Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Miguel Delibes in memoriam

Texto Paco Sánchez [Com 81, PhD 87] Ilustraciones Adolfo Calleja

La mayoría de los españoles lo conocieron mientras cursaban el bachillerato. Y muchos ya no dejaron nunca de leerlo. Sus novelas recogieron los últimos latidos del mundo rural castellano, con paisajes austeros pero llenos de matices, y con personajes tiernos y defectuosos, como los de verdad. Miguel Delibes vendía anualmente cientos de miles de ejemplares porque fue un gran trabajador de la literatura.


En el verano de 1981, durante una guardia, se agotaron las provisiones de lectura que me había llevado al servicio militar. Como no podía salir del cuartel, me fui poco esperanzado a la biblioteca de tropa. Se llamaba así, aunque era la única que había. Regresé al plácido despacho de oficial de guardia con El camino de Miguel Delibes. Se trataba de la edición en pastas duras de Áncora y Delfín y fue un hallazgo. A Delibes lo había conocido en el libro de literatura de sexto de bachillerato. Venía en letra pequeña, pero con foto, en la breve sección dedicada a la literatura española contemporánea. Recuerdo que, aunque los autores destacaban especialmente La sombra del ciprés es alargada (1947), el profesor nos hizo leer Las ratas (1962). Me pareció un libro dolorosamente sórdido e innecesario. No entendí por qué alguien podía empeñarse en imaginar y escribir una historia como la del Nini. Años después, no sólo lo comprendí, sino que Las ratas se convirtió en una de mis novelas favoritas.

En El camino, sin embargo, encontré un Delibes nada sórdido, dueño de una prosa inimitable, sonora, rítmica, tersa, que hacía hablar a sus personajes con una facilidad tan grande que causaba estupor: parecía que aquellos diálogos se escuchaban. La crítica siempre ha admirado en Delibes su capacidad para “poner voces” a los personajes. Había mucha tristeza también en El camino, pero no era amarga, sino más bien la explicitación de esa angustia que genera el mero vivir y a la que toda persona intenta dar sentido. Leí el libro entero durante la guardia. Volví por más Delibes a la biblioteca, pero no había.

Más tarde conseguí Diario de un cazador (1955) y Diario de un emigrante (1958) a través del Círculo de Lectores. El personaje de Lorenzo, sobre todo en su versión cazadora, me hizo sentir envidia y me dio más ganas de escribir. Quizá, porque aquel hombre se me hacía conocido y comprensible. Quizá, porque aquella historia podría haberla contado yo, aunque nunca tan bien. Sin embargo algunos críticos la consideraron “tipismo”, algo aceptable, pero de segunda. Lorenzo volvió cuarenta años después en Diario de un jubilado (1996) para mostrar, me parece, la profunda decepción de Miguel Delibes ante la trayectoria moral de la sociedad española. La misma que le llevó a decir en una entrevista que los mayores “antes se morían de viejo y ahora se mueren de asco”.

Una tesis sobre Delibes. Todo español tiene su Delibes preferido, algo que sólo se puede decir de él, y de ningún otro escritor. Cuando, en 1983, Manuel Casado orientó mi tesis doctoral hacia la obra periodística del novelista, ya tenía mi propio Delibes preferido. Así que acepté de inmediato la idea y completé mis lecturas. Encontré Cinco horas con Mario (1966) en una colección barata de Salvat (aquella verde, ¿recuerdan?) y La hoja roja (1959) en la de RTVE . Aunque siempre fue fiel a Josep Vergés y a su editora, la barcelonesa Destino, cualquier colección popular y todas las antologías intentaban incluir una obra suya. Compré el resto en Destinolibro, la misma colección barata en la que terminaría por publicarse mi tesis. Acababa de salir allí El otro fútbol (1982), del mismo año que Los santos inocentes, otra de sus grandes novelas, y la que mejor se adaptó para el cine.

