Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

La realidad sin intermediarios

Javier Marrodán [Periodista. Profesor de Periodismo en la Universidad de Navarra]

Los misioneros son una fuente privilegiada para conocer la realidad de los países más atormentados del mapamundi


El 26 de enero de 2001, un terremoto de 7,9 grados en la escala Richter sacudió el estado indio de Gujerat. Murieron en torno a 26.000 personas, más de 166.000 resultaron heridas y un millón de edificios quedaron destruidos. La catástrofe fue recogida con grandes titulares e imágenes estremecedoras por los periódicos de todo el mundo. Muchas de las crónicas estaban firmadas en Nueva Delhi, a pesar de los casi mil kilómetros que separan la capital del país de la zona devastada por el seísmo. No era fácil acercarse al lugar de los hechos y muchos corresponsales se vieron obligados a componer sus crónicas con información extraída de medios locales, y con datos y explicaciones facilitados a distancia por las autoridades indias.

Sin embargo, hubo una persona que logró hilvanar en medio de la catástrofe una serie de relatos de una inmediatez conmovedora: Javier Díaz del Río no era periodista ni colaboraba con ninguna organización de emergencia, él era entonces un simple vecino de Anand, una ciudad de Gujerat relativamente próxima al escenario de la tragedia. Natural de la localidad navarra de Puente la Reina, llevaba invertidos en la India 50 de sus 71 años. Casi podría decirse que el subcontinente asiático era su casa desde que ingresó en la Compañía de Jesús dispuesto a seguir los pasos de su paisano Francisco de Javier.

Y si Javier legó a la posteridad una colección de cartas imprescindibles para conocer cómo era el Tercer Mundo en el siglo xvi, en los días posteriores al terremoto, el padre Díaz del Río abandonó momentáneamente su trabajo en la editorial Gujerat Sahitya Prakash y se dedicó a recopilar información sobre lo ocurrido para remitirla después por correo electrónico a familiares y conocidos. Su intención inicial fue probablemente la de tranquilizar a unos y a otros, pero en pocos días acabó convertido en un avezado cronista de sucesos. Sus mensajes contenían las mismas cifras de muertos y desaparecidos que figuraban en los despachos de las grandes agencias, aunque las enriquecía con nombres y apellidos, con historias concretas, con descripciones detalladas y elocuentes. No le hizo falta buscar testigos de lo ocurrido porque él mismo era uno de ellos. A través de frases cortas y apresuradas, a veces telegráficas y con frecuencia escalofriantes, sus emails proporcionaron la letra pequeña de la catástrofe, y la difundieron velozmente a través de las libretas de direcciones de los destinatarios originales. Las decenas de personas que tuvieron ocasión de leer sus mensajes estarían sin duda de acuerdo en que contenían una información más precisa y más real de la que habían podido leer en los periódicos. Sin embargo, es muy probable que aquel animoso jesuita nunca pensara en sí mismo como un corresponsal comprometido con la verdad, con sus lectores o con el derecho a la información. Él se limitó a describir la realidad doliente de su entorno. Y lo hizo sin intermediarios, de primera mano. Por eso algunos diarios reprodujeron párrafos enteros: porque sus relatos destilaban una autenticidad no siempre fácil de saborear en los medios convencionales. Hoy ya no es posible recabar su testimonio porque falleció ocho meses después del seísmo en el país al que había entregado su vida.

La aportación de Javier Díaz del Río en aquel lejano enero de 2001 forma parte de un recurso periodístico que en algunas comunidades españolas –Navarra es un caso quizá emblemático– lleva camino de convertirse en un clásico: el testimonio de los misioneros que siempre aparecen en escena cuando un terremoto, una inundación o una guerra sacuden cualquier rincón del mapamundi, por muy remoto o desconocido que sea. En el seísmo que hace ahora dos años redujo a escombros buena parte de la geografía de Haití, la religiosa de Falces Pilar Pascual Mendívil, de 66 años, puso un rostro concreto –el suyo– a la tragedia compartida por todo un país. Sus explicaciones telefónicas acompañaron en varias ocasiones –cuando había teléfono y cuando podía ponerse– las crónicas remitidas desde Centroamérica por los profesionales de Efe o de Associated Press. Y al menos en la edición digital de Diario de Navarra, donde el recuento es de una exactitud reveladora, siempre tuvieron más lectores que los textos remitidos por los enviados especiales.

