Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Piratas y corsarios en la era digital

Texto Alejandro Néstor García Martínez [Hum 99 PhD 05] y Mario Silar Ilustraciones Alberto Aragón

En los procelosos mares de Internet no es necesario disponer de un bajel de aspecto siniestro y bandera negra para practicar la piratería: un ordenador y una conexión a la red son suficientes. Lo que no está tan claro son las implicaciones legales y morales de una actividad que algunas administraciones están tratando de atajar con medidas desproporcionadas.


Miedo y vergüenza. Son las dos emociones que muchos han experimentado alguna vez cuando se enfrentan a la decisión de descargar de internet contenidos protegidos por derechos de autor. Miedo a la sanción legal que pueda sobrevenir, junto a la vergüenza que se deriva de la ejecución de una acción de la que no se tiene clara su moralidad. A menudo, sin embargo, se supera ese difuso miedo y la incómoda vergüenza por un juicio que pretende restablecer la equidad: puesto que con la excusa de garantizar los derechos de autor se están cometiendo abusos e injusticias, estamos legitimados para realizar alguna descarga de vez en cuando, o incluso todos los días...

El argumento pro-descargas más habitual es sencillo: si cada vez que compro un CD o una memoria USB para guardar archivos diversos, y cuando adquiero un móvil, una impresora o cualquier aparato que reproduzca audio o vídeo tengo que abonar una tasa en concepto de canon digital, ¿no estoy ya pagando, de hecho, las posibles pérdidas de los propietarios de derechos de autor por esa película que voy a ver sin pagar por ella en el videoclub de la esquina?

La impresión más extendida, además, es que las entidades que gestionan los derechos de autor se exceden en sus estrategias y acciones recaudatorias. La Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) tiene muy mala prensa. Para empezar, por el ya citado canon digital. La justificación de esta tasa es que así se compensa a los autores por el ejercicio de copia privada previsto en la legislación. Lo que ocurre es que muy a menudo se usan esos mismos soportes para guardar obras personales, o fotos familiares, o documentos diversos no protegidos por derechos de autor. Muchas empresas e instituciones los emplean para almacenar datos propios. Este indiscriminado cobro del canon parte de una presunción de culpabilidad: es el afectado el que tiene la carga de probar ante el juez que no ha usado el soporte para grabar o reproducir obras protegidas. Algunas empresas afectadas –como minoristas de productos informáticos– han logrado que les den la razón; pero claro, ¿qué particular va a ir a los tribunales para recuperar unos pocos euros?

Especialmente por la existencia de este canon y el modo en que se aplica en España, muchas personas se sienten con el derecho de descargarse por internet cualquier contenido. Algunas rechazan de plano que estas descargas puedan calificarse de “piratería” pues, en todo caso, estarían realizando la actividad propia de los antiguos “corsarios”: aquéllos que pagan una patente de corso, que les legitima institucionalmente para las prácticas que realizan en el inmenso océano de internet. Incluso sería un tipo peculiar de corsario, pues no emplea violencia alguna...

El descrédito de la SGAE. En cualquier caso, es probable que pronto todo esto cambie. Un paso muy decidido en esa dirección de cambio ha ocurrido con el dictamen emitido recientemente por la abogada general del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, Verica Trstenjak. En su escrito establece que es incompatible con las normas comunitarias una aplicación indiscriminada del canon, tal y como se hace en España. Es ilegal, de acuerdo con la normativa europea a la que estamos sujetos. Esto hace que, previsiblemente, y hasta que se dicten sentencias judiciales firmes, sea preciso modificar aspectos importantes de la aplicación de este impuesto digital.

