Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Momentos mundiales

Hablar del mundial de sudáfrica es hablar de los campeonatos anteriores. Cualquier aficionado tiene su colección particular de nostalgias futbolísticas, todos podrían componer su propia antología de momentos estelares. Habría goles, claro, jugadas irrepetibles, y paradas sublimes, pero también lances y escenas sin otra trascendencia que la que cada espectador le dio en su momento. El fútbol casi siempre mejora en los recuerdos. Estas páginas contienen 16 relatos sobre otros tantos episodios mundiales.


HIGHITA FRENTE A ROGER MILLA

El baile de la victoria

Uno, la víctima, procede de Medellín. Es hijo de madre soltera (fallecida a los pocos años de nacer él) y en su infancia le tocó recurrir al ingenio, o a lo que hiciera falta, para sobrevivir. Su aspecto es inolvidable: una cara apenas expuesta, dado su voluminoso cabello rizado y su amplio bigote; de estatura baja para tratarse de un portero (1,75 metros); y con aspecto de haberse manejado bien en los barrios bajos de una de las ciudades más peligrosas del mundo. Le apodaban “el Loco”; no merece menos alguien capaz de despejar en Wembley un balón con los pies saltando hacia adelante –“el Escorpión”, lo bautizaron–. Un guardameta peculiar, que marcó 44 goles a lo largo de su carrera. Higuita.
El otro, el verdugo, vino al mundo en Yaoundé (Camerún). Su padre era empleado de ferrocarril, lo que le obligó a cambiar multitud de veces de lugar de residencia. Y él, allí donde iba, jugaba al fútbol. Descalzo, claro. Le llamaban “Pelé”. Su aspecto da algunas pistas sobre su biografía: flaco, desdentado, con aspecto de haber vivido muchas vidas en una… Y listo, muy listo. No presume de nada, pero podría. Porque ¿a quién le ha llamado el presidente de su país para que vuelva a la selección nacional después de haberse retirado? ¿Quién es el futbolista de mayor edad que ha marcado un gol en un Mundial? ¿Quién fue el primer africano que jugó tres Mundiales? Milla, Milla y Milla.
Las biografías de ambos protagonistas se citan el 23 de junio de 1990, con ocasión del Mundial de Italia. El encuentro había terminado con empate a cero, y Camerún y Colombia disputaban la prórroga. Camerún se había ganado la tópica etiqueta de “equipo revelación”; Colombia vivía apasionadamente un Mundial al que habían accedido tras endosar cinco goles a domicilio a Argentina en la fase de clasificación, y se habían convencido de que podían aspirar al título. El que ganase se metía en cuartos, entre los ocho mejores del mundo, un éxito histórico para cualquiera de los dos.
Nada más comenzar la segunda parte de la prórroga, el espigado delantero camerunés Roger Milla anota el 0-1 y se marca el clásico baile junto al banderín de córner que acompaña a cada uno de sus tantos. Colombia se vuelca al ataque y Camerún da unos pasos atrás para defender ese gol. Apenas dos minutos después, un defensa camerunés, ante la presión de los delanteros colombianos, se quita el balón de encima. Este llega a los pies de Higuita, que está fuera del área, y lo cede a un defensa, Perea, que le devuelve una pelota un tanto forzada (“balón dividido”, como dicen ahora esos comentaristas deportivos que maltratan la lengua). Ahí está Milla, listo, hábil, atento, oportunista; frente a él, Higuita, rebosante de confianza en sí mismo, único, arriesgado, protagonista. El portero para el balón con la pierna derecha y se le escapa apenas un metro. Suficiente. Vuelve a controlarla y, ante la amenazadora presencia del delantero camerunés, pisa el esférico para driblarle. “A Milla no le regatea nadie”, dijo después del partido el astuto delantero. Y esa vez, desde luego, así fue. Milla le roba la pelota, corre hacia la portería con una amplia sonrisa y, cuando llega al área con Higuita desesperado pisándole los talones, la empuja a la red.
Y al córner, a bailar…

Juan Echenique [Com 89]


