Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Los públicos y la posverdad

Miquel Urmeneta  [MGEC 11]  es periodista y profesor de Comunicación (Universitat Internacional de Catalunya) 

La esfera pública —caracterizada hoy por los mensajes políticos emocionales, la falta de credibilidad de los medios y el auge de las plataformas digitales— ha producido fenómenos como las fake news o la posverdad. Se ha discutido mucho sobre este clima social que aparentemente no penaliza las mentiras, pero aún quedan interrogantes. ¿Cuál es el papel de los ciudadanos, de los públicos?


En marzo de 2017 la revista Time publicó una portada con un título provocador: «Is Truth Dead?». Esto es quizá lo que muchos nos preguntábamos: ¿ha muerto la verdad? La preocupación por el mal funcionamiento de la esfera pública se había intensificado desde hacía meses y había suscitado un encendido debate. Cada vez más personas se llevaban las manos a la cabeza al oír la palabra posverdad

Otras dos portadas de The Economist pueden resumir en cierto modo esta polémica. La primera data de septiembre de 2016, cuando el mundo estaba aún atónito por la nominación de Donald Trump como candidato a la Casa Blanca y por la decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea. El titular «Art of the Lie» subrayaba la incidencia de las mentiras de los políticos en el discurso público. 

Las afirmaciones falsas han tenido su papel en los últimos acontecimientos. En el caso del brexit, una vez ganada la votación, los impulsores del leave
reconocieron que algunas de las promesas electorales no podrían materializarse. Por su parte, en Estados Unidos, el candidato republicano representaba la quintaesencia de un político que parecía estar libre de las constricciones del principio de realidad. Años atrás, Trump ya había impulsado su propia campaña contra Obama afirmando una y otra vez que este era un presidente ilegítimo por no haber nacido en suelo estadounidense. ¿El resultado? Hoy, el brexit sigue adelante y Trump es el líder del mundo libre. 

En noviembre de 2017, el mismo semanario británico se preguntaba en primera plana «Do Social Media Threaten Democracy?».  The Economist apuntaba muy pertinentemente a la ambivalencia de las redes sociales. Por un lado, estas plataformas habían sido instrumentos de liberación en las primaveras árabes y habían encauzado las protestas de los indignados en las plazas de Madrid y Barcelona (#15M), Manhattan (#OccupyWallStreet) o Hong Kong (#UmbrellaRevolution). Sin embargo, en las elecciones estadounidenses —y posteriormente en las presidenciales francesas— habían mostrado que también podían utilizarse como canales de manipulación masiva. 

Estos problemas empezaron cuando personas de una ideología afín quedaban encerradas en burbujas llenas de contenidos que reforzaban sus prejuicios, individuos atrapados en su particular visión del mundo. En los buscadores de internet, este efecto se llama filter bubble; en las redes sociales, echo chambers (cámaras de eco). Por primera vez vimos el reverso de los algoritmos, los sistemas de recomendación de las grandes plataformas de distribución de contenidos digitales para fidelizar a sus usuarios. 

Como todo es susceptible de empeorar, estas esferas autocontenidas e incomunicadas fueron terreno abonado para la distribución de bulos. Así llegaron las fake news, que han constituido un fenómeno en sí mismo más allá de la posverdad. Además, las noticias falsas han protagonizado una discusión específica de la opinión pública, según la cual los bulos habrían favorecido especialmente al candidato republicano a la presidencia, Donald Trump.

De la mano de The Economist, hemos visto que la narración de la posverdad ha subrayado dos elementos: por un lado, las declaraciones de los políticos, a veces incendiarias; y, por otro, el impacto de las redes sociales en el discurso público, con su capacidad de distribución inmediata y de gran alcance. Muchos lo veían como un cóctel explosivo: mentiras, populismo y viralidad. 

Todo esto hizo que, -tras la victoria de Trump, se señalara a Facebook como culpable. No es de extrañar, dado su volumen de usuarios y su potencial como prescriptor de contenidos. Pronto distintas voces de los medios empezaron a cuestionar este discurso. ¿No había sido Facebook también un elemento clave en la victoria de Obama? ¿Por qué tras la victoria del candidato demócrata nadie puso el grito en el cielo? Sin embargo, la alarma social creada por las fake news sofocó estas objeciones.