Pero el descrédito de la SGAE ante los ciudadanos no sólo se debe a este canon. También han contribuido mucho los casos en los que, por ejemplo, miembros de estas instituciones se han colado en una boda para ver si se reproducía música protegida, o cuando reclaman a los peluqueros que paguen por poner la radio en sus locales (cuando las emisoras ya abonan el canon correspondiente por la difusión de sus contenidos). Tampoco ayuda mucho a mejorar su imagen que se incluya al comienzo de un DVD de Dartacán, comprado para los niños de la casa, una secuencia tenebrosa en la que se visualiza lo malo que es descargar de internet… Ante el ambiente oscuro y la música tétrica del spot, los niños se asustan, pero la pobre mamá que intenta saltar la escena comprueba desalentada que no es posible: han deshabilitado esa función y hay que pasar obligatoriamente por esa adoctrinadora secuencia cada vez que los pequeños quieren ver un nuevo capítulo…

¿Es delito? Aunque estén tan mal consideradas por la opinión pública, la SGAE y demás entidades han cosechado algunos logros. Desde el punto de vista de su estrategia de comunicación pública, es un éxito rotundo para la SGAE que la opinión pública haya aceptado el uso del término “piratería” para referirse a estas prácticas en internet. En gran medida, ese miedo que muchos confiesan cuando se proponen realizar una descarga de obras protegidas proviene de esa vinculación con la actividad pirata y lo ilegal. Pues el pirata es un tipo de persona cruel y despiadada, que vive al margen de la legalidad cometiendo atroces delitos. Y nadie quiere ser etiquetado como ese tipo de persona… Esta asociación con la piratería que ha logrado la SGAE es muy relevante porque, en realidad, de acuerdo con la legislación española y la jurisprudencia al respecto, lo que hacen la mayoría de los internautas no es delito. Por mucho que algunos “artistas” se empeñen, realizar descargas a través de internet no es lo mismo que robar un coche. Esa sensación de miedo ante una posible sanción penal es, por tanto, infundada.

Son ya abundantes los informes y sentencias recientes dictadas en España que rechazan explícitamente que pueda considerarse delito el intercambio por internet de contenidos protegidos por derechos de autor. Un hito importante a este respecto ha sido la Circular 1/2006 de la Fiscalía General del Estado. En ella se interpreta por parte de este órgano que las descargas a través de internet de obras protegidas no son delito si no existe un explícito ánimo de lucro, entendido como lucro comercial. O sea, que si no se está ganando dinero, no hay delito. Curiosamente, esta circular se publicó casi a la par que se producía una gran redada policial en la que se cerraron numerosas páginas web y se arrestaron a los responsables de esas páginas porque contenían enlaces a redes P2P (emule, torrent, etcétera) de obras protegidas por derechos de autor. Aquella acción policial tuvo una espectacular repercusión mediática, que probablemente contribuyó a que la opinión pública visualizara e interiorizara las posibles consecuencias policiales y penales de las descargas en internet…

Pese a estos escaparates mediáticos, se han ido sucediendo en los últimos años sentencias absolutorias relacionadas con las descargas por redes P2P. Incluso se absuelven a los propietarios de páginas web con enlaces a obras protegidas. Sí, también a esos que arrestaron casi en directo para la televisión. Porque, aunque se lucren comercialmente por la publicidad en sus sitios web, ellos mismos no alojan los contenidos protegidos, y por tanto no hay comunicación pública, que es otro requisito para determinar la figura delictiva. Muy relevante en este sentido ha sido la sentencia del pasado mes de mayo en el Juzgado de lo Mercantil nº 6 de Barcelona, especializado en Propiedad Intelectual. En ella se resuelve que las páginas web con enlaces externos a obras protegidas que ellos mismos no alojan no constituyen delito alguno ni vulneran la ley de Propiedad Intelectual. Añade que esas páginas son meros índices –parecidos a los que ofrecen servicios como Google– y que son parte de la esencia misma de internet, sin los cuales los usuarios serían incapaces de ordenar y obtener la información buscada…

Que las descargas a través de internet no sean delito no significa que sean legales. Pueden constituir un ilícito civil. El problema es que para demostrar que se comete una infracción civil cuando alguien se descarga una película –y poder así reclamar algún tipo de compensación– es preciso saber la identidad de esa persona y qué contenidos se ha descargado. El acceso a esos datos personales sólo puede hacerse por mandato judicial, y normalmente los jueces no conceden acceso a esos datos si no hay presunto delito... O sea, que cerrada la vía penal, la civil no parece conducir a ningún sitio.