EL CABEZAZO DE ZIDANE A MATERAZZI

Tarjeta roja a la elegancia

Hace 38 años nació un bailarín en Marsella: Zinedine Yazid Zidane. Cambió las suelas finas y flexibles de las zapatillas por los tacos de aluminio. Eso sí, nunca dejó de bailar. Y nunca traicionó el significado de su nombre. De origen musulmán, Zidane deriva de Zaid, que significa grandeza. Su vida profesional empezó en el AS Cannes, con el que debutó en la Ligue 1 con 17 años. Jugó doce minutos, que luego fueron transformados en billetes. Dinero que mandó, sin dudarlo, a sus padres. Porque aunque Marsella esté lejos de las favelas brasileñas, Zidane creció en los suburbios del norte de la ciudad. Su siguiente escuela fue el Girondins de Burdeos. Su pie derecho se cargaba de fuerzas al son de “Zizou, Zizou” (apodo que le proporcionó el entrenador) y se convirtió en el terror de las barreras. Sus pies levemente torcidos hacia dentro, al igual que sus rodillas, se movían en una armonía perfecta sobre el césped. Un equilibrio con el que consiguió, en 1995, marcar un gol antológico. Se disputaba la Copa de la UEFA y su equipo se enfrentaba contra el Betis. Después de que el portero sacara y la pelota rebotara en la cabeza de un jugador de su equipo, el balón botó ante sus pies. Zidane alzó la pierna izquierda acariciando el balón, que dibujó un arco perfecto desde casi el medio del campo hasta la red de la portería verdiblanca. Metió al Burdeos en cuartos de final. Un año después, se convirtió en un fuori di classe en las filas de la Juve. Con 23 años ya era el número 10 de la selección francesa. Y con el 10 en la espalda, llenó los campos de arabescos cuando, sostenido sobre su pierna izquierda, levantaba, estirada, la derecha para recoger el balón al vuelo. Con la ruleta marsellesa, el francés bailaba sobre la pelota, girando 360 grados en el aire, para dejar atrás al contrario y situarse frente a la portería. Pero el malabarismo de piernas no anulaba el resto de su cuerpo. Sus dos goles de cabeza, más el tercero de Petit, convirtieron a Francia en campeona del mundo en 1998, y a él, en Balón de Oro. En 2001, el Real Madrid vio en Zidane la persona sobre la que gravitaría el resto del equipo. Costó 73 millones y medio de euros: el fichaje más caro de la historia hasta ese momento. Lo que no tuvo precio fue la majestuosa volea que regaló al equipo merengue su novena copa de Europa. Hechizó a los españoles. Y a medio mundo. En ese instante, no podía imaginar lo que sucedería en su último partido. Habría de esperar cinco años. Y luego, 110 minutos sobre el terreno de juego para que el italiano Materazzi se empeñara en apagar la danza francesa agarrándole de la camiseta. Zidane, muy atento, calmó al italiano diciéndole: “Si la quieres, te la doy al final del partido”. “Prefiero a la puta de tu hermana”, le escupió el defensa. Y ni corto, ni perezoso, el bailarín le arreó un cabezazo en el pecho. Los que no le conocieron pondrán su nombre en Google y se encontraran con páginas para jugar a darle cabezazos a Materazzi. Y quizá no sabrán que fue Balón de Oro, mejor jugador del Mundial, de la Champions y de la FIFA. Ellos no verán sus arabescos; no recordarán sus malabarismos, los controles imposibles y sus regates de seda. Tarjeta roja a la elegancia. Adiós, “Zizou”.

Andrea Pavón Guinea [Com 11]


LOS REGATES INVEROSÍMILES DE GARRINCHA

El espejo roto de Pelé

Alguien tuvo la ocurrencia cuando jugaba sobre el suelo calcinado de una favela. A Manuel Francisco Dos Santos lo apodaron Mané Garrincha por el parecido que guardaba con un avechucho del Mato Grosso: era torpe, feo y cómico. Frente al estilismo narcisista de los futbolistas actuales, él era pequeño, patizambo, y a mayor desdoro tenía una pierna –la izquierda– seis centímetros más corta que la derecha. Pero como los artistas marciales, transformó sus carencias en ventajas. Nadie podía atajar los ángulos inverosímiles que era capaz de ejecutar su dislocada anatomía. Así se plantó en el mundial de Suecia 58: un lateral derecho corcovado con el número 7 a la espalda. No jugaba bonito; jugaba divertido. Sus fintas y amagos chaplinescos, sus rápidas carreras hasta la línea de fondo para servir un gol a Pelé, Didí o Zapallo eran pura alegría. Su gran momento llegó en Chile 62. En frente estaba la escuadra inglesa. Brasil perdía uno a cero cuando un perro negro saltó al campo. El bicho dribló a los estólidos jugadores británicos hasta que Garrincha lo atrapó. Nadie sabe qué le dijo al oído, pero Brasil remontó el partido: Inglaterra 1-Brasil 3. El perro fetiche se transformó en la mascota del equipo. Mochado por los tuercebotas de los equipos contarios, Pelé no pudo jugar la final contra Checoslovaquia. Lo sustituyó Garrincha. Fue elegido mejor jugador del campeonato. Su declive lo hermana con los grandes del jazz. Garrincha fue el Charlie Parker del fútbol: el alcohol le maceró el hígado. Fruto de su desmedida vida sentimental fue padre de catorce hijos. Poco antes de morir arruinado y cirrótico, a los 49 años, le preguntó a Pelé: “Oye, Rey, ¿no tendrás algunas monedas para prestarme?”. Brasil nunca perdió un partido con ambos en el campo de juego.

Juan Gracia Armendáriz [Com 89]


LAS LÁGRIMAS DE MARADONA

Vaya novedad

El 8 de julio de 1990, en Roma, Carlos Salvador Bilardo ve cómo llora Diego Armando Maradona y le dice a Sergio Goycoechea, el portero argentino, que se acerque hasta él y le tape, para que el mundo no vea llorar al mejor jugador de la historia. Da igual. El mundo –que en general odia a Maradona porque es el mejor, es engreído y dice lo que otros muchos piensan y callan– ya ha visto llorar a Maradona. También ha asistido al mayor robo en la historia de las finales del Campeonato del Mundo de Fútbol. Nadie lo duda, pero es lo mismo: mientras no haya ganado Maradona, todo está bien. No ha perdido Argentina. Ha perdido Maradona.
Cuatro años antes, Maradona, prácticamente él solo, ganó el Mundial de México. Ahora, aún más solo, como nunca de solo ha estado un líder y con el tobillo izquierdo hinchado como un balón a causa de las patadas, está de nuevo en la final. De milagro, pero en la final. En el camino ha ganado a Brasil, cuando debió perder al menos por cuatro. Pero un pase mágico de Maradona a Caniggia tumbó a los cariocas. Ha superado en cuartos y semis y por penaltis a Yugoslavia e Italia, la anfitriona, y, mientras suena el himno argentino y todo el estadio abuchea, Maradona, que se sabe enfocado y televisado por las pantallas gigantes, dice clara y lentamente: “Hijos de puta, hijos de puta”.
A falta de siete minutos, con Monzón expulsado por roja desde el 64 por una entrada de amarilla, Argentina aguanta a la espera de otro milagro. Matthäus derriba a Calderón en el área, pero el mexicano Codesal no señala penalti. En la jugada siguiente, Matthäus lanza en largo a Völler, este controla con la derecha, Sensini despeja forzado a córner y Völler cae. Codesal señala penalti. El mundo se echa las manos a la cabeza, pero asiente. Brehme marca de tiro cruzado y el partido se acaba. Alemania festeja su triunfo propio mientras más de la mitad del mundo celebra con alivio que semejante robo haya impedido que Maradona tenga su segundo Mundial. Es el peaje por ser el más grande y no cerrar la boca. Maradona llora y el mundo se tapa los ojos. 16 años después, Brehme declara: no fue penalti. Vaya novedad.