Uno de los elementos que jugó en contra de Facebook fue la cobertura de BuzzFeed, un medio nativo digital que convierte en viral todo lo que toca. Entre otros, tuvo fuerte repercusión un gráfico que daba a entender que las noticias falsas habían superado a las de los medios tradicionales. Posteriormente, estudios académicos mostraron que las fake news habían tenido en los votantes un impacto más reducido del que se presumía. No obstante, prevaleció el relato difundido por BuzzFeed en las redes. Exagerando un poco, podríamos decir que las mismas informaciones sobre las fake news se comportaron como noticias falsas. 

Además, la explicación que culpabilizaba a Facebook dispuso de validación científica. El reconocido Pew Research Center había publicado que el 44 por ciento de los ciudadanos estadounidenses recibía noticias por Facebook. A través de los medios se trasladó a la sociedad que casi la mitad de los votantes se informaban diariamente solo a través de la red social de Mark Zuckerberg. Sin embargo, este porcentaje —muy repetido— no decía nada de frecuencia, credibilidad o exclusividad. De hecho, el análisis indicaba que los usuarios que consumían noticias habitualmente a través de redes sociales no llegaban al 18 por ciento para el conjunto de las plataformas.

Hoy, en el ámbito académico se considera que el episodio de las fake news fue un caso de pánico moral. Diferentes estudios apuntan en esta dirección. Gallup detectó que las noticias que más habían perjudicado a la candidata demócrata, Hillary Clinton, no eran falsas sino verdaderas (el uso de su correo personal y las sombras en la gestión de la Clinton Foundation). Por otro lado, investigaciones recientes señalan que las burbujas en las redes sociales no son tan herméticas como se sospechaba. A pesar de todo, la alarma que se creó hace meses aún dura.

El relato sobre las noticias falsas en Facebook ha sido tan potente que el debate sobre la posverdad ha acabado centrándose en lo tecnológico: es un problema técnico que ha de arreglarse. Este razonamiento sintoniza perfectamente con nuestra fascinación por la tecnología, que nos ha llevado a depositar en ella muchas esperanzas. Por eso, las iniciativas de la red social en esta dirección (como las alertas antes de compartir noticias de credibilidad dudosa) se han visto como un paso en la buena dirección. 

El papel de los medios

Es interesante apuntar que esta narrativa —no neutral, como vemos— la ha promovido otro actor importante de la esfera pública: los medios de comunicación, que en este asunto han sido juez y parte. Por un lado, han encontrado en el pánico de las noticias falsas un arma contra las plataformas digitales de contenidos, que identifican como una amenaza. Por otro, aunque quizá hayan pasado más desapercibidos, también han contribuido al problema.  

¿Qué errores han cometido los medios? Por ejemplo, después de la victoria de Trump se criticó que estos habían errado en sus predicciones. La mayoría otorgaban a Clinton entre un 70 y un 90 por ciento de posibilidades de ganar. A la vista del escrutinio, muchos creyeron que habían hecho el ridículo. Más intrigante es pensar en los efectos que pudo tener este vaticinio. Era como decir: «Tranquilos, Trump ha logrado la nominación, pero es imposible que llegue a ser presidente». ¿Habría ganado si el mensaje hubiera sido otro?

Por otra parte, tras el referéndum se criticó que la prensa inglesa hubiera sido demasiado neutral en su cobertura del debate del brexit. Realmente equiparar los argumentos de varios premios Nobel sobre el impacto económico de la salida de la UE con los de algunos desconocidos resulta, al menos, dudoso. Eso sí, otorgar el mismo espacio a unos y otros da una apariencia de equilibrio. En el fondo, se reclamaba a los medios un mayor compromiso con la verdad. 

Tampoco sería justo decir que estos no hicieron nada por ofrecer buena información. El New York Times modificó su política y señaló en una noticia que unas declaraciones de Trump eran mentira. Hasta ese momento, afirmaciones así estaban reservadas a las páginas de opinión. Aquí se aprecia una reflexión crítica sobre la profesión, la revisión de ciertas rutinas y un compromiso con la realidad de las cosas. 

En cuanto al papel de los medios, el debate público de la posverdad nos ha mostrado que continúan siendo muy importantes en la formación de las corrientes de opinión. Como vemos, la profundidad de la discusión social ha ido de la mano de la cobertura mediática, en la que se echan de menos datos clave.

Los actores en la esfera pública

Políticos, plataformas digitales, medios… ¿No falta nadie? Posiblemente el actor más invisibilizado en esta controversia haya sido el que tenemos más a mano: nosotros. Los públicos somos cruciales. Los políticos buscan nuestros votos; los medios de comunicación necesitan nuestra atención, que monetizan con publicidad, 

y —cada vez más— dependen de nuestras suscripciones; y las grandes plataformas alimentan sus algoritmos con nuestras interacciones (like, follow, solicitudes de amistad, búsquedas, clics sobre enlaces...). 

