Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Hacia un nuevo modelo energético

Texto Kepa Solaun Ilustración Alberto Aragón

Satisfacer los objetivos ambientales que recomiendan organizaciones internacionales y agentes científicos supone una revolución en los actuales modos de consumo, producción y movilidad. La Unión Europea comienza a dibujar el mapa de una nueva Europa compatible con esos compromisos, pero… ¿son realistas sus propuestas? Diferentes especialistas reflexionan sobre aspectos como la movilidad, la edificación y la generación eléctrica. 


Parece existir un abismo entre las exigencias de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero que plantean los principales agentes científicos mundiales y las perspectivas de corto y medio plazo de unas economías golpeadas por la crisis y basadas en modelos intensivos en consumo de energía y en emisiones. La brecha se hace más profunda si se tienen en cuenta las nuevas potencias en el orden internacional, que reclaman el derecho a consumir como lo hizo Occidente durante el siglo pasado.

En este proceso conviven otros muchos factores, como el agotamiento de los recursos fósiles, el controvertido futuro de la energía nuclear y la irrupción de las nuevas tecnologías de la información, con sus impactos sobre la movilidad de la población. Cada una de estas variables interactúa con las demás en un mosaico complejo, que puede suponer una transformación profunda en pautas que hasta ahora se consideraban consolidadas.

A nivel europeo, destaca con voz propia el documento de marzo de 2011 “Hoja de ruta para una economía sostenible y baja en Carbono a 2050”, que establece una abrupta senda de cambio de modelo y reducción de emisiones cercana al 80% para el año 2050. Esto podría conseguirse, según la Comisión Europea, sin necesidad de empeorar la calidad de vida de la población, ni poner en peligro la competitividad de sectores productivos. 

 

El fin del automóvil (convencional). Actualmente el transporte supone una quinta parte de las emisiones de la UE y es, probablemente, el sector que muestra una peor evolución hasta la fecha. Destaca, sin duda, el transporte por carretera con hasta un 80% de las emisiones, pero las emisiones generadas por la aviación experimentan en los últimos años un ascenso imparable.

La Comisión dibuja un escenario en el que diversos factores van a transformar el sector. En primer lugar, la aparición de nuevos sistemas de propulsión (vehículos eléctricos e híbridos) y nuevos combustibles (biocombustibles). En segundo lugar, se introducirán mejoras en las redes de transporte para aportar mayor seguridad y minimizar los accidentes. Por último, se espera una mejora continua en la eficiencia de los motores. Asimismo, se prevén medidas de tipo económico, como la imposición de tasas para evitar la congestión urbana.

Entre estas iniciativas, el vehículo eléctrico es una de las medidas estrella. Evidentemente, nunca será neutro en emisiones, aunque sólo sea por las emisiones asociadas a su producción, mantenimiento y gestión al final de su vida útil. Sin embargo, en la medida en que las renovables tomen un papel preponderante en la generación de electricidad, su balance podrá ser mucho más positivo que el de los vehículos convencionales. Las mayores dificultades para su implantación son técnicas (falta de autonomía, puntos de recarga, prestaciones), así como económicas, debido al alto coste de los primeros modelos disponibles. Por el momento, una de las grandes novedades puede venir de la mano de la combinación de los vehículos híbridos convencionales, que han tenido ya un éxito considerable, con la posibilidad de recarga eléctrica (los llamados “híbridos plug-in”).

No obstante, la electrificación no es viable en el caso de la aviación, ni de los vehículos pesados. Por ello, la estrategia en estos campos será la utilización de biocombustibles de segunda y tercera generación, que no compitan con las materias primas para la producción de alimentos, por sus posibles implicaciones en el alza del precio de productos básicos. Asimismo, deberá analizarse el ciclo de vida completo de estos biocombustibles, para asegurar que realmente son menos contaminantes en toda su cadena de producción y distribución.

El modelo planteado no es demasiado original. No hay mucho espacio para otras soluciones, como ciudades dominadas por transporte colectivo o medios de transporte no motorizados. Apenas se tiene en cuenta el rol que las nuevas tecnologías de la información pueden desempeñar en reducir las necesidades de movilidad (teletrabajo, videoconferencias, actividades culturales y de ocio).