 Jorge Nagore [Com 95]


UNA PARADA IMPOSIBLE

El ojo derecho de Gordon Banks

Gordon Banks es tuerto desde 1972. Regresaba a casa de jugar al golf cuando su Ford Granada se estrelló contra una furgoneta, el parabrisas se hizo añicos y varias partículas de cristal se incrustaron sin remedio en su retina. Ahí se terminó la brillante carrera del mejor portero británico de todos los tiempos. Su ojo, el derecho, quedó sellado para siempre, como si quisiera guardar bajo llave la extraordinaria visión que tuvo el 7 junio de 1970, el día en el que Gordon Banks se hizo eterno en Guadalajara, México.
No era una semifinal, ni siquiera se trataba de unos modestos octavos. Pero el partido por el liderato del grupo 3 del Mundial tenía galones de final anticipada: Inglaterra, la orgullosa y vigente campeona, contra la Brasil de Pelé, decidida a recuperar su corona.
Apenas habían transcurrido nueve minutos. Banks, camiseta azul con medias y pantalón blancos, observó atento cómo Jairzinho avanzaba por su izquierda. Comenzó a sentir el peligro cuando el extremo, con un voraz cambio de ritmo, huyó de su marcador y alcanzó la línea de fondo. Desde el palo corto vio cómo colgaba el balón al punto de penalti. Allí esperaba Pelé. Banks pateó hacia el centro de la portería. O’Rey saltó alto, muy alto, y enganchó un testarazo soberbio. Fuerte, picado y ajustado al palo contrario, no hay balón más difícil para un portero. Era un remate predestinado a ser gol… Pero ocurrió lo imposible. “Busqué una anomalía en la estirada. Me tiré en diagonal hacia atrás, y lo palmeé arriba”, contaba hace poco Banks.
Él sabe que no es cierto. Cualquier portero sabe que no pudo pensar, que las grandes paradas no se deciden, sólo se ejecutan de forma inconsciente. Es como si el balón impulsado por Pelé hubiera tirado de Banks hacia su encuentro. Todo en décimas de segundo, portero y balón volando hacia el mismo punto. Y entonces surge la mística de las paradas extraordinarias. Justo en ese instante, cuando mano y cuero se tocan, el tiempo se detiene, se hace el silencio: ahí está su ojo, que ve su mano, que toca el balón, tres planetas alineados a la perfección. Es la plenitud del arquero. Después el balón sale despejado y todo vuelve a rugir, la escena se acelera de nuevo. “Recuerdo que escuché a Pelé gritar ‘¡gol!’ Incluso le vi levantar las manos”. Pelé vio gol. Toda Brasil se levantó. Inglaterra se llevó las manos a la cabeza. El estadio se tragó su aliento súbitamente. Todo el mundo había visto gol.
Todos menos el ojo derecho de Gordon Banks.

Gabriel González [Com 00]


LA "NARANJA MECÁNICA" DE CRUYFF

Quince toques

7 de julio de 1974. Comienza la gran final del Mundial de Alemania en el Estadio Olímpico de Münich ante 72.500 espectadores. Arranca el partido, y Holanda empieza su “rondo” que, quince toques después, y sin que los alemanes fueran capaces de tocar el balón, termina con penalti  a Johan Cruyff (el primer penalti en una final de los mundiales, por cierto). Lo transformó Johan Neeskens, el de las célebres tobilleras. Parecía el partido soñado por la “naranja mecánica”. Aunque luego Alemania remontaría, los holandeses ya habían escrito una página de oro en la historia de los mundiales. El fútbol ya no sería igual.
La Holanda de Johan Cruyff llegó a la final tras un recorrido impecable que asombró al mundo futbolístico por su calidad y espectacularidad. En frente estaba la poderosa Alemania de Maier, Beckenbauer, Breitner y Müller, que se acababa de proclamar campeona de Europa. Antes de la final, Holanda sólo había cedido un empate (con Suecia), y entre sus víctimas estaban Argentina (a la que había goleado por 4-0) y Brasil (2-0). Gran parte de la responsabilidad era de Rinus Michels (Amsterdam, 1928-2005), el entrenador del “fútbol total”. Michels buscaba solidaridad dentro del equipo, con defensores que atacaban, atacantes que defendían y continuos relevos posicionales. Los laterales (el sensacional Ruud Krol y Wim Suurbier) subían sin descanso. Los veloces extremos (Johnny Rep y Rob Rensenbrink) eran una verdadera pesadilla para las defensas rivales. Johan Cruyff (el mejor jugador mundial del momento) y el capitán del Feyenoord, el excelente Willy Van Hanegem, lanzaban al equipo desde el centro del campo. El incansable Johan Neeskens, un verdadero atleta, era el pulmón del equipo. Arie Haan, impresionante por su poderío físico, era el ancla defensiva.
Gracias al conjunto de Michels se empezó a hablar más de equipos y menos de individualidades. Fue una gran victoria del juego colectivo y la estética. Nunca un subcampeón había sido tan relevante. El fútbol le debe a Holanda un Mundial.