Es comprensible que las plataformas tecnológicas hayan acaparado buena parte del protagonismo. Al fin y al cabo tienen poco más de diez años de vida, en una sociedad caracterizada por su novolatría. Por su parte, políticos demagogos los hay desde la época de los pensadores griegos, y la historia de manipulación de los medios tiene más de un siglo (recuérdese el papel del magnate de la prensa Hearst en la guerra de Cuba). Los públicos siempre hemos estado ahí, es verdad, pero no de la misma manera. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hemos pasado sucesivamente de la credulidad a la mentalidad crítica y, de esta, al escepticismo y la indiferencia. 

Algunos describen el estadio actual de los públicos como una mezcla de escepticismo y credulidad. Combinamos la asunción de que los políticos mienten, por un lado, con una actitud ingenua frente a corporaciones muy poderosas con logos de colores y lemas como «Don’t Be Evil», por otro. Hemos de reconocer que los públicos estamos bastante
desorientados: nos falta contexto y nos desborda el tsunami informativo al que estamos permanentemente sometidos. 

Esto cristaliza en una cierta falta de equilibrio en nuestras reacciones. Mientras que asuntos graves y estructurales nos pasan desapercibidos, nos indignamos por episodios relativamente pequeños. Un caso: la polémica cuando la Casa Blanca habló de «hechos alternativos» para defender la manipulación de las cifras de asistencia a la toma de posesión de Trump. La alarma por las fake news y las cámaras de eco también es muestra de una opinión pública muy voluble y vulnerable. 

La posverdad ha puesto delante de nuestros ojos los problemas de la esfera pública. Y son justamente estas limitaciones las que han impedido un debate profundo y ponderado sobre sus implicaciones. Sin embargo, esta falta de comprensión de la opinión pública sobre sí misma no es el único obstáculo que dificulta encontrar vías de solución. La lógica que mueve a los actores involucrados no contribuye precisamente a hacer más democrático el discurso público. 

Entre las grandes corporaciones de Silicon Valley, últimamente se han dado episodios poco esperanzadores. Fue muy discutida su cooperación con el Gobierno estadounidense para recoger de forma masiva datos de comunicaciones privadas de ciudadanos a través de internet. Se trataba del programa PRISM, denunciado por Snowden en 2013. Además, el escándalo de las fake news forzó a Facebook a modificar la política de uso de su plataforma publicitaria. Hasta entonces, la única restricción para acceder a ella era poder pagarla, como hicieron, entre otros, Cambridge Analytica —la empresa de marketing electoral de los impulsores del brexit y de la campaña electoral de Trump— y la Internet Research Agency —una compañía rusa vinculada al Kremlin—. 

Las grandes plataformas tienen pocos incentivos para cambiar. En una era de vigilancia a los ciudadanos, guerra híbrida entre países y gran sofisticación en la comunicación política, hay demasiado dinero e intereses en juego. A todo esto se añade la gran opacidad que rodea a estas empresas. El caso de Facebook es paradigmático. Lo ilustra que hace unos meses bloqueara la posibilidad de realizar investigación académica sobre las elecciones norteamericanas. Fue la reacción a un estudio de Jonathan Albright, analista de redes, que ponía en duda los datos publicados por la compañía sobre el alcance de la desinformación rusa.

Podría aducirse que las plataformas digitales han tomado iniciativas para contribuir a la mejora de la situación. Por ejemplo, durante las presidenciales francesas Facebook cerró treinta mil perfiles falsos y colaboró con el proyecto de detección de bulos (fact checking) promovido por la organización First Draft. Sin embargo, para muchos no son más que pequeñas concesiones para evitar que se les regule. En Europa ya hay alguna norma en marcha, como la ley aprobada en Alemania en octubre de 2017; pero en Estados Unidos el gigante dormido quizá siga sin despertarse.

En la misma línea iría lo que parece ser una verdadera campaña de comunicación pública de Facebook. Así podría entenderse la actualización de la misión de la compañía en febrero de 2017. En palabras de su fundador y CEO, Facebook quiere construir una comunidad global que sea la «infraestructura social» de la próxima generación. Mientras impulsaba este discurso y pagaba páginas de publicidad en los periódicos con consejos para detectar fake news, la red social de Mark Zuckerberg llegó a los dos mil millones de usuarios activos mensuales y los indicadores financieros superaban las expectativas. Lo que está claro es que han capeado la tormenta de relaciones públicas.