La hemeroteca permite ampliar los ejemplos y configurar una espontánea red de corresponsales que ya quisieran para sí muchas cadenas y empresas informativas. De acuerdo con los datos que aparecen en la página web de la Conferencia Episcopal, España cuenta ahora mismo con 14.706 misioneros. Muchos de ellos trabajan además en países lejanos e incómodos donde los occidentales son apenas una excepción ocasional. Todos, por tanto, están en condiciones de contar algo interesante.

Información de primera mano

Se podría concluir que los ejemplos citados –y tantos otros– son una nota de color en las informaciones de las grandes tragedias planetarias, una suerte de complemento autóctono a los conflictos y a las desgracias que desgarran el Hemisferio Sur. Es cierto que son historias que atesoran un indudable interés humano, y que suenan como un acorde entrañable en medio del dolor o de la confusión, pero son mucho más que eso. Todos los periodistas que viajaron a Haití trataron de reflejar con sus palabras o con sus imágenes el dolor que latía en cada una de las personas que se cruzaron. Se supone que esa es justamente la misión de un periodista. Kapuscinski, una de las voces más respetadas en el oficio, siempre sostuvo que la relación con otras personas es un elemento decisivo. “No hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos”, se puede leer en Los cínicos no sirven para este oficio. Y añade, un poco más adelante: “Creo que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre, o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona, se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina ‘empatía’. Mediante la empatía, se puede comprender el carácter del propio interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás”.

Nadie pondría en duda que Pilar Pascual es una buena persona, especialmente después de conocer cómo vivió las jornadas que siguieron al terremoto de Haití. En su caso, la “empatía” mencionada por Kapuscinski es un rasgo esencial de su trabajo, a pesar de que no sea periodista. Ella no sólo intenta comprender a los demás —“sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias...”— sino que ha puesto su vida entera al servicio de ese fin. Por eso pudo hablar en su momento de la realidad de Haití de una forma tan transparente: era su realidad, su vida. Mientras los periodistas buscaban adjetivos que hiciesen justicia a lo que estaban viviendo o recogían testimonios que lo resumieran en unos pocos párrafos, Pilar Pascual lo condensó todo de forma inconsciente en una sola anécdota. Se la relató con sencillez a la periodista Carmen Remírez: “Hemos visto cosas tremendas. La primera noche atendimos enfermos sin parar. Sin parar. Una vez vi a una de las hermanas cosiendo a un niño. Ella se caía de sueño. Le dije que lo dejara. Estaba muerto... Estaba cosiendo a un niño muerto”.

La veterana religiosa le contó muchas otras cosas igualmente terribles, pero el episodio citado tiene la fuerza y la densidad de un icono: allí estaban recogidos el dolor y el cansancio y la impotencia que los enviados especiales trataban de transmitir a sus lectores. La misionera navarra les había hecho el trabajo a los periodistas mientras cumplía su misión. Parece claro, en fin, que la intensidad de las historias que podrían contar todos esos religiosos repartidos por el mundo guarda una relación muy estrecha con la naturaleza de su trabajo. Ellos no son simples testigos, como podrían serlo el turista sorprendido por un tsunami en Indonesia o el técnico de Cruz Roja que acude a cerrar las heridas abiertas en Guatemala por un ciclón impetuoso. Especialmente en los países abocados al sufrimiento, los misioneros tienen un conocimiento capilar de la realidad porque su empeño les ha conducido justamente a los rincones más desfavorecidos y expuestos del paisaje, a los sumideros de una realidad que en muchas ocasiones Occidente ni siquiera sospecha. Por eso son una fuente tan privilegiada. Con frecuencia son incluso una fuente insustituible. Nadie como ellos para explicar al mundo la realidad del sufrimiento internacional: al fin y al cabo, son los únicos que se han propuesto hacer de su existencia un bálsamo que alivie —que lo intente al menos— el dolor compartido por tantos pueblos que malviven por debajo del Ecuador y de los umbrales europeos de normalidad.

Los diamantes de Sierra Leona

Sierra Leona, por ejemplo, ocupa invariablemente uno de los últimos lugares en el Índice de Desarrollo Humano que elabora la Organización de Naciones Unidas. La esperanza de vida es de 40,6 años y, según las estadísticas de Médicos sin Fronteras, el 43% de la población no tiene acceso al agua potable. En esas coordenadas, no es de extrañar que los más pequeños sufran las peores consecuencias: 165 de cada mil niños mueren al nacer y el 27% de los menores de cinco años padecen malnutrición aguda.