Francisco Javier Pérez-Latre [Com 89]


EL MEJOR GOL DE MARADONA

Una leyenda de diez segundos

Fueron diez segundos que dividieron en dos su biografía. Cuando recibió aquel balón junto al centro del campo, Diego Armando Maradona era ya un futbolista excepcional que había jugado en tres de los mejores equipos del mundo, un delantero indómito que alimentaba polémicas en idiomas diversos, un artista capaz de improvisar jugadas inverosímiles con el balón pegado a su pie izquierdo. Cuando se deshizo de los dos primeros ingleses que salieron a su encuentro, todo su pasado se tensó con la velocidad y la fuerza de un latigazo: los años miserables y risueños de Villa Fiorito, sus habilidad con cualquier objeto mínimamente redondeado, aquella aparición en el programa Sábados Circulares, los partidos en Las Siete Canchitas, el breve apunte que le dedicó Clarín recién cumplidos los diez años (“Un pibe con porte y clase de crack”)... Cuando encaró con decisión la portería enemiga, muchas de las jugadas que habían maravillado al mundo se concentraron en su carrera, en sus zancadas rápidas y precisas, siempre al servicio del balón: allí estaba el gol que marcó a Escocia con 18 años, sólo unos meses después de que Menotti lo apease del Mundial 78 con el argumento de “su juventud”; y el que endosó aquella noche lluviosa al River Plate en La Bombonera, tras dejar sentados a Fillol y Tarantini; y las faltas increíbles que los aficionados festejaban antes incluso de que se hubiera colocado la barrera; y sus disparos desde medio campo; y sus prodigiosas asistencias... Cuando evitó al penúltimo defensa con un levísimo toque de balón, se deshizo a la vez de las lesiones y las broncas y los contratiempos que acumulaba su trayectoria deportiva: sus desacuerdos con los entrenadores, el penalti que falló contra el Rosario Central al expirar la temporada de 1981, la patada de Goikoetxea que le destrozó la pierna en el Nou Camp en 1983, o la que él había propinado a Batista en el Mundial de 1982, hasta el gol que había metido con la mano dos minutos antes. Cuando llegó al área pequeña acosado por varios británicos, la propia historia de su país asistía puesta en pie a la escena: eran futbolistas, sí, pero allí estaba la guerra humillante de las Malvinas, y el hundimiento del Belgrano, y el dolor anónimo de tantos miles de porteños, y el horizonte más o menos democrático de la Argentina. Cuando salvó la salida de Shilton, varias generaciones de futbolistas se estremecieron en sus butacas sin acabar de dar crédito a lo que estaban viendo. Y millones de espectadores contenían el aliento en los cinco continentes a la espera del desenlace. Cuando disparó a puerta mientras caía al suelo, el mundo entero se detuvo durante unas milésimas de segundo: las que necesitó el balón para llegar a la red. Cuando Diego Armando Maradona corrió hacia el banderín de córner para celebrar el gol, ya no era únicamente el futbolista excepcional de 26 años que había recibido el balón diez segundos antes: había nacido la leyenda.

Javier Marrodán [Com 89]


LA SELECCIÓN ITALIANA DE 1982

Rossi, el apellido del gol

Paolo tiene el apellido más sencillo del gol: Rossi. Es imposible entender la Italia de 1982 sin su estilete, sin su abrelatas; aquel capaz de darle sentido con su oportunismo al estilo de juego de una selección siempre clásica.
La formación transalpina, competitiva y resultona, llegaba a España después de su brillante participación en el Mundial de Argentina en 1978. Allí fue capaz de sobreponerse al fervor patriótico que envolvía a la albiceleste y vencer a la selección anfitriona –al final, campeona– con un gol de Roberto Bettega, a pase de Rossi. En esa escuadra de ensueño se alineaban Zoff, Gentile, Scirea, Cabrini, Tardelli, Antognoni, Causio, Bettega y el mismo Rossi, bajo las órdenes de Bearzot.
¡Qué gran Italia y qué injusto el fútbol! Los azzurri acabaron cuartos, tras un Campeonato lastrado sólo por su derrota ante Holanda en la antesala de la final. Brasil, en la cita de conformistas, le birló un bronce que no estimaba.
Un cuatro años mayor –y seguramente más astuto– Enzo Bearzot conformó una convocatoria controvertida para el Mundial español. Entre sus perlas incluyó a Dino Zoff, con 40 años a sus espaldas, y a un Paolo Rossi recién rehabilitado de una sanción de dos años por amaño de partidos mientras militaba en el Perugia.
En la primera fase, Italia no fue capaz de ganar ni a Polonia, ni a Perú, ni a Camerún. Tampoco perdió, y así se sacó el billete para la siguiente ronda, envuelto, claro, en fuertes críticas.
Y fue entonces cuando surgió la figura de Paolo Rossi para liderar un equipo cuajado de ilustres, con Scirea, Cabrini, Tardelli, Conti o Gentile. La azzurra se jugó el pase a semifinales ante la todopoderosa Brasil –entre las dos, habían apartado ya a Argentina del camino– y los tres goles del ariete aún retumban en el corazón partido de la torcida brasileña. Dos tantos más a Polonia colocaron a los de Bearzot en una final apasionante ante Alemania.
Y allí, el contraataque italiano derrumbó hasta en tres ocasiones el muro alemán –¡y qué muro: Rummenigge, Littbarski, Stielike, Fischer, Briegel...!–. También su alma. De aquella cita quedará la heterodoxia de Sandro Pertini en el palco, celebrando cada gol de su selección –todavía uno más del matador italiano para lograr seis en total–, y el reconocimiento al mejor jugador y bota de oro: Paolo Rossi.

