noviembre 2020 - enero 2021
Texto: Pedro Luis Lozano Uriz, crítico
La muerte truncó la fulgurante trayectoria de Rafael Sanzio y cinco siglos después el coronavirus ha empañado la celebración de su aniversario.
Prácticamente cualquier persona podría citar sin esfuerzo pinturas icónicas de Leonardo da Vinci —La Gioconda o el Hombre de Vitruvio— o de Miguel Ángel —la Capilla Sixtina, el Moisés o el David—. ¿Y de Rafael? Más allá de los estudiantes de Filosofía que conocen su Escuela de Atenas, probablemente su obra más reproducida es un pequeño fragmento de su Madonna Sixtina: dos angelitos traviesos apoyados en el marco que se han convertido en un símbolo kitsch y adulterado de su trabajo.
Aunque con el paso del tiempo la fama de Rafael Sanzio (1483-1520) se ha diluido ante la de sus rivales, Italia no olvida a su genio y llevaba varios años organizando la celebración del quinto centenario de su fallecimiento. La muestra más ambiciosa, que reunió 204 obras dispersas por el mundo, se inauguró el 5 de marzo en la Scuderie del Quirinale de Roma pero tuvo que cerrar tres días después: la pandemia dejó en suspenso todos los actos programados.
Tras cinco siglos y tres meses, el legado de este genio renacentista volvió a brillar bajo los focos el 2 de junio, esta vez definitivamente. El punto de partida del proyecto expositivo «Rafaello 1520-1483» es el 6 de abril de 1520, fecha en que la muerte le sobrevino a los 37 años, y desde ahí recorre marcha atrás las tres etapas de su vida: de Roma a Florencia, hasta llegar a sus raíces en la ciudad de Urbino, donde nació otro 6 de abril, de 1483. Según explicó la directora del comité científico de la exposición, Sylvia Ferino, este inusual relato pretende que el público comprenda «hasta qué punto fue devastadora la prematura muerte de Rafael», que atravesaba el mejor momento de su carrera. «Tenía proyectos para Villa Madama y también para la reconstrucción de la basílica de San Pedro. La gran pregunta que nos formulamos es qué habría pasado si hubiese vivido cincuenta años más, como Miguel Ángel», señaló.
Ya desde su juventud, a Rafael le sonrieron la fama y la fortuna. Frente al hosco carácter de Miguel Ángel y las excentricidades de Leonardo, su delicadeza y saber estar le abrieron las puertas de la sociedad italiana. Sus contemporáneos le definieron con la palabra grazia, signo de perfección estética, gusto comedido, gesto oportuno y equilibrio.
Sin embargo, no todo fue fácil para el joven de Urbino. La desgracia marcó su niñez: su madre murió cuando él tenía ocho años y su padre, el también pintor Giovanni Santi, tres años después. Algunos autores atribuyen a esta circunstancia su especial sensibilidad a la hora de plasmar madonnas y sagradas familias.
En el taller de Pietro Perugino, Rafael adquirió la elegancia, el colorido y el suave dibujo característicos de su maestro. Pero pronto, en 1504, se trasladó a la Florencia de Leonardo, que entonces tenía 52 años, y de Miguel Ángel, que con 29 ya había hecho el David. Aunque admiró a ambos, la impronta de Leonardo —su esquema compositivo y sus sfumatos— revolucionó su pintura.
El periodo más prolífico de Rafael transcurrió en la curia romana, donde, a partir de 1508, trabajó a las órdenes de los papas Julio II y León X. Con tan solo 25 años, firmó su primer fresco en solitario en la estancia de la Signatura del palacio vaticano. Las pinturas, desde el techo hasta los zócalos, componen un ciclo iconológico complejísimo, con paredes destinadas a la filosofía, la teología, la poesía y la justicia. Julio II quedó asombrado por la belleza, la armonía cromática y su increíble capacidad para crear escenas equilibradas con decenas de personajes interactuando entre sí.
En Roma Rafael se consagró como uno de los maestros del Renacimiento. Con cada nuevo encargo sumaba riqueza y prestigio. Realizó pinturas murales, retratos, proyectó palacios y capillas, fue nombrado arquitecto de San Pedro, jefe de Antigüedades de Roma, diseñó los tapices para la Capilla Sixtina y llegó a tener un taller con cincuenta ayudantes.
La despedida del artista más importante de Roma, entonces la capital artística del mundo, evidencia la admiración que despertó en la época. Según sus deseos, yace en el emblemático Panteón de Agripa, lo que constituye el mayor reconocimiento hecho a un artista. Tanto es así que junto a él solo descansan los mártires de las catacumbas y los primeros reyes de Italia. El epitafio, dispuesto por su amigo el cardenal Pietro Bembo, alaba la fuerza creativa de un pintor y arquitecto universal: «Este es Rafael, por quien la Naturaleza, madre de todas las cosas, temió ser vencida y morir con su muerte».