¿Es moralmente aceptable? Aunque en España no sea delito descargar obras protegidas a través de internet, y a pesar de que sea muy complicado reclamar por la vía civil, ¿qué pasa con la moralidad de este tipo de acción? Esa embarazosa vergüenza que algunos padecen cuando descargan de internet, ¿no es indicativa de que se está haciendo algo indebido? Además, si no se paga por las canciones, ¿se contribuye a que los creadores dejen su actividad porque no resulta rentable? ¿Será cierto, como se quejaba amargamente Luis Eduardo Aute el pasado diciembre, que, de continuar con estas prácticas en internet, “en cinco años esto desaparece” y ya “no habrá canciones ni música”?

La respuesta a estas cuestiones es compleja. Es evidente que hay modelos de negocios nuevos que, aprovechando esas nuevas tecnologías y las posibilidades de internet, están logrando importantes beneficios. Son los casos, por poner algún ejemplo, de Spotify o iTunes. En realidad, los ingresos por descargas han aumentado muy considerablemente, y, como señalan Pablo Vázquez y Michele Boldrin en su Informe sobre la industria de la música (FEDEA, 2010, criticado en duros términos por Promusicae), los beneficios son prácticamente los mismos desde 2005. Lo que ha cambiado es el modelo de negocio. Además, gracias a internet muchos artistas que antes no lograban darse a conocer ahora pueden hacerlo sin la intermediación de una firma discográfica. Más aún: en contra de lo que decía Aute, el número de compositores y editores musicales se multiplicó por dos entre 2004 y 2008. Aunque ya no se vendan tantos CD’s, se ha disparado el número de conciertos en directo. También son muy significativos los casos en los que la difusión de una obra de un autor por internet le ha dado una notoriedad –fundamental para el éxito comercial hoy día– que no hubiera alcanzado por otros medios. Por ejemplo, suele citarse el caso del álbum In Rainbows, de Radiohead, difundido por internet como una descarga digital en formato mp3 que permitía al usuario abonar la cantidad que considerara oportuna por el disco. Con el posterior lanzamiento en CD el disco alcanzó el primer puesto en Inglaterra y fue considerado una de las mejores grabaciones del año 2007. También se puede mencionar el caso de Jamendo, un portal de internet donde los artistas pueden subir libremente sus obras y los usuarios descargarlas. El sitio actualmente aloja más de 35.000 discos.

En cualquier caso, el debate sobre si las industrias audiovisuales deberían renovarse y adaptarse a las nuevas tecnologías en vez de luchar contra ellas habitualmente impide que se plantee otro más fundamental. En el fondo, lo importante es aclarar si se justifica la existencia de la propiedad intelectual, que es el derecho supuestamente vulnerado cuando se descargan obras protegidas. Dicho de otro modo, la cuestión sobre la moralidad de las descargas por internet exige una reflexión previa sobre la naturaleza de la llamada “propiedad intelectual”.

Un derecho reciente y discutible. Por supuesto, nadie niega el derecho moral natural que tiene el autor sobre su obra, tanto de “paternidad” (protección contra el plagio) como de “integridad” (contra alteraciones no autorizadas de su obra). Sin embargo, los derechos de propiedad intelectual (como el de copyright) son mucho más recientes y discutibles. Desde un punto de vista histórico, conviene señalar que el derecho de copyright no era considerado parte del derecho de autoría, mucho más antiguo, y que surgió con la intención de proteger a los autores ante el nuevo escenario que introducía la invención de la imprenta.

Está en discusión la propia existencia del derecho de propiedad intelectual sobre bienes intangibles o inmateriales, nacidos de la creatividad humana, y que se manifiestan jurídicamente en los conocidos copyrights o las patentes. Por resumir un debate bastante enredado, los principales puntos controvertidos son los siguientes:

1. La propia justificación de la “propiedad intelectual”. Sus defensores argumentan que las ideas, hallazgos o creaciones de una persona son de su propiedad, igual que los frutos de ella derivados. En esta perspectiva, los bienes materiales y los inmateriales tienen el mismo estatuto de realidad en lo que afecta a los derechos de propiedad.

Esta idea básica se discute en varios planos. En primer lugar, porque el concepto mismo de “propiedad” sólo es aceptable en relación con bienes escasos. Si alguien come una manzana, impide que cualquier otro pueda consumir esa misma manzana; y en ese contexto puede hablarse de quién tiene derecho de propiedad sobre la manzana. Si pudiéramos multiplicar ilimitadamente esa manzana, no tendría sentido hablar de propiedad, pues todos podríamos disfrutarlas cuando quisiéramos, sin perjuicio de nadie. Eso mismo pasa con las ideas: que uno la tenga no impide que los demás puedan usarlas sin menoscabo del primero.

