Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

La herencia de Osama

Texto y Fotografía Mikel Ayestaran [Com 97]

La muerte de Bin Laden ha abierto un periodo de incertidumbre. El temor a una venganza a gran escala convive con la esperanza que han despertado en muchos musulmanes las revueltas de la llamada “Primavera árabe”. Los mensajes y los escenarios han cambiado sustancialmente, y algunos expertos aseguran que “Al Qaeda está políticamente muerta”. Sin embargo, Pakistán o Yemen siguen siendo dos polvorines inquietantes. El egipcio Ayman Al Zawahiri y el yemení Anwar Al Awlaqui podrían ser ahora los responsables de la red.


“¿A qué distancia te encuentras de islamabad?”. Ese era el mensaje que presidía la bandeja de entrada de mi correo el lunes 2 de mayo. Medio dormido y sin entender muy bien lo que quería decir, decidí no responder y pasar a la habitual lectura electrónica de prensa matutina indignado porque el remitente no sabía que estaba en Sanaá desde hacía 24 horas, dispuesto a cubrir mi cuarta revolución árabe consecutiva después de Túnez, Egipto y Libia. La indignación dejó paso a un estado de shock tras leer el siguiente titular: “Estados Unidos mata a Bin Laden”. Adiós Yemen, empezaba la cuenta atrás por conseguir un visado y salir volando hacia Pakistán.  

Las primeras 24 horas son fundamentales en este tipo de noticias y Yemen no es un mal lugar porque la familia de Osama es originaria de la provincia de Hadramout, al este del país. Osama fue el décimo séptimo hijo de los 52 que tuvo su padre, un importante magnate del ladrillo, de origen yemení, que hizo fortuna gracias a sus relaciones con la familia real saudí. Hasta que acabó en la universidad sus estudios de Economía y Gestión de Empresas no se adentró en el mundo de la religión. Las inquietudes de ese tipo llamaron a las puertas de su corazón y mente a comienzos de los ochenta, cuando viajó a Peshawar, en el norte de Pakistán, para enrolarse en la yihad (guerra santa) contra la Unión Soviética, como hacían miles de jóvenes musulmanes en aquellos días. Se trató de una iniciativa aplaudida y respaldada por Washington, que veía en aquellos voluntarios un elemento más para vencer en su particular guerra fría contra Moscú.

 

Arabia, Sudán, Afganistán. En Peshawar comenzó a gestarse su idea de formar una bolsa de guerrilleros árabes de todo el mundo para apoyar a los afganos. Fue esa iniciativa la que en 1988 se convirtió en Al Qaeda (AQ). Gracias a su enorme fortuna, Osama fue capaz de pagar a miles de jóvenes tras la retirada soviética, un año después, que de pronto volvieron a sus países de origen y se encontraron sin trabajo, y en muchos casos en la cárcel por el temor de los dictadores locales a su islamismo radical y combativo. 

Osama apenas duró tres años en Arabia Saudí, donde chocaba constantemente con la política de la Casa Real. Tras la primera guerra de Irak en 1991, cuando su país abrió las fronteras a las fuerzas de Estados Unidos, se exilió de forma definitiva en Sudán, a donde le siguió su inseparable Ayman Al Zawahiri, doctor egipcio y amigo desde los tiempos de Peshawar. En 1996 volaron a Afganistán para unirse a los talibanes y ser una pieza clave en su lucha por hacerse con el poder del país y establecer un emirato islámico. Durante los cinco años siguientes compartió muchas jornadas con el mulá Omar, el líder tuerto talibán cuyo cuartel general estaba en Kandahar, y en Afganistán encontró un país seguro donde formar una gran familia, entrenar a sus guerreros santos venidos de todo el mundo y organizar operaciones en el extranjero, como la de las embajadas americanas en Kenia y Tanzania, o el ataque al barco USS Cole en el puerto yemení de Aden. Operaciones que le pusieron en el punto de mira de la CIA y le costaron los primeros ataques a sus campamentos. 

Hasta aquí la historia más o menos pública del líder de AQ. Desde el atentado del 11S –del que le acusan de ser financiador e ideólogo junto a Al Zawahiri– y la invasión americana de Afganistán, pasó a la clandestinidad absoluta gracias a su relación con las tribus de la frontera Af-Pak y a la falta de cooperación de los servicios de inteligencia paquistaníes (ISI). Su última aparición pública fue en las montañas afganas de Tora Bora. Después ya sólo hubo mensajes de vídeo (las últimas imágenes son de 2007) y de voz, como el del pasado 1 de enero, en el que aseguraba que “la liberación de los rehenes franceses retenidos en Níger depende del abandono de las tierras musulmanas por parte de los soldados franceses”, en referencia al secuestro de siete extranjeros en ese país en septiembre de 2010. En los últimos diez años, expertos en lucha antiterrorista le habían dado por muerto en varias ocasiones por su enfermedad renal, por un supuesto envenenamiento o por ataques de aviones no tripulados, hasta el punto de que su existencia se elevó a la categoría de mito. Pero la madrugada del 2 de mayo el mito volvió a convertirse en realidad, y Estados Unidos culminó su venganza por los atentados del 11S con la operación Gerónimo. Osama se convertía de pronto en historia, ahora es momento de investigar su herencia para detectar las nuevas amenazas.