 Miguel Gay [Com 89]


EL GOL ANULADO DE MORIENTES

El partido de su vida

La guerra de Corea no se libró en los años cincuenta. La auténtica guerra de Corea fue el 23 de junio de 2002. A las 8.30 de la mañana para ser exactos.
En aquella batalla lucharon once españoles contra once amarillos. Rectifico: contra once amarillos y un moro vestido de negro que se llamaba Al-Gandhour. Era egipcio e iba armado con un silbato.
El equipo nacional superó la primera fase con tres victorias. En octavos jugamos como siempre y sufrimos como nunca frente a Irlanda, a la que derrotamos en los penaltis. Bye, bye, Shamrock.
Llegó entonces el sábado 23 de junio. España entera madrugó para ver el partido contra Corea, la anfitriona. Dos días antes los orientales habían echado a Italia con la descarada ayuda del árbitro, justa venganza al codazo de Tassotti en 1994.
El partido empezó mal, mal, mal. Los coreanos corrían como lo que son y España reculaba atenazada por la maldición de cuartos. Ahí apareció el perverso Al-Gandhour con su música de viento: un fuera de juego imaginario por aquí, una tarjeta absurda por allá… El tipo tenía mala pinta, afán de protagonismo y esa rara habilidad de meterse en todos los charcos.
En la segunda parte Al-Gandhour anuló un gol legal del Pipo Baraja. El público aullaba, España temblaba y el moro afilaba su sable. Llegó la prórroga y apareció Joaquín, perla bética, para centrar sobre la línea de fondo. El balón voló en una parábola perfecta hasta la cabeza de Morientes, que lo clavó en la portería amarilla. ¡Gol¡ ¡Gol de oro! ¡España a semifinales!
De repente, un pitido traidor. Una cuchillada de aire. Un disparo al corazón rojo y gualda. Gol anulado. Tragedia nacional. Ahí se acabó todo. También el tiempo extra, que dio paso a los penaltis, donde perdimos 5-3.
Al-Gandhour sonreía entre los abrazos de sus cómplices (un linier de Uganda y el otro de Trinidad y Tobago, países de gran tradición futbolística). Contra España habían jugado el partido de su vida.

Nacho Uría [Der 95]


LA NARIZ ROTA DE LUIS ENRIQUE

Tiene narices la cosa

Lo peor no es perder, sino la cara que se te queda.
Un partido a cara de perro, de toma y daca, la furia española contra el catenaccio italiano.
A estas alturas de competición no hay enemigo pequeño; es más, el más tonto te hace un reloj y encima anda. En fútbol dos más dos no son cuatro.
El equipo es una piña, hay que ponerse el mono de trabajo y echar toda la carne en el asador.
Las espadas están en todo lo alto. El gol es cuestión de rachas; a Julio Salinas se le hace pequeña la portería y tira el balón al muñeco Pagliuca. La pelotita no quiere entrar y el que perdona la acaba pagando.
Cinco minutos después, a tres del final, Baggio regatea a Zubizarreta, hace inútil la carrera de Abelardo y el balón besa las mallas.
2-1 campea en el marcador para la escuadra azzurra de Sacchi, que pone el autobús y se cuelga del larguero.
Las manecillas del reloj vuelan para los nuestros y pasan lentamente para el rival. Final no apto para cardiacos.
Puede ser el último cartucho: Goikoetxea manda el balón a la olla en el tiempo añadido. El esférico sobrevuela la portería transalpina y Luis Enrique entra al segundo palo para rematar, pero un codazo del defensa Tassotti en la cara le derriba. El árbitro, Sandor Puhl, loco por la música, mira para otro lado y no señala la pena máxima pensando que se ha tirado a la piscina.
Los árbitros son humanos y no hay que pedir que nos den; ahora, que tampoco nos quiten.
Luis Enrique protesta furioso ante el trencilla húngaro con la cara ensangrentada debido a la fractura de los huesos propios de la nariz. Llora, no de dolor, sino de impotencia y de rabia, y el colegiado le indica que debe ser atendido, que se dirija a la línea de banda.
El delantero vuelve al césped con la pechera del uniforme blanco teñida de rojo y le obligan a abandonar el terreno de juego porque sigue manando sangre. El chaval está hundido, su cara es un poema.
No hay tiempo para más. Suena el pitido final, jugadores al túnel de vestuarios.
España tiene que hacer las maletas. Jugamos como nunca y perdimos como siempre.
Es la grandeza y la miseria de este deporte.
El fútbol es así, y perdón por el tópico.

