidente pueden saltar por los aires. La mayor amenaza la constituye la guerra en el este de Ucrania. Un foco de inestabilidad constante que, de no resolverse, forzaría a Bruselas a repensar la integración de Kiev como miembro permanente.

Paradójicamente, Ucrania jamás ha estado tan cerca de la Unión Europea, pero el conflicto en Donbás le hace estar, a su vez, más lejos que nunca.Para evitarlo, Alemania y Francia han presentado un plan de paz a Putin basado en los acuerdos de alto el fuego de Minsk, del pasado septiembre. Su propuesta requiere el despliegue de cascos azules, situación que indignaría a los separatistas, claramente fuera del control ruso. A cambio, Merkel y Hollande ofrecen una congelación de las sanciones, posibilidad que Rusia anhela, pero que no confiesa. Entre tanto, Ucracia rechaza la propuesta y EE. UU. amaga con rearmar al ejército de Kiev. El juego de matrioskas no parece tener fin.

 

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