 

De Tora Bora a Abbottabad. En apenas 48 horas, y gracias al respaldo de la Embajada española en Sanaá, las autoridades paquistaníes me conceden un visado de dos semanas. 48 horas en las que tengo tiempo de tomar el pulso en la calle yemení, mucho más preocupada por la marcha de su revolución que por la muerte de Osama. En la plaza del cambio del centro de la capital no hay espacio para el líder saudí, allí lo único importante es seguir con la revuelta pacífica que busca la salida del poder del presidente Alí Abdulá Saleh, aferrado a su sillón desde hace 33 años. Pese a que Estados Unidos define a Yemen como “la nueva amenaza global”, y aunque el presidente Saleh acusa a Al Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), brazo de AQ en Yemen y Arabia Saudí, de estar detrás de la revuelta –siguiendo el ejemplo de lo que hicieron antes sus homólogos Ben Alí, Mubarak y Gadafi–, nadie en la calle dedica un minuto a la muerte de Osama. Yemen sigue con su revuelta, enterrando a sus muertos en ceremonias públicas y pidiendo el respaldo de la comunidad internacional en su batalla contra la dictadura. Sólo líderes islamistas como Bufadel Abdulrahman, responsable de los 42 diputados del partido Islah, ponen el grito en el cielo y denuncian el “asesinato”  porque “ahora nunca sabremos de verdad lo ocurrido el 11S”.  Sólo una persona parece capaz de ofrecer respuestas a Abdulrahman tras la muerte de Osama. La auténtica sombra de Bin Laden desde 2001 es ahora el hombre más buscado para los servicios de inteligencia mundiales y su cabeza tiene un precio de 25 millones de dólares. Ayman Al Zawahiri (El Cairo, 1951), el hombre de barba blanca y gafas de pasta marrones que aparece junto Osama en un gran número de fotografías y vídeos se ha convertido en los últimos años en el auténtico portavoz de AQ tras protagonizar medio centenar de vídeos –el último en abril de 2010– tratando de mantener alto el espíritu de la organización y de animar a los más jóvenes a unirse a su yihad sin fronteras.

Nacido en el seno de una familia de clase media e hijo de un imán de la prestigiosa mezquita Al Azhar de la capital egipcia, desde muy joven se enroló en los Hermanos Musulmanes y supo lo que era la cárcel tras ser acusado de participar en el asesinato del presidente Sadat en 1981. Su pronta vocación política no le hizo dejar de lado sus estudios de Medicina, que concluyó en la universidad de El Cairo y le permitieron partir a la guerra santa contra la Unión Soviética para ayudar en hospitales de los campos de refugiados afganos de Peshawar, auténtico caldo de cultivo para la yihad. Fue allí donde mantuvo sus primeros contactos con un millonario e idealista saudí llamado Osama Bin Laden, con quien formaría a finales de los ochenta Al Qaeda con el objetivo de dar un paso más en el concepto de la guerra santa y atacar lo que definió como “enemigo lejano” y que permitió globalizar los ataques por todo el mundo.

Acusado de ser el auténtico “cerebro del 11S”, Al Zawahiri pasó definitivamente a la clandestinidad en la frontera Af-Pak junto a su jefe después de que Estados Unidos invadiera Afganistán. Su mujer e hijos fallecieron en un ataque con misiles de un avión no tripulado americano pocos meses después, pero él salió ileso. Cinco años más tarde, Washington volvió a darle por muerto tras un ataque similar, pero de nuevo logró salir con vida. La muerte del líder le obliga ahora a dejar su papel secundario y asumir la dirección de esta especie de corriente ideológica en la que se ha convertido Al Qaeda. 