Escribí a Delibes pensando que le alegraría la idea de una tesis doctoral sobre esa otra faceta suya, la periodística. Pero me contestó que no veía asunto suficiente para dedicarle una tesis. Insistí y, finalmente, me concedió una entrevista. Me acerqué a su casa de la calle Dos de mayo lleno de aprensiones. Sabía que no era el primero ni el segundo ni el tercero al que se le ocurría escribir sobre Delibes. Me habían precedido muchos, y sólo por su libro Un año de mi vida (1975), una especie de diario que había publicado en la revista Destino, desfilaban bastantes de aquellos jóvenes investigadores nacionales y extranjeros que fueron recibidos por él en aquella misma casa, en la misma sala tan blanca presidida por una difundidísima fotografía en blanco y negro de la pareja Delibes. La conversación duró dos horas y Delibes insistió en que no había tema de tesis. Supe ahí, sin embargo, que había escrito crónicas de fútbol para la revista Vida Deportiva y me enteré de otros detalles. Me los contaba, como resignado, y al poco volvía a pedirme que dejara aquella tesis. Al final, en la despedida, me regaló un libro, Conversaciones con Miguel Delibes, de César Alonso de los Ríos, y me dijo que alguna de las cosas que le había preguntado estaban allí. “¿Lo has leído?” Tuve que reconocer que no. En el tren de vuelta, mientras devoraba su larga entrevista con César Alonso, comprendí que había desperdiciado la tarde: allí estaban todas las respuestas a mis preguntas y... mucho más. Entonces pensé que sus intentos de persuadirme se debían más a la ineptitud que yo había demostrado que a la poca consideración en que parecía tener su labor periodística. Con el paso de los años, veo en aquello una delicadísima actuación del escritor, que podía haberme interrumpido en medio de la conversación para mandarme a mi casa a estudiar. En lugar de eso, respondió pacientemente y me regaló luego el libro. No era el tipo intratable del que algunos hablaban.

Un periodista incómodo. De todos modos, no volví a visitarle hasta pasados dos años. Para entonces, me había leído entero el archivo de El Norte de Castilla, gracias a Fernando Altés Villanueva, que había sido gerente de El Norte en los tiempos en que Delibes asumió la dirección del periódico. Cuando pedí permiso para acceder al archivo, me mandaron a su despacho. Era entonces consejero delegado y uno de los principales accionistas. Delibes también era accionista y consejero y, con algunos otros, se reunían una vez por semana en el periódico, los viernes.
No recuerdo la fecha de mi segunda entrevista con él, pero fue un viernes después de comer. Luego fuimos juntos al periódico: él a su reunión y yo, al archivo. Cuando terminaron, Fernando Altés se me acercó sonriente –no sonreía mucho, me extrañó– y me dijo: “¿Qué le ha hecho usted a Miguel?” Respondí que nada, bastante asustado. “Es que ha entrado en la reunión diciendo un taco y que había estado con un tío que sabía de su vida más que él”. Le conté que esa tarde había querido confirmar con él algunos detalles de su paso por la dirección de El Norte de Castilla, pero apenas conseguí llegar a la segunda pregunta (llevaba más de doscientas, que luego le remití por carta), porque habíamos gastado la hora y media disponible en discutir sobre los detalles de su dimisión. Yo respondía a sus recuerdos con documentos. Le impresionó que tuviera, por ejemplo, los telegramas de los ministros de Agricultura y Obras Públicas, que le convocaban, sin que él lo pidiera, para darle entrevistas. Él repetía: “Pero esto siempre lo he contado de otra manera”. Sin embargo, esta vez ni me pidió que lo dejara ni intentó que yo ajustara la versión de los hechos a la de su memoria. Otra vez la humildad de Delibes.
Aun así, me pareció prudente no dejarle ver ninguna documentación (las cartas que había cruzado en aquellos tiempos con Altés, con diversos miembros del Consejo de Administración o con las autoridades nacionales y locales de la Dirección General de Prensa, por ejemplo), hasta que la tesis estuviera redactada. Cuando le mandé los setecientos folios, me hizo una llamada telefónica conmovedora: le parecía que el personaje que había luchado de aquella manera en el mundo periodístico del franquismo no era él, se reconocía, sí, en cada acontecimiento –algunos los había olvidado por completo–, pero ahora tenía la sensación de que aquello era una novela o una película, y él, un personaje.