 Miguel Cuberta


UN ERROR INOLVIDABLE

El harakiri de Cardeñosa

11 de junio de 1978. Estadio José M. Minelle. Mar del Plata. Minuto 75 de partido. Cero a cero. Leal suelta en corto hacia el lateral derecho, donde Uría recoge, levanta la cabeza levemente y conduce la pelota por la banda. Cardeñosa aparece en la parte izquierda del televisor, a la altura del medio campo. El ‘Flaco’, como le llaman, sigue la jugada trotando en diagonal, sin aparente convicción. ¿Por qué yo?, se repite.
75 minutos, tres segundos. Uría ha decidido colgar el balón al área. Hacia allí corre el saltimbanqui Santillana. Indolente, cara de acelga, unicejo y andares de españolito del desarrollismo, por detrás va llegando Cardeñosa. Choca verle así. Julio Cardeñosa Rodríguez (Valladolid, 27 de octubre de 1949) ha transmitido siempre una profunda determinación. Ya desde niño, cuando jugaba a la luz de una farola en la noches de nieve, bajo cero. O después, pasado el Mundial de Argentina, consumado el descenso del Betis a Segunda: en lugar de emigrar al Barça, que le ofrecería cuatro veces más, prefirió quedarse y devolver al Betis a Primera. Lo consiguió en un año.
75 minutos, siete segundos. El balón sale de las botas de Uría, bombeado, inocente, ni siquiera desesperado, y eso que el tiempo apremia. Maldira derrota con Austria. Santillana se encarama al cielo. Cardeñosa no termina de llegar. Habla solo. Tuerce el gesto. Su imagen no engaña: proviene de un familia que pasó no hambre pero sí dificultades, dejó de estudiar con 14 años para entrar de aprendiz en una imprenta y en su primera temporada con el filial del Valladolid en Tercera no le pagaron ni un real. Tuvo que cumplir 18 y marcar 19 goles a la temporada siguiente para cobrar sus primeras 5.000 del ala. No, no engaña su imagen, pero sí su levedad.
75 minutos, nueve segundos. Santillana gana por alto y deja la pelota muerta al centro del área. Cardeñosa ha llegado. En silencio. No es de los de meter ruido. Debutó con la selección en Belgrado, en 1977, después de eliminar al Milan en Europa con el Betis: botellazo a Juanito, gol de Rubén Cano y pasaporte a Argentina. Cardeñosa, nada menos que el tipo que más veces ha vestido la camiseta del Betis: 306 partidos. Un ídolo en Heliópolis. “Todo se lo debo al Betis. Quiero vivir y morir en Sevilla”, diría el 17 de diciembre de 2009, en un acto de homenaje de la Diputación de Sevilla. Vale ya. Ha llegado el momento.
75 minutos, 11 segundos. Cardeñosa acaricia la pelota. Franca, sencilla pese al mal bote inicial. No debe de plantear dificultad ninguna. Los cronistas siempre han destacado sus quiebros artísticos, sus pases al hueco, su visión panorámica, su extrema habilidad… y sus remates duros y colocados. Cómo le gusta el balón. España está a punto de ganar a Brasil después de 44 años. Si supieran...
75 minutos 12 segundos. Ni siquiera levanta la cabeza. Dicen que no ve a Amaral… Con Leão fuera de la portería y el defensa tiritando, España contiene la respiración antes de estallar. Pero Cardeñosa —“amigos, ¡qué ocasión!”— hace rato que ha decidido dejar el fútbol y ganarse la vida como agente de seguros. Leal insiste. Camacho levanta los brazos y se vuelve al línea. Cardeñosa los levanta también, aunque con desgana, para la galería. Sabe que está muerto futbolísticamente, que la mala sombra le perseguirá hasta que cuelgue las botas en 1985 y después. Visionario, panorámico, sólo él sabe que valdrá la pena. Con su harakiri expiará a la selección para  siempre. Adiós complejo: treinta años exactos después seremos campeones de Europa y el 11 de julio de 2010, a las diez y cuarto de la noche de Johannesburgo, campeones del mundo.
Treinta años en doce segundos. ¡El que no veía! ¡Pues si llega a levantar la cabeza! Qué tío. Gracias, Julio.

 Javier Errea [Com 89]


EL GOL FALLIDO DE PELÉ

Teorema sobre el césped

Eduardo Chillida, guardameta antes que escultor, intuyó desde joven que el fútbol es un asunto de geometría. Advirtió, además, que el único lugar tridimensional del campo en el que ocurren todos los fenómenos complejos del fútbol es la portería, y que las salidas de un portero tienen como principal propósito reducir el tamaño de la misma.
Y en algo así debía estar pensando Ladislao Mazurkiewicz, el portero de la selección uruguaya, cuando observaba cómo Pelé se acercaba de frente, solo y a toda velocidad, hacia el frontal de su área grande. El delantero brasileño corría para captar el balón que su compañero Tostao le había lanzado en profundidad desde el lado izquierdo. Pelé y el balón trazaban, por tanto, dos líneas que iban a converger unos metros delante del portero uruguayo. Sin remedio, Mazurkiewicz tuvo que salir corriendo hacia ese punto de reunión para intentar desbaratar la jugada brasileña y, sin ser consciente de ello, para completar con su propio trazado un singular problema de geometría.
Lo que iba a suceder a continuación no puede interpretarse de manera oportuna sin recordar que Uruguay y Brasil estaban luchando por una plaza en la final del Mundial de México de 1970, que era el último minuto de un partido ya decidido (con 3-1 a favor de los brasileños) y que Pelé, con dos mundiales en su haber, ya era considerado el mejor jugador de la Historia. Con todo a su favor y sin presión, el delantero se sintió dispuesto para una exhibición. Fue en la concurrencia de las tres trayectorias –la del balón, la de Pelé y la de Mazurkiewicz– donde el brasileño tuvo la osadía de inventar un teorema sobre el césped. En lugar de intentar captar el balón para driblar al portero, esbozó un amago y siguió su camino mientras dejaba que el esférico continuara el propio. Mazurkiewicz, estupefacto, sólo pudo ver cómo ambos, balón y brasileño, le superaban cada uno por su lado. Para cuando quiso descifrar lo que ocurría a su espalda, Pelé giraba y esprintaba para recuperar el balón y lanzarlo a la portería vacía.
Lamentablemente, el cuero no entró y pasó acariciando el poste. La jugada podría haber originado uno de los grandes goles de la historia, pero al menos quedó dibujada una sublime lección de geometría.