Con el nuevo patrón que se propone será complejo avanzar hacia un transporte de cero accidentes o libre de otras externalidades, como contaminación atmosférica local, residuos, ruidos, pérdida de espacios o congestiones. Esos costes adicionales, soportados por la sociedad, pero no pagados por el sector, ascienden en Europa, según algunos estudios, a 650.000 millones de euros al año.

 

Más electricidad, pero diferente. La electricidad es un punto clave en el cambio de modelo esbozado por la UE. La producción de energía es el sector europeo con mayores emisiones (31%), aunque ha logrado reducir sustancialmente su peso específico en los últimos años.

Este papel estratégico es fácil de entender. La generación eléctrica renovable no es sólo el camino más lógico para reducir las emisiones del propio sector, sino que constituirá la senda para reducir las emisiones también en el transporte (vehículo eléctrico) y en los edificios (sustitución de combustibles fósiles, como el gas natural, por dispositivos eléctricos).

Existen, además, implicaciones económicas y de seguridad de abastecimiento para optar por la generación eléctrica a partir de fuentes renovables. La importación de derivados del petróleo y gas natural proviene, en gran medida, de países inestables políticamente, lo que puede contribuir aún más al alza esperada de estas materias primas en los próximos años.

El resultado final sería una generalización del uso de la electricidad, pero con dispositivos crecientemente eficientes, lo que evitaría incrementos bruscos en la demanda. De hecho, la UE prevé que el crecimiento del consumo de energía eléctrica se mantenga en los niveles históricos. En este aspecto, representan un importante rol las llamadas redes inteligentes (smart grids). Mediante estos sistemas las tecnologías de la información permitirían una gestión mucho más eficiente de las redes, posibilitando interacciones entre consumidores y generadores para optimizar consumos y minimizar el impacto ambiental. 

Las smart grids pueden transformar la forma de concebir la energía en los próximos años y también se trata de una apuesta estratégica, con diversas experiencias de éxito, para Estados Unidos. La idea es sustituir el viejo concepto de una red unidireccional en la que la energía fluye desde grandes proveedores a consumidores sin información, por un sistema con múltiples emisores y receptores interconectados. En las smart grids los excesos de producción energética se reconducen a otras zonas de la red en las que la energía es necesaria. Además, la red administra el suministro energético a través de tecnología digital que monitoriza los flujos. De esta forma, se gestiona más eficientemente cuándo hacer funcionar o recargar los dispositivos de nuestros hogares, en función de la demanda en la red, así como descentralizar la generación eléctrica a través de fuentes renovables. Existen proyectos para desarrollar estos tipos de redes a gran escala en Europa y Estados Unidos.

 

Edificios autosuficientes. El sector residencial y servicios representa cerca del 15% de las emisiones europeas. Se trata de un sector en el que existen medidas de eficiencia muy baratas de implementar, que pueden producir resultados a corto plazo. Sin embargo, los datos son difíciles de valorar, debido a factores como la influencia de variables climáticas, las grandes diferencias entre distintas construcciones y la enorme cantidad de puntos de consumo.

El camino para alcanzar las reducciones que plantea Europa es largo. Transiciones como las generadas con la incorporación del gas natural en las viviendas y la mejora del aislamiento térmico no son suficientes para reducir en un 90% las emisiones. Se debe volver a utilizar los dispositivos eléctricos, porque, pese a ser menos eficientes termodinámicamente, si están alimentados por electricidad proveniente de fuentes renovables, obtienen un resultado neto positivo.

En los nuevos edificios la senda es más clara. Se espera que el gran salto provenga de la aplicación de una directiva sobre rendimiento energético que creará una nueva tipología de edificios cero-energía a partir de 2021. ¿Cómo conseguirlo? A través de la integración de las energías renovables en la propia estructura del edificio, de la implantación de medidas de ahorro y eficiencia y de las redes inteligentes. 

El reto es que para ello debe involucrarse a un sector de la construcción en horas bajas. Nadie duda de que las nuevas tecnologías son rentables a medio plazo, pero requieren una mayor inversión en un momento de escasez de crédito generalizada. Es necesario, además, suministrar información adecuada a los compradores para cambiar su disposición e implicarles en la demanda de vivienda sostenible.

Estas limitaciones son aún más complejas de esquivar cuando hablamos de edificios ya existentes. Muchos especialistas ven la rehabilitación como una forma eficaz de reorientar el sector hacia soluciones sostenibles. Sin embargo, es un método costoso e intensivo en inversiones, además de requerir planteamientos de “traje a medida”. Se habla de que será necesario aumentar en 200.000 millones de euros las inversiones en la próxima década para poder alcanzar los objetivos señalados.

En la actualidad, se están llevando a cabo esquemas de financiación semi-públicos, a través de herramientas como los “fondos rotatorios”, en los que la Administración u otros agentes invierten en distintos proyectos a cambio de una parte de los ahorros obtenidos, que a su vez se reinvertirán en la financiación de nuevos proyectos. Se trata de fórmulas con un recorrido comprobado en países como Estados Unidos, pese a que aún están lejos de la madurez en nuestro entorno más cercano.

 

Industrias ultraeficientes. La industria es el sector que muestra hasta ahora un mejor comportamiento, con reducciones entre 1990 y 2008 de más de 200 millones de toneladas de CO2. Se trata de un sector en el que la racionalidad económica funciona de manera implacable y que ha llevado a cabo un alto esfuerzo por reducir su factura energética. No obstante, el margen de maniobra, según manifiestan sus propios miembros, es cada vez más limitado. 

El mecanismo estrella de la Unión Europea en este campo es el llamado “Comercio Europeo de Derechos de Emisión”. Gracias a él, la industria europea recibe una asignación limitada de derechos para emitir CO2. Cada año, debe informar de sus emisiones y adquirir derechos en el caso de que haya emitido más que la asignación que había recibido. Este mercado, creado en 2005, ha dado lugar a un complejo entramado de intermediarios, agentes y estructuras financieras que en el año 2010 movilizaron casi 120.000 millones de dólares (83.000 millones de euros). Se espera que en 2027 desaparezca la asignación gratuita de derechos y que las empresas deban pagar, no sólo por superar el límite asignado, sino por cada tonelada emitida.

Existen otros mecanismos análogos en otros países, aunque el mercado europeo acapara más del 80% de las transacciones a nivel mundial (incluso cerca de un 95%, si se tiene en cuenta su influencia en otros mercados). Una cuestión esencial en este contexto es cómo mantener la competitividad de la industria europea durante este proceso. Es decir, cómo conseguir que ese sobre-pago no afecte a su competitividad, frente a otras industrias que pueden emitir libremente y, después, introducir sus productos en Europa. Esta problemática se conoce como “carbon leakage” o “fuga de carbono”. Las propuestas para superarla requieren el restablecimiento de aranceles a la importación de esos productos o por exigir medidas equivalentes a través de sistemas análogos al europeo. De momento, la cuestión no se ha resuelto.

 

Agricultura extensiva y sostenible. La agricultura es un sector complejo, con realidades muy diferentes a lo largo de la UE, en el que la introducción de nuevas pautas de producción obliga a hacer frente a numerosas barreras económicas, técnicas e incluso psicológicas. La oportunidad viene gracias a las nuevas tendencias de consumo en la población, orientadas hacia productos más ecológicos y de procedencia local. En este caso, la búsqueda de alimentos de mayor calidad y la consecución de objetivos ambientales irían de la mano.

La renovación del sector está también ligada a su posible aportación a la producción de energía, en la mencionada búsqueda de una menor dependencia de combustibles y materias primas importadas. En este sentido, la producción de nuevos biocombustibles y la generación eléctrica a partir de combustibles de procedencia orgánica pueden ser instrumentos clave.

No obstante, ante el descenso en la producción de otros sectores y las necesidades de atender a una población creciente se espera que aumente su proporción en las emisiones hasta un tercio en 2050. 

Una cuestión interesante tiene que ver con los cambios de hábitos alimentarios. Desde diversas organizaciones internacionales se insiste en que una dieta basada en menos productos de origen animal tendría, además de beneficios para la salud, importantes repercusiones ambientales. La principal razón estriba en que el ciclo de producción de alimentos de origen animal requiere mucha mayor cantidad de vegetales de los que se ingerirían directamente. La Unión Europea ha evitado explícitamente pronunciarse sobre esta cuestión, señalando, como veremos, que no contempla en sus escenarios cambios importantes en los modos de vida de los ciudadanos europeos.