Las novelas y el periodismo. Realmente el Delibes periodista es un personaje de novela. De hecho, había aparecido bastante en Cinco horas con Mario (1966) y reaparecería más tarde, desde otro ángulo, en las Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983). Siempre reconoció que se hizo escritor en el periodismo. No resulta difícil comprobarlo en la evolución de su labor: desde su balbuciente primera crónica (1942) –le avergonzaba mucho– hasta que se puso a escribir La sombra del ciprés es alargada pasaron apenas tres años, y sorprende menos el salto si se acompañan las muchas crónicas, artículos, críticas de cine y de libros que escribió en esos meses en los que, además, como de paso, ganó también la Cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de Valladolid. En los textos de la época, por cierto, apuntan ya las preocupaciones que tematizaría en La sombra del ciprés es alargada (1947) y, sobre todo, en El camino (1950): la infancia, el sentido del origen, la vocación, la muerte.El periodismo siguió nutriendo los asuntos de sus novelas y de algunos relatos: es el caso, muy especialmente, de Las ratas y Viejas historias de Castilla la Vieja, que nacieron de ficcionar lo que no podía noticiar en el periódico: la ruina y el empobrecimiento del mundo rural castellano. “Los comunistas dicen que en las novelas de Delibes se ataca al Régimen”, argumentaba un mandamás de la Dirección General de Prensa que no quería nombrarle director.
Realmente, el creador de personajes era un personaje de novela y se reconoció como tal al leer aquella tesis. Sólo me pidió dos cosas: que no publicara la primera crónica y que no llamara “Angelines” a su mujer, porque –aunque algunos la conocían por ese nombre–, dijo: “Nunca la hemos llamado así”. Sólo atendí el segundo ruego. Cuando se fijó la fecha para la defensa de la tesis para finales de enero de 1987, le invité por teléfono: “Iré salvo que caiga la gran nevada”, me dijo. Y cayó la gran nevada.

Delibes en la universidad. La víspera, el 26 de enero, dando por supuesto que no vendría, llamé a Altés para otra cosa. Su secretaria me dijo: “Se ha ido con el señor Delibes a una tesis doctoral a Pamplona”. Los localicé en un hotel discreto del centro. El 27, bastante antes de la hora, apareció en la Universidad el Volvo plateado que conducía Delibes. El rector los recibió y se los llevó a su despacho. El Aula Magna estaba abarrotada por un gentío de alumnos y profesores, algo inusual en ese tipo de actos académicos. Todo el mundo quería verle. Dos horas largas después, en cuanto terminó el acto, se marchó sin aceptar la invitación a comer, pese a que era ya muy tarde. Quería llegar con luz a Valladolid. No hace falta que pondere siquiera su gesto: a Delibes le costaba mucho salir de Valladolid y, más aún, acudir a cualquier evento social del carácter que fuera.
Las semanas siguientes me resultaron raras: después de casi cuatro años empecé a vivir sin Delibes. Notaba su falta. Lo reencontré brevemente ese verano en la ceremonia de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense. Allí conocí a Francisco Umbral, que me pareció más alto, más fuerte y mucho más normal de lo que imaginaba. Y allí esperaba saludar a otros que, como Umbral, se habían formado como periodistas a su vera. Casi todos eran entonces muy conocidos y, probablemente, las comprensibles exigencias profesionales les impidieron estar allí: José Jiménez Lozano, Martín Descalzo, César Alonso de los Ríos, Manu Leguineche y tantos más.
En 1989 salió mi libro, Miguel Delibes, periodista, agotado desde hace muchos años. Aprovechó la colaboración mensual que mantenía con la Agencia Efe para citarlo de pasada, a propósito de unos recuerdos de sus comienzos en El Norte. El artículo fue tercera de ABC y lo recogieron bastantes diarios. Estoy seguro de que contribuyó de manera decisiva a la rápida venta del libro.