¿Y los medios de comunicación? ¿Están en posición de contribuir a la mejora de la esfera pública? También ellos atraviesan una situación complicada. Además, el ruido provocado por las noticias falsas ha tapado algunos debates muy necesarios en la profesión. Uno sería sobre el periodismo centrado en declaraciones, ruedas de prensa y comunicados, que ha canibalizado buena parte de las noticias políticas y seguramente es uno de los catalizadores principales de la posverdad. 

Los medios se encuentran en un estado de debilidad debido, en parte, a la mala transición al universo digital. Su producción está sujeta a los dictados de la inmediatez y de la cantidad: cuantas más noticias publiquen antes que su competencia, más clics recibirán; y cuantos más clics, más dinero. En esta tesitura, es difícil que puedan desengancharse del continuo torrente de declaraciones de los políticos, hecho agravado por la desmediación propiciada por las redes, especialmente Twitter. Así, los medios posiblemente se vuelvan cada vez menos relevantes y, además, favorezcan la deriva populista de la política. 

Dinero y poder: estas son las motivaciones principales de plataformas, medios y políticos. Para ser viables como proyectos empresariales, las redes sociales y motores de búsqueda necesitan recabar datos, que, entre otros, comprarán y explotarán las fuerzas políticas. Los políticos, por su parte, han hecho del poder un negocio y viven en la guerra infinita de la campaña permanente. Por lo que respecta a los medios, brindan un canal de influencia a los políticos a cambio de favores, ya sea en la lucha de las marcas informativas entre sí o contra el enemigo común de las plataformas digitales. La esfera pública se ha convertido en el escenario de una guerra total. Y ya se sabe: en la guerra, la primera víctima es la verdad.

El protagonismo de los públicos

Entonces ¿hay solución? Y, si la hay, ¿cuál sería el camino para llegar a ella? Como hemos visto, existen muchos motivos que no invitan al optimismo. Sin embargo,  también encontramos indicios que apuntan a una posible regeneración de la mano de los públicos. De esta forma, los propios ciudadanos podrían revertir la intromisión de la lógica economicista y de consumo que, como describió Habermas, invadió el ámbito privado de los hogares a través de la expansión de los medios de comunicación de masas. 

Comencemos por las redes sociales. Si Facebook se postula como «infraestructura social», hemos de exigirle una mayor integración en nuestro sistema democrático. Un grupo de investigación sobre propaganda cibernética de la Universidad de Oxford aporta una serie de recomendaciones en este sentido: hacer públicos qué datos pueden comprar los partidos para microsegmentar a los receptores de sus mensajes; ofrecer más colaboración a los gobiernos a la hora de detectar injerencias externas; actuar contra las cámaras de eco polarizadas políticamente; y facilitar la investigación académica.

Estos cambios, aunque no lo parezca, están en manos de los ciudadanos. «Facebook no teme al Gobierno estadounidense. A lo que sí tiene miedo es a perder a sus usuarios. Así que quien de verdad posee  el poder somos nosotros», asegura el estudioso de la libertad de expresión Timothy Garton Ash. De hecho, ya sucedió. Cuando Facebook detectó el rechazo de los usuarios a los titulares engañosos para generar visitas (clickbait), tomó medidas para reducirlos. Seguramente el gigante dormido que las corporaciones de Silicon Valley temen despertar no sea tanto la regulación como la ira de los públicos.

Las personas también podemos ejercer nuestra influencia sobre los medios. Para esto es necesario salir de la actitud bipolar escéptico-crédula antes mencionada. De hecho, quizá no sea una casualidad que los años de oro del periodismo norteamericano, cuando se publicó la investigación del Watergate y de los Papeles del Pentágono, coincidiera con el momento álgido del pensamiento crítico en la sociedad.  

En este sentido, puede ser de ayuda que los públicos perciban las fake news y el mal periodismo, básicamente, como el mismo problema. En realidad, aunque son fenómenos distintos, la solución es compartida: una prensa de calidad en la que podamos confiar. Así, el incremento de las suscripciones de diarios como el  Wall Street Journal o el New York Times justo después de la victoria de Trump sería una buena noticia: indicaría que los lectores aún no han perdido del todo la confianza y que están dispuestos a pagar por el buen periodismo. 