“La muerte de Osama va a tener un efecto directo porque Al Zawahiri no tiene su carisma, pero hay que estar listos para la venganza”, advierte el abogado Abdulrahman Al Barman, encargado de dar protección legal a los 96 presos yemeníes (94 en Guantánamo y dos en Bagrám, Afganistán) acusados de pertenecer AQ y que permanecen en suelo extranjero. La misma advertencia mantienen expertos de seguridad europeos consultados en Sanaá que alertan de que “las diferentes células operativas deben estar deseosas de ser las primeras en responder a esta muerte, por eso estamos en un momento de máxima tensión”. En sus memorias, tituladas Caballeros bajo la bandera del Profeta, Zawahiri sueña con una guerra santa futura en las ex repúblicas soviéticas del sur, Irán Turquía y Pakistán. Toda una declaración de intenciones para los planes de futuro del nuevo número uno de AQ, un experto de la clandestinidad al que los servicios de inteligencia sitúan también en suelo paquistaní.  

 

Venganza sangrienta. Pakistán y Yemen son los dos santuarios en los que más hondo ha calado el mensaje de Osama y donde, según las agencias de inteligencia, más arraigada está la red de AQ. Como en el caso de Bin Laden, los expertos sitúan a su sustituto en las áreas tribales, que suponen aproximadamente el 25% de la superficie actual de Pakistán, en la zona que va de Quetta a Peshawar. La población es mayoritariamente de etnia pastún y vive a caballo entre Afganistán y Pakistán, sin tener que pasar fronteras o controles de aduanas. No pertenecen a ningún país. Sus lealtades se deben a uno de los 400 clanes que conforman las cerca de sesenta tribus. Esta área, donde viven más de tres millones de personas (según el último censo de 2000) en una superficie de 27.220 kilómetros cuadrados, no la pudieron controlar ni ingleses, ni rusos a lo largo de la historia. Ahora es el turno de paquistaníes y americanos que, tras la crisis de la Mezquita Roja, trabajan de forma conjunta desde tierra y aire en la lucha contra los grupos talibanes, entre los que tienen refugio los milicianos de Al Qaeda y sus líderes. Estados Unidos ha incrementado de forma espectacular el ataque con aviones no tripulados en la zona –a comienzos de junio mató al considerado jefe militar de AQ, el paquistaní Ilyas Kashmiri, en la que fue la primera gran acción en la zona tras la muerte de Osama– y ha extendido la lista de objetivos a cargos intermedios del movimiento. A cambio de un desembolso anual de 7.500 millones de dólares en concepto de ayuda humanitaria (construcción de carreteras, escuelas y democratización de las instituciones, principalmente), y después de una segunda inyección económica por valor de 2.000 millones de dólares aprobada a finales de 2010 y orientada en exclusiva a las fuerzas armadas, Islamabad da una y otra vez luz verde a los ataques llevados a cabo por los drones americanos. En  2010 el número de ataques (118) superó a los 95 que se produjeron entre 2004 y 2009, y este año las cifras siguen siendo de récord. La operación para matar a Osama, sin embargo, marcó un antes y un después porque supuso la primera misión en la que un comando de las fuerzas especiales americanas ponía los pies en suelo paquistaní y lo hizo sin pedir permiso previamente a Islamabad.

A falta de una respuesta en suelo occidental por parte de AQ, fueron los hombres de Tehrik e Taliban Pakistan (TTP) quienes se apuntaron la primera venganza por la muerte de Osama. Ocultos en la complicada orografía del cinturón tribal, desde allí lanzan ataques contra las autoridades y fuerzas de seguridad paquistaníes a quienes acusan de ser títeres en manos de Estados Unidos. Apenas diez días después de la muerte de Bin Laden, TTP envió dos suicidas a la academia militar de Shabqadar. Los terroristas sabían muy bien lo que hacían. Llegaron a las seis de la mañana de una jornada marcada en rojo en el calendario de unos reclutas que tras seis meses de instrucción esperaban los autobuses para volver a casa. Al menos un centenar de personas perdió la vida, 66 de ellas reclutas, y doscientas resultaron heridas tras el doble atentado suicida que sacudió esta pequeña localidad del norte de Pakistán. Ehsanulá Ehsan, un portavoz del TTP, reivindicó la acción en un mensaje de texto remitido a la prensa en el que advirtió además que “la venganza por Osama continuará. No enviéis a vuestros hijos a las fuerzas de seguridad”. 