Un trabajador de la literatura. Le vi muy poco durante los años noventa: en un congreso que se celebró en Valladolid y cuando fuimos a entregarle el primer Premio Luka Brajnovic de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. En el Congreso estuvo sólo un rato y al salir, de mi brazo, los fotógrafos se amontonaban para retratarlo. Nunca me preocupé de conseguir una de aquellas fotos y cuánto me arrepiento ahora. Celebramos el Premio Luka Brajnovic con un almuerzo en El caballo de Troya, un restaurante cercano a la Plaza Mayor de Valladolid, que lleva el nombre del suplemento de El Norte de Castilla con el que Delibes, “pisando la raya sin saltarla”, aguijoneaba las conciencias adormecidas del franquismo.

Aunque no le veía, le mandaba cartas por su santo, por su cumpleaños o para comentar la aparición regular de sus libros: una novela cada dos años o tres años y, en medio, libros menores: una recopilación de artículos, algunas narraciones breves: Castilla habla (1986), Tres pájaros de cuenta (1987), Mi querida bicicleta (1988), Mi vida al aire libre (1989), Pegar la hebra (1991), etcétera. Conviene subrayar esto. Delibes fue un gran trabajador de la literatura. Vendía anualmente cientos de miles de ejemplares, había publicado para entonces más de treinta títulos, pero siguió escribiendo. Podía haberse dedicado al márketing, a dar conferencias, a dejarse ver, a cultivar su imagen de pionero del ecologismo, que lo era. Sin embargo, siguió encerrado en Valladolid, trabajando. El resultado es una obra amplísima y muy variada que cerró en esos años con dos grandes novelas: Señora de rojo sobre fondo gris (1991) y El hereje (1998), con la que ganó de nuevo, a los 78 años, el Premio Nacional de Literatura.

Sensibilidad extremada. A veces le llamaba, a veces le escribía. Él contestaba a vuelta de correo en unos tarjetones apaisados, blancos, en los que podía leerse “Miguel Delibes” en letra inglesa sobre la esquina superior izquierda. Escribía brevemente y a mano, con tinta azul y caligrafía inimitable, difícil de descifrar. Con los años, la letra fue volviéndose temblorosa, hasta que se limitó al encabezamiento y a la firma, porque el cuerpo de la carta lo mecanografiaba una secretaria.
Delibes trabajaba por las mañanas y hacía una siesta corta después de comer, hasta poco antes de las cuatro. Procuraba llamarle a esa hora las poquísimas veces que lo hacía. Recuerdo con particular intensidad tres conversaciones telefónicas, además de las que ya he citado. La más antigua corresponde a 1991, el año en que se publicó Señora de rojo sobre fondo gris. Hablamos de la novela y de lo mucho que había disfrutado reconociendo a los personajes reales detrás de los de ficción. Le dije que aquel día me habían invitado a hablar sobre el libro en el Colegio Mayor Roncesvalles, y que una estudiante había dicho que le gustaría tener un día un marido que la quisiera como el pintor de la novela quería a su mujer. Me pareció que le gustaría, pero se turbó, empezó a tartamudear, y tuvimos que dejarlo. Fue otra indelicadeza por mi parte, porque conocía de sobra la intensidad autobiográfica de la historia.
Delibes tenía un aire quizá distante, pero era muy emotivo. Su sensibilidad extremada se manifestaba, por ejemplo, en la incapacidad de asumir cualquier injusticia, sobre todo, ajena. Esto le dio muchos problemas desde muy pronto, también de salud. En contra de lo que algunos parecen sugerir, Delibes no sufrió la primera depresión con la muerte de Ángeles, su mujer. Efectivamente, ella le equilibraba. Pero pasó muy malos momentos, “de negruras” como él decía, ya en los comienzos de los años sesenta: algo comprensible si se tiene en cuenta que era padre de siete hijos y director de un periódico en un régimen que no le veía con simpatía y que puso todas las trabas imaginables a su carrera profesional como periodista. Pero esa misma sensibilidad extremada le permitió dibujar sus personajes y cargarlos de defectos, siempre velados por cierta ternura, como él subrayaba.