José Luis Ollo [Com 91]

 

ESPAÑA CAE EN LA PRIMERA RONDA

La cantada de Zubi

El primer enfrentamiento tendría lugar contra Nigeria. Los de Clemente iban muy ilusionados, eran los favoritos del grupo y, con semejantes rivales (Nigeria, Uruguay y Bulgaria), no tenían miedo alguno. Más aún teniendo en cuenta que Raúl y Hierro acababan de ganar la Champions con el club merengue. En las filas del equipo español, el director de orquesta, Javier Clemente, tenía a su disposición a los mejores músicos: Zubizarreta, Ferrer, Alkorta, Hierro, Raúl, Alfonso, Sergi, Iván Campo, Kiko, Nadal, Luis Enrique, Cañizares, Molina, Aranzabal, Abelardo, Morientes, Julen Guerrero, Pizzi, Aguilera, Celades, Etxeberria y Amor.
Nigeria no contaba con mucha experiencia en este tipo de competiciones deportivas: había debutado en el mundial anterior (1994), donde alcanzó la segunda ronda. Pese a ello, los africanos no se iban a dejar amedrentar: venían de alcanzar el oro olímpico en 1996 y esperaban llegar lejos en tierras galas.
Al finalizar el primer tiempo el resultado era de empate a uno. España se había adelantado al convertir Hierro una falta al borde del área, pero los nigerianos igualaron el marcador con un remate de cabeza de Mutiu Adepoju. Tras el descanso, sólo dos minutos después de que se reanudara el juego, España volvió a marcar con una volea de Raúl.
Y entonces sucedió. Corría el minuto 73 de juego cuando los nigerianos Lawal y Rasheed Yekin lograron deshacerse de Iván Campo con una triangulación perfecta. Lawal disparó a continuación un balón raso: se suponía que era un centro, aunque ninguno de sus compañeros llegó al balón. La jugada no albergaba ningún peligro y Zubizarreta se lanzó al césped para detener la pelota. No parecía un balón problemático, pero lo golpeó inexplicablemente con la palma de la mano y cambió su trayectoria. Ante la mirada atónita del resto de jugadores, el esférico se introdujo en la portería española. Fue un golpe muy duro para el conjunto de Clemente. Los nigerianos, además, redondearon el resultado con un derechazo de Sunday Oliseh a doce minutos del final.
Era el primer partido del mundial pero, ante la remontada y el triunfo de los nigerianos, España quedó psicológicamente tocada. Después no pudo pasar de un triste empate a cero con Uruguay. Goleó a Bulgaria por seis goles a uno, sí, pero dependía de sus rivales para pasar a la siguiente fase, y no pudo ser. Nigeria caería en octavos de final: 1-4 frente a Dinamarca.

María Malo [Com 11]


EL "MARACANAZO"

La ilógica de Ghiggia

Cuando el 16 de julio de 1950 Ghiggia agarró la pelota en el minuto 79 de partido, todo estaba ya preparado para celebrar el primer título mundial de Brasil. La noche anterior, los futbolistas brasileños habían recibido un reloj de oro dedicado a los “campeones del mundo”. Las primeras planas de muchos diarios aguardaban la hora de la rotativa con un título similar. En las puertas de Maracaná, once limusinas esperaban impacientes a los héroes locales para conducirlos a la fiesta que vivía Río de Janeiro. La ciudad hervía abarrotada de carrozas, embriagada de licor y felicidad, de entusiasmo.
Entonces Ghiggia, a once minutos del final, enfiló con decisión la portería brasileña y logró colarse en el área carioca. Fueron diez zancadas amplias, limpias y afiladas como el bigote que aún hoy sigue coronando su labio superior. Todos esperaban que Ghiggia levantara la pelota en busca de un compañero, pero él la mandó contra el palo corto. El balón lamió el suelo con furia, besó el poste con violencia, y entró. Ghiggia había cambiado el rumbo de la historia: Uruguay se puso por delante 2-1 y ganó la Copa del Mundo de 1950.
Un silencioso espeso y dolorido, como de pueblo abandonado, emvolvió todo el estadio de Maracaná “La derrota provocó hasta suicidios”, tituló Clarín al día siguiente. “Nuestro Hiroshima”, escribió un diario brasileño. La victoria de Uruguay, el maracanazo, es la mayor herida futbolística de Brasil.
El zapatazo de Ghiggia dejó una cicatriz que sesenta años después no se ha cerrado del todo. “Barbosa –el guardameta brasileño– se abría para cortar el centro, tiré al arco y entró. Barbosa hizo la lógica y yo la ilógica...”, ha relatado alguna vez el autor del gol. Nadie, ni siquiera los propios uruguayos, había imaginado aquel desenlace. Tampoco el presidente de la FIFA, Jules Rimet, a quien Obdulio El Negro Varela tuvo que arrebatar el trofeo de las manos. “Ni guardia de honor, ni himno nacional, ni discurso, ni entrega solemne. Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer”, recordaría Rimet tiempo después. En el bolsillo derecho de la chaqueta llevaba unas palabras para homenajear a los campeones. Estaban escritas en portugués.