Por otra parte, la propiedad intelectual es también, en realidad y a efectos prácticos, propiedad sobre los bienes tangibles de otros. Por ejemplo, yo no puedo introducir en mi bicicleta la innovación que a otro se le ha ocurrido porque la tiene patentada. Incluso en el caso de que a mí se me haya ocurrido la misma idea, su patente previa le confiere derecho sobre lo que yo puedo hacer con mis propiedades materiales. Llevado esto al absurdo –y hay muchos ejemplos reales de todo esto–, como señala Tom Palmer, si alguien patenta una danza particular puede impedirme a mí que mueva mi cuerpo de la manera que yo quiera. Su idea patentada impediría que yo pueda moverme a voluntad durante el tiempo –arbitrario– que dura su derecho de propiedad intelectual…

Por tanto, ¿es justo que exista la propiedad sobre bienes no escasos como las ideas, y que este supuesto derecho de propiedad tenga el poder de impedir a todos los demás una propiedad plena sobre sus cosas?

2. Otra línea argumental poderosa a favor de la propiedad intelectual es que sin estos derechos de patente y copyright los creadores no tendrían incentivos para su labor. Teddy Bautista, presidente de la SGAE, lo ha expresado gráficamente: “Si no se gestiona internet y la piratería sigue avanzando, nadie volverá a invertir en nuevas ideas y talento”. La idea defendida es que la propiedad intelectual fomenta el progreso y preserva bienes culturales, por lo que debe asegurarse como derecho.

Las razones en contra de esta postura sostienen, para empezar, que un criterio de utilidad no puede prevalecer sobre una ética fundada en el derecho natural: si la propiedad intelectual es en sí contraria a la justicia, por más que tenga consecuencias provechosas no puede asemejarse a derecho. Pero más allá de estas consideraciones, muchos relativizan enormemente los supuestos beneficios económicos, culturales y de progreso que supuestamente traerían consigo las patentes y copyrights. Por ejemplo, el historiador Thomas Ashton ha señalado que todas las innovaciones englobadas bajo la rúbrica de la Revolución Industrial habrían acontecido aunque no hubieran existido los derechos intelectuales; de hecho, los grandes cambios y progresos en esa época se produjeron cuando se extinguió la patente de Watt sobre la máquina de vapor. Por lo demás, en muchos ámbitos de actividad no afectados por las patentes y derechos intelectuales (como la moda o las estrategias de marketing) siguen produciéndose innovaciones y progresos notables.

Por otra parte, muchos estudiosos sostienen que el sistema de patentes y copyrights no es tan eficiente desde el punto de vista económico como alegan sus defensores, y puede generar efectos contraproducentes. Uno importante es la restricción de la competencia (como ocurrió con la patente de Watt), o la ineficacia y costes añadidos que genera para los competidores.

En cualquier caso, parece que existen alternativas de mercado y fórmulas diversas para preservar la creatividad humana y reconocerla, pero sin necesidad de hacerlo a través de las distintas formas en las que se manifiesta esta controvertida “propiedad intelectual”. Las creaciones, inventos y obras artísticas pueden protegerse por vía contractual, sin necesidad de establecer ese monopolio legal indiscriminado sobre las ideas. Prueba de ello son las nuevas licencias creative-commons, que han adquirido considerable fuerza en los últimos años.

Como se ve, el tema no es fácil. Pero resulta evidente que las nuevas tecnologías generan oportunidades, no sólo amenazas. A veces sólo se quieren ver estas últimas. El debate sobre una regulación equilibrada del uso de internet en relación con los derechos de propiedad intelectual no debería hacerse desde discursos maniqueístas. Sería necesaria además una reflexión profunda sobre la naturaleza, conveniencia y alternativas a la propiedad intelectual y su actual normativa. Mientras tanto, y todavía existiendo el canon digital en nuestro país, nuestros niños –y no tan niños– probablemente seguirán haciendo de pacíficos corsarios, cada vez más envalentonados si los vientos judiciales siguen soplando en la misma dirección.