Un paseo y una comida. La siguiente charla telefónica que quisiera recordar debió de suceder, para mi vergüenza, en el 2002 o en el 2003. El motivo del sonrojo es doble: le llamé después de algún tiempo sin hacerlo y porque me lo pidieron en mi periódico, La Voz de Galicia. Circulaban, otra vez, rumores fortísimos de que le concederían el Nobel de Literatura aquel año. Me lo desmintió. No es verdad, como algunos han dicho, que le diera igual. Pero sí es cierto que le importaba mucho menos que a cualquier otro candidato. De hecho, no sé si hubiera ido a recogerlo. Apenas se movió de Valladolid después del cáncer de colon.
En esa misma conversación me pidió que lo visitara, “para dar un paseo y comer”. Me extrañó; nunca me había propuesto algo así, y le dije que iría. Pero tardé dos o tres años en hacerlo. Esta es la otra vergüenza. Fui en febrero del 2006. Me esperaba ya sentado en su despacho, tan austero, con el cuadro de la Señora de rojo sobre fondo gris a la espalda. La vista se me iba constantemente al lienzo sin marco. Delibes empezó a hablar. Me contó de su salud, se quejó un poco. La cara se le había redondeado y estaba más gordo y encogido. Dijo algo sobre mi libro y me pidió que se lo dedicara otra vez. Salimos a comer y eso fue el paseo: menos de quinientos metros hasta el restaurante. Se cogió de mi brazo y así caminamos por la calle. Nos cruzábamos con gente. Quizá muchos de ellos le veían a menudo, quizá eran vecinos. Si me hubieran entrado ganas de presumir, de engallarme con Delibes del brazo, hubiera hecho el idiota, porque tenían ojos sólo para él. Unos ojos que se alegraban como si alguien les hubiera regalado una sorpresa dulce. Se quedaban mirándole tanto tiempo como podían, a veces, parándose. Delibes se comportaba como si no lo advirtiera. Cuando deshicimos el camino se vio una pequeña herida en el meñique de la mano izquierda. Sangraba un poco. Entramos en una farmacia para comprar unas tiritas. Dudo que el farmacéutico hiciera más fiesta si viera entrar al rey en su establecimiento. Le puso la tirita, le regaló una caja, que él rechazó, y nos acompañó hasta la puerta.
En el almuerzo, contó historias de todas las clases, incluso cotilleos. Era un gran conversador. Ilustró una de ellas, sobre un personaje local, con algunos dibujos en un folleto del restaurante La Pedriza. Se lo quité y lo guardé en el bolsillo. Me miró como si fuera tonto. Nos zampamos un lechazo. Pidió que me dieran “el bocado del pastor”, y explicó que era el más suculento y que por eso se llamaba así. Comió con buen apetito y sin dejar nada. En aquella conversación tenía algo que decirme, pero no me lo dijo. Sin embargo, de repente, se dio cuenta de que yo había captado lo que quería pedirme y dijo muy rápido: “Llama a mi hijo”. Pensaba que sólo los gallegos éramos capaces de ese tipo de mañas y, desde luego, me sorprendieron mucho en alguien tan directo y tajante como él, tan brusco a veces. Me regaló el último libro, La tierra herida, una larga entrevista a su hijo Miguel, biólogo, que se había publicado un año antes y ya iba por la sexta edición. Me hizo una dedicatoria que terminaba así: “... Y en la esperanza de que me ayude a salvar la Tierra”.
Telefoneé a Miguel Delibes por última vez al atardecer del 19 de octubre del 2008, víspera de su penúltimo cumpleaños, pero esta conversación me la guardo. Sólo supe repetir, como un bobo, “pero don Miguel, don Miguel... No diga eso”, porque hablaba con la ternura, la emoción y las palabras de quien sabía que no nos veríamos más. Y así fue.