 

La amenaza yemení. Si Al Zawahiri se erige como la nueva figura a tener en cuenta en el frente Af-Pak, en Yemen el hombre a seguir es Anwar Al Awlaqui, un ciudadano estadounidense de ascendencia yemení nacido hace 38 años en el estado de Nuevo México. Sus llamamientos a la guerra santa a través de sermones públicos o su página web son analizados por analistas y servicios de inteligencia porque en ellos marca las líneas a seguir por la organización. Awlaki se instaló definitivamente en Yemen en 2004, y en 2006 fue detenido bajo la acusación de planear el secuestro de un diplomático americano. Año y medio más tarde quedó en libertad y se reincorporó a la universidad al-Iman, en Sanaá. Su papel activo en la web le llevó a contactar, según la agencia de inteligencia estadounidense, con el mayor Nidal Malik Hasán, americano de ascendencia palestina, militar de la base tejana de Ford Hood, que en noviembre de 2009 disparó contra sus compañeros causando la muerte a trece militares e hiriendo a otros treinta. También está acusado de adoctrinar al joven nigeriano que intentó inmolarse en un avión con destino a Estados Unidos el día de Navidad de 2009 con un explosivo que llevaba escondido en su ropa interior.

De la mano de Al Awlaqui, Al Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), movimiento que integra a las facciones saudí y yemení de AQ ha logrado en dos años elevar el grado de amenaza de Yemen hasta la calificación de “global”, gracias a sus acciones contra legaciones extranjeras en Sanaá y sus intentos de atentado en aviones con destino a Estados Unidos. Pero las raíces del grupo se remontan al final de la yihad en Afganistán, que trajo de vuelta a casa a luchadores que con el tiempo se convirtieron en la base de AQ y que han vivido a salvo en suelo yemení tras una especie de acuerdo no escrito con las autoridades por el que no atentaban en sus fronteras a cambio de seguridad, muy parecido al que disfrutan ciertas facciones talibanes en suelo paquistaní. Esta regla se rompió en 2000 tras el ataque a un barco norteamericano en Aden y las autoridades estadounidenses y británicas movieron ficha. La cooperación con Estad0s Unidos ha abierto la puerta en los últimos meses a los ataques selectivos de aviones no tripulados, al estilo de los que se realizan en el norte de Pakistán. El último de ellos se llevó a cabo a comienzos de mayo y su objetivo fue el mismísimo Al Awlaqui, que logró salir ileso. 

 

El futuro próximo. Apenas 24 horas después de la muerte de Osama, el periodista Robert Fisk escribió unas reflexiones interesantes sobre los movimientos que cabe esperar en los próximos meses. Fisk sabe de qué habla porque entrevistó en tres ocasiones a Bin Laden antes de su paso a la clandestinidad en 2001. “¿Ataques en represalia? –se preguntaba–. Tal vez ocurran, de los grupúsculos en Occidente que no tienen contacto directo con Al Qaeda. Sin dudarlo, alguien sueña ya con una ‘Brigada del mártir Osama Bin Laden’. Tal vez en Afganistán, entre los talibanes. Pero las revoluciones de masas de los cuatro meses pasados en el mundo árabe significan que Al Qaeda ya estaba políticamente muerta. Bin Laden dijo al mundo –de hecho me lo dijo en persona– que quería destruir los regímenes pro occidentales en el mundo árabe, las dictaduras de los Mubaraks y los Ben Alís. Quería crear un nuevo califato islámico. Pero en estos meses pasados, millones de árabes musulmanes se levantaron, dispuestos al martirio, pero no por el islam, sino por democracia y libertad. Bin Laden no echó a los tiranos: fue la gente. Y la gente no quería un califa”.

Pese a los ataques de determinados grupos radicales, la nula reacción en las calles de los países musulmanes “es la mejor señal de que el mensaje de Bin Laden no ha calado entre la población civil. Podrá haber ataques en el futuro, desde luego, pero, políticamente, el islam predicado por AQ está muerto”, piensa el analista político yemení Abdul Ghani Al Iriyani. El mundo contuvo la respiración el viernes 6 de mayo ante la primera gran oración sin el líder de Al Qaeda, pero apenas un millar de radicales se echaron a las calles en todo Pakistán –un país que tembló en 2006 cuando las fuerzas de Estados Unidos mataron a Abu Musab Al Zarkawi, jefe de AQ en Irak, y millones de personas respondieron a la llamada a la protesta de las mezquitas– y en Yemen sólo un grupo de fieles le dedicó un homenaje póstumo tras la plegaria. 

Sobre el terreno, la venganza es noticia durante 24 horas: es lo que dura en los medios el brutal atentado contra la academia militar de Shabqadar, al norte de Pakistán. La falta de respuesta en las calles y de ataques espectaculares silencian la muerte de Osama en apenas dos semanas y desde la redacción consideran que es momento de poner punto y final a la historia. Final del visado, final de la cobertura, vuelta a casa. ¿Final de la guerra contra el terror para los medios?

 

Mikel Ayestaran [Com 97] es periodista freelance. Colabora habitualmente con el diario ABC y resto de periódicos regionales del grupo Vocento, y con EiTB.