 Felipe Sánchez Mateos [Com 08]


UN MUNDIAL AMAÑADO

 Mussolini, tuttocampista

Un tal Benito Mussolini inventó el fútbol moderno. “¿Y ése, de qué jugaba?”. De todo. En la Italia de 1934 Il Duce jugaba de todo. Un tuttocampista. De raza. Menudo era.
Ni siquiera un dios del balompié, Ricardo Zamora, El Divino, primer futbolista mediático de la historia, gorra de guardameta en ristre y en pleno apogeo deportivo, pudo con este señor calvo, sobreactuado y gordinflón, con el cabreo cincelado en la jeta. La selección española llegó a Italia 34 con el recuerdo de la medalla de plata de Amberes y el bien ganado apellido de La Furia, pero tuvo que lidiar con Mussolini y su visión totalitaria.
El propio Duce controló personalmente el torneo e implantó una maquinaria propagandística inédita: 100.000 carteles, 300.000 pasquines, un millón de sellos conmemorativos y hasta los cigarrillos Campionato del Mondo. Por vez primera un evento iba a ser retransmitido por radio en directo para nueves países. Y si el “factor campo” ya se había inventado en el Mundial uruguayo, don Benito, que nacionalizó a los argentinos Guaita, Orsi y Monti para su squadra azzurra y puso a un veterano de la Gran Guerra, Vittorio Pozzo, a instruirles a toque de corneta; descubrió de pronto el “factor árbitro” y nombró a dedo a los trencillas de todos los partidos del Mundial. Para él fue la medalla de La batalla de Florencia: aquellos cuartos de final entre España e Italia (ahí empezó la vieja maldición de nuestra selección) fueron la eliminatoria mundialista más dura de todos los tiempos. Empate a uno tras la prórroga gracias a un escandaloso arbitraje hogareño. Zamora acabó el partido lesionado y no pudo jugar el desempate al día siguiente, como otros seis titulares de la selección española. El orondo emperador le pudo al dios del fútbol. Y la encerrona continuó. Italia venció con más sospechas al wunderteam austriaco de Sindelar (que después, cosas del destino, se enfrentó a los nazis que invadieron Austria y se negó a jugar para la Gran Alemania) en semifinales; a Checoslovaquia en la final y se proclamó campeona del mundo en casa.
Pues sí: el segundo Campeonato del Mundo, el Mundial fascista, fue una farsa. A imagen y semejanza del propio Mussolini, un personaje histriónico en busca de autor. Un dictador con una Copa Jules Rimet en su mesita de noche.

Carlos Marañón [Com 99]

LA INCREÍBLE REMONTADA PORTUGUESA

Eusebio o el triunfo de la fe

0-1. Min. 1. Eusebio da Silva se santigua antes del pitido inicial. Portugal comienza ebrio: vienen de noquear al campeón, Brasil.
0-2. Min. 22. Con Pelé masacrado y George Best ausente por haber nacido en la selección equivocada, Eusebio aún tiene que demostrar que es el mejor jugador del mundo.
0-3. Min. 24. Corea del Norte es el actor revelación. Con un juego rumboso y sin complejos, se ha plantado en cuartos de final tras eliminar a Italia. No solo la URSS sabe meter tantos con la izquierda… La defensa de Portugal –un queso gruyère– ya ha encajado tres. Los matagigantes siempre cautivan y a los espectadores de Goodison Park hoy les duelen los ojos de tanto frotárselos.
1-3. Min. 27. Eusebio recoge el balón de las mallas y corre al círculo central. Acaba de marcar. Acaba de echarse el equipo a las espaldas. Fe. Fe en la remontada.
2-3. Min. 43. Eusebio pelea y asedia el área sin descanso. No desfallece. Parece poseído. Defiende y ataca. Se rebela: ¡quiere regatear al Destino! Penalti por la escuadra. ¿Por qué conformarse con el fado cuando podemos cantar victoria?
3-3. Min. 56. Con razón le apodan la Pantera Negra. Por su potencia y su garra. Es un cazador con cuarenta metros de recorrido, pegada enérgica, regate felino y un olfato letal para el gol. Imparable en carrera.
4-3. Min. 59. Eusebio recibe el balón en la banda, en tres cuartos del campo. Amaga e inicia una galopada feroz por la izquierda. Dos rivales le persiguen: uno cae exhausto y el otro aún busca su cadera. En el área chica llega un tercero que lo derriba salvajemente. El penalti certifica el triunfo de la voluntad. La fe también puede marcar goles: un solo hombre ha protagonizado la remontada más espectacular de la historia de los Mundiales. Nace el mito de Eusebio.
5-3. Min. 80. Y al quinto gol, descansó. Cuentan que marcó un tal José Augusto

Alberto García [Com 00]