El país alcanzó la independencia en 1960, pero se ha visto envuelto desde entonces en una espiral de decadencia y golpismo militar. A partir de 1991, cuando la guerra se convirtió en el estado casi natural de Sierra Leona, Occidente aprendió a compungirse con las historias de los niños soldado que alimentaban los telediarios mientras comerciaba con los diamantes que habían desencadenado los enfrentamientos y se enriquecía vendiendo armas a los rebeldes del Frente Unido Revolucionario. Muchos y muy buenos periodistas han viajado a Freetown en los últimos veinte años para contar lo que estaba pasando. Algunos de ellos, como Miguel Gil, Kurt Schork y Myles Tierney, hasta perdieron la vida en el empeño. Otros, como Ramón Lobo, han acudido a la ficción para describir la dramática deriva del país, convencidos quizá de que una novela era más eficaz a la hora de transmitir una realidad tan compleja y lacerante. En 2007 se estrenó incluso una película —Diamantes de sangre— que pretendía denunciar las contradicciones del mundo civilizado en torno al conflicto. El papel estelar de Leonardo di Caprio y varias nominaciones a los Oscar sirvieron al menos para crear algunos remordimientos de conciencia al Norte del Ecuador.

Es llamativo que tanto en la película citada como en la novela de Ramón Lobo (Isla África) aparezca un misionero que se dedica a recuperar a los niños soldado que fueron privados cruelmente de sus familias y de su infancia, y que en muchos casos viven aún abducidos por el recuerdo de sus propias tropelías. El misionero de Diamantes de sangre es un hombre generoso y pacífico que ha promovido una especia de granja escuela, un oasis en medio del desierto creado por la guerra. En el caso de la novela, el personaje está inspirado en un misionero real: Chema Caballero, un javeriano español que ha trabajado durante muchos años en el país. Él ha formulado en más de una ocasión el mismo diagnóstico al que han llegado los corresponsales de guerra y los analistas de tantas secciones de Internacional: “En Sierra Leona se están matando porque en Occidente compramos diamantes ilegales y vendemos armas”.

En ambos casos, el misionero ya no es sólo un testigo cualificado sino un protagonista directo de la historia. La mexicana Elisa Padilla, superiora de las misioneras clarisas que trabajan en Sierra Leona, puede resumir el pasado reciente del país a la vez que repasa su propia biografía. Conoce los extremos que pueden alcanzar el odio y la violencia porque lo ha visto con sus propios ojos: “Una vez los rebeldes llegaron de improviso después de ser derrotados cuando atacaban la capital —le contó a la periodista María Jiménez—. Las misioneras clarisas nos echamos a correr junto con algunos misioneros mientras otros eran capturados. Estuvimos caminando durante dos días. Nos disponíamos a dormir —a la intemperie, como siempre— cuando alguien gritó que corriéramos. Una hermana ya mayor que descansaba a mi lado y que sufría de malaria no pudo moverse. Un sacerdote y yo nos quedamos a ayudarla. Mientras la levantábamos, nos sorprendieron unos rebeldes. Nos obligaron a arrodillarnos y empezaron a disparar, perforando los botes de agua que llevábamos; después, nos apoyaban sus armas en la espalda y disparaban al aire. Nunca sabremos el porqué, pero después de un tiempo que nos pareció una eternidad, los disparos se fueron alejando. Los tres nos giramos para vernos y, mirando al Cielo cubierto de estrellas, rezamos un avemaría. Ella, nuestra Estrella, nos protegía”.

Tiempo después, Elisa Padilla intento ver Diamantes de sangre, pero apenas duró quince minutos frente a la pantalla: “Parecía que todas las escenas que había vivido venían a mi mente en tropel, y salí de la sala”. Era la historia reciente de Sierra Leona, sí, pero era también su propia vida. Por eso es una corresponsal inmejorable para dar a conocer la realidad del país.

 

De pakistán a Bolivia

Pakistán es otro de los países más inestables y peligrosos del planeta. Allí fue degollado el periodista Daniel Pearl cuando trataba de buscar algunos vínculos entre diversos grupos terroristas emparentados con Al Qaeda y los autores del ataque a las Torres Gemelas. Según dejó escrito él mismo en sus diarios, se había hecho periodista porque consideraba que era una profesión apropiada para cambiar el mundo. Su historia mereció también los honores de una buena película: Un corazón invencible (2007), dirigida por Michael Winterbottom, con Angelina Jolie en el papel principal. El filme relata la historia de su secuestro –la incertidumbre de las primeras horas, las peticiones imposibles de los captores, las investigaciones policiales, la angustia de la joