Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

La cátedra de las cicatrices invisibles

Texto: Gabriel González-Andrío [Com 92]. Colaboradora: Ana Eva Fraile [Com 99]

El paso de los siglos araña la piel de las obras de arte. Heridas que en el taller de restauración del Museo del Prado suturan con precisión quirúrgica y delicadeza artesanal. Gracias a su labor, las creaciones de grandes maestros cautivan hoy como lo hicieron antaño.


Madrid. 9:50 a. m. Faltan solo diez minutos para que las puertas del Museo del Prado se abran y un centenar de personas aguarda. Mientras, en la última planta del Claustro de los Jerónimos, un equipo de doce restauradores, pertrechados con batas y lentes de aumento, se afana en el backstage de la galería.

Un campo sembrado con decenas de caballetes móviles, potentes focos de luz, escaleras, pinceles de todos los grosores, paletas con gamas cromáticas infinitas y frascos de disolventes orgánicos es el hábitat de María López Villarejo. Hace dos semanas recibió el encargo de restaurar Las tentaciones de San Antonio Abad, una pequeña obra de 88 centímetros de alto y 70 de ancho datada entre 1550 y 1560 que se expondrá en 2024. Aunque no existe confirmación documental, se cree que este óleo sobre roble constituyó la tabla central de un tríptico que Felipe II envió al Monasterio de El Escorial en 1574. 

Cada pieza es única, pero su periplo multiplica la singularidad. Incendios, travesías, saqueos, inundaciones, abandonos… Para descubrir los avatares que ha sufrido, hay que escuchar lo que dice. Porque los cuadros hablan. A Enrique Quintana, coordinador jefe de Restauración y Documentación Técnica del Museo del Prado, le gusta tratar a cada obra como a una persona cuando llega a la consulta del médico. Este símil, que ha vertebrado numerosos reportajes desde el bicentenario del Museo en 2019, comienza con una conversación. Los catedráticos de la salud del arte interrogan a los cuadros, se interesan por su genética —si los materiales son robustos o frágiles—, por los antecedentes familiares —el historial y la técnica de su creador— y también por las experiencias que han vivido. 

 

La columna vertebral de la pintura

 

En el mundo apenas hay una decena de expertos en restauración de soportes de madera, y dos de ellos se encuentran en el Museo del Prado. Son José de la Fuente y George Bisacca, conservador emérito del Metropolitan Museum de Nueva York. Se conocieron a principios de la década de los noventa, cuando a Bisacca le encargaron restaurar El Descendimiento de Rogier van der Weyden. Entonces tuvo que enviar a Madrid dos cajas enormes con el material necesario para realizar el tratamiento. Solo contó con la ayuda de un carpintero, De la Fuente, que se convirtió en restaurador de pinturas. Treinta años después, el Prado es un referente internacional en esta disciplina clave, ya que hasta el siglo xvi todos los cuadros se pintaban sobre tabla. Juntos han acudido al rescate de obras maestras en otras instituciones, como David con la cabeza de Goliat de Caravaggio, en el Museo de Historia del Arte de Viena, o la Santísima Trinidad de Botticelli, en la National Gallery de Londres. 

 

Mientras en la sala de espera un hijo de Goya toma asiento, la pintura que centra la mirada de López Villarejo se atribuye a un seguidor de El Bosco. Según señala la restauradora, del genio holandés toma prestado algunos elementos y los interpreta. Sin embargo, se distancia de él por la escasa materia que utilizó al pintar: «Posee tan poca capa pictórica que se transparenta en la superficie toda la preparación. Carece casi de policromía».

Para llegar a un diagnóstico y esclarecer qué cuidados necesita un cuadro, resulta decisivo ver sus entrañas. En el búnker del Museo desnudan la interioridad de las obras mediante técnicas de imagen como la radiografía, la reflectografía infrarroja y la fluorescencia ultravioleta. Así descubren si el artista corrigió el dibujo preparatorio, si realizó modificaciones sobre la pintura —los conocidos arrepentimientos—, si otras manos, tiempo después, cubrieron zonas del original —los repintes— o cómo están engarzadas las tablas del bastidor. La investigación se completa con los análisis de micromuestras que se llevan a cabo en el laboratorio. El estudio químico de los materiales y los pigmentos aporta información sobre cuándo se pintó el cuadro. 

 

Tesoros dentro del armario

 

El lugar del Museo del Prado donde más arte se concentra por metro cuadrado es su almacén. De las 36.000 piezas que custodia, alrededor de treinta mil descansan alejadas de los focos. Por tipologías, el centro atesora 8.124 pinturas, 1.003 esculturas, 3.629 artes decorativas, 9.415 dibujos, 6.785 estampas y 7.078 fotografías.

 

© Fotograma de «Los pilares del tiempo», de RTVE

 

El achaque más frecuente al que se enfrentan en el taller es la pérdida de transparencia de los barnices: un velo oscuro y amarillento enturbia los colores y los volúmenes de las obras debido al proceso de oxidación. En Las tentaciones de San Antonio Abad, López Villarejo puso a prueba la última capa de barniz, que se le debió de aplicar en el siglo XIX, primero con disolventes suaves y luego con otros de mayor intensidad. Se focalizó en unas potentes grietas verticales que presentaba la pieza. Sea cual sea el tratamiento, los especialistas del Prado se aseguran de que no tenga efectos secundarios. Su técnica para «silenciar el ruido de repintes, de suciedad, de desgarro» se basa en materiales reversibles y respetuosos con el original. Una tarea que les hizo merecedores, en octubre de 2019, del Premio Nacional de Restauración y Conservación de Bienes Culturales. 

En una entrevista reciente, Enrique Quintana explicaba a Alberto Herrera que lo que persigue su equipo —durante semanas, meses o años— es restaurar la comunicación entre la obra de arte y el espectador. Los cuadros envejecen. Capa sobre capa, los barnices, al oxidarse, empañan su expresividad. También enferman. Entonces, llagas blanquecinas supuran sobre el lapislázuli de un manto. Con maestría, como si su trabajo nunca hubiera existido, en el taller del Prado cierran cada una de esas heridas para que las pinturas hablen con el público sin que nada las interrumpa. Como señalaba Quintana, se la juegan en la primera impresión: «Cuando escuchamos una canción, le dedicamos tres o cuatro minutos; a un libro, horas. Pero frente a una obra de arte, apenas nos paramos unos segundos». Y casi nunca la revisitamos.  

 

Una obra maestra, al desnudo

 

A mediados de junio el Museo del Prado presentó en su canal de YouTube un documental sobre la restauración de Hipómenes y Atalanta (1619), del maestro barroco Guido Reni, al que este año ha dedicado una gran muestra. El espectador se sumerge con una perspectiva única en todas las fases del proceso de conservación: desde los análisis radiológicos para detectar daños ocultos a la elección del marco.

 

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Categorías: Arte