Hay motivos para la esperanza. Sin embargo, aún quedan preguntas sin responder. ¿Se solucionaría el problema el día en que los políticos dejaran de hacer declaraciones populistas, los medios no buscaran la audiencia a cualquier precio ni se movieran por intereses partidistas o corporativos, y las grandes plataformas pincharan todas las burbujas ideológicas y bloquearan las fake news? ¿Bastaría la transparencia total para llegar a un conocimiento verdadero? En definitiva, ¿qué es la verdad? 

Para muchos, la verdad consiste en ceñirse a los hechos, ser objetivos. Sin embargo, «no hay mayor falacia que la de pensar que los hechos hablan por sí solos». Esta advertencia está contenida en una de las investigaciones clásicas del campo: «Polling on Watergate: The Battle for Public Opinion», publicada em 1980. Los hechos sencillamente son; lo verdadero o falso son nuestras afirmaciones sobre ellos (la tradición tomista habla de adequatio rei et intellectus). La verdad se fragua en nuestro interior. 

Por esto me parece tan acertada la observación de la editora de The Guardian, Katharine Viner: «La verdad es una lucha. Se necesita trabajo duro. Pero es una lucha que vale la pena». En su ensayo «How Technology Disrupted the Truth» —fundamental para entender la posverdad y de cuyo planteamiento soy deudor— Viner toca puntos esenciales más allá de la tecnología. En el camino hacia la verdad se trata de esforzarse por ser crítico y honesto con uno mismo. Es un camino necesario si queremos detectar y revertir mecanismos psicológicos que —al priorizar los datos que refuerzan nuestra visión del mundo— introducen sesgos en nuestra percepción.

Respecto a esta lucha por la verdad, fue muy aleccionador ver cómo grandes diarios como el New York Times o el Washington Post entonaban un mea culpa al día siguiente de la elección de Trump. Reconocieron que sus periodistas habían errado los pronósticos por proyectar sus deseos: creyeron que Clinton ganaría porque querían que ganase y, por esto, se aferraron al extremo de la horquilla que le daba la victoria en los sondeos. La frase «Nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia» expresa una amenaza para todos los ciudadanos, periodistas o no. 

Alcanzar la verdad requiere que este esfuerzo sea también colectivo. El fenómeno social de la posverdad nos ha enseñado que vivimos en una realidad muy poliédrica y, dado que nuestra visión está ciertamente condicionada, no nos queda más remedio que cooperar unos con otros. Esta colaboración ha de llegar hasta la empatía: la comprensión entre los seres humanos, el elemento más complejo de la realidad social y el más esencial. La verdad es una lucha, sí: contra nuestros prejuicios sobre los demás. Gracias a ella se forma y construye comunidad.

Todo lo anterior plantea no solo evolucionar nuestra visión del mundo sino también un cambio en nuestro estilo de vida: asumir una dieta informativa más ecológica, de acuerdo con nuestras limitaciones cognitivas; aprender a dialogar a través de la escucha y la intervención ponderada; construir consensos capaces de integrar la discrepancia. Debemos reclamar un estándar democrático elevado a las redes sociales, a los partidos políticos, a los medios de comunicación. Sin embargo, esto no es suficiente: nunca podremos abdicar de nuestra responsabilidad como ciudadanos y como personas. 

Una transformación social de este calibre requiere una reestructuración de la enseñanza, más allá de introducir clases de media literacy para enseñar a descodificar los mensajes de la esfera pública. Pienso que en el momento actual es más necesario que nunca rescatar la idea original de universidad. Esta institución —como los estados o los medios de comunicación— fue uno de los garantes de la verdad social, hoy en declive. Como señala el intelectual Robert Scrutton, en su apogeo estos centros servían a un doble propósito: acrecentar el acervo cultural de la sociedad y fomentar que los integrantes de la comunidad académica fueran virtuosos.

Esto nos recuerda algo hoy bastante olvidado. La lucha por la verdad —que tiene siempre una dimensión individual y otra colectiva— se articula a través del pensamiento crítico y de un comportamiento ético. Por esto, la búsqueda personal honesta y el diálogo social sincero tienen mucho que ver con la  conquista de la propia libertad. Solo así podremos poner el bien común en el centro del entramado social y superar el escenario actual de enfrentamiento y dominación. Se trata, como también dice Viner, de asumir la responsabilidad de construir la sociedad en la que queremos vivir. Una sociedad donde la verdad sea un escudo contra la arbitrariedad y la injusticia. Una sociedad donde el respeto a las personas sea un reflejo de su verdadera dignidad.