 

Nada es gratis. No es fácil hacer balance de tantos y tan variados temas. No cabe duda de que la hoja de ruta europea se sitúa en el camino de lo que a los países desarrollados se está exigiendo desde los organismos científicos más relevantes. Las cuestiones más destacadas pueden ser el coste de alcanzar ese nuevo modelo y cómo articular los instrumentos necesarios.

Respecto a lo primero, evidentemente, alcanzar estos objetivos no será gratis. La Comisión estima que se requerirá una inversión anual cercana al 1,5 % del PIB de la UE, algo así como 270.000 millones de euros anuales. La buena noticia es que la mayor parte de las inversiones tendrán retornos económicos positivos, sobre todo en materia de eficiencia energética. Sencillamente el ahorro anual en importación de combustibles sería mayor que esta cifra.

Por otro lado, el empleo podría también verse beneficiado con la puesta en marcha de estas medidas. El sector de la construcción se encontraría a la cabeza, descubriendo un nuevo nicho ante la escasez de vivienda de nueva construcción. Esto se incrementaría gracias a las llamadas medidas de “doble dividendo”, invirtiendo los ingresos de los nuevos sistemas de imposición ambiental en una reducción de las cotizaciones sociales de las empresas. Es decir, desincentivando la contaminación e incentivando la contratación de trabajadores con ese mismo dinero. Solo aplicando los ingresos de las subastas de CO2 se calcula que se podrían crear 1,5 millones de empleos para 2020.

Existen, sin embargo, algunos obstáculos relacionados con la coyuntura económica actual. La primera gran pregunta es cómo conseguir movilizar todos estos recursos con unos gobiernos exhaustos y un sector financiero sin liquidez. Para ello, es necesario involucrar al sector privado y realizar una labor ingente regulatoria que remueva barreras en muchos sectores. 

Asimismo, es importante saber la forma en la que estas inversiones, en el contexto de aislamiento político europeo, pueden afectar a la competitividad de nuestra economía. La UE está convirtiéndose en el agente más destacado y activo en el desarrollo de una política de cambio climático a nivel mundial. Pero otros grandes competidores, como Estados Unidos y las nuevas potencias emergentes, no están dispuestos a emprender el mismo camino, o al menos no de una manera tan decidida. Lo que ocurra en la negociación del tratado que suceda al Protocolo de Kioto en el próximo año y medio afectará de manera sustancial a la posición europea.

Respecto a cómo articular estos instrumentos, merece la pena reflexionar sobre el papel de las instituciones comunitarias y la ciudadanía. Llama la atención el cambio de orientación de la política comunitaria con relación al papel del ciudadano en la protección del medio ambiente. Históricamente, la sensibilización y concienciación eran herramientas clave, creando un discurso que ha calado profundamente en la ciudadanía, en especial en aspectos como el reciclaje y el transporte. 

Sin embargo, el planteamiento ahora es más tecnocrático. La Comisión afirma que poner en marcha estas medidas no requiere de cambios en los modos de consumir, ni en las pautas de vida, ni siquiera en sectores como la alimentación o la movilidad. Serán las instituciones comunitarias y los gobiernos los que, a golpe de decreto, irán transformando la economía europea en el dibujo vislumbrado por las grandes estrategias. Todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Mediante esta exhibición de poderes, la Comisión afirma, por un lado, su autonomía y el papel de las instituciones comunitarias en la protección del medio ambiente, que se ha convertido en uno de los aspectos de su trabajo más valorados por los ciudadanos. Curiosamente, en un contexto de cuestionamiento del modelo, la salvaguarda del entorno es uno de los mayores argumentos de la Unión Europea para su supervivencia. 

Con este planteamiento se olvida, sin embargo, que, más allá del potencial transformador de las medidas de concienciación y sensibilización, que lo tienen, estas herramientas son palancas muy importantes para garantizar la aceptación social de las iniciativas que los diferentes ejecutivos quieren imponer. Especialmente, teniendo en cuenta que los ciudadanos serán, en último término, quienes deberán financiarlas.


Kepa Solaun es profesor de Economía de los Recursos Naturales de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales. Socio director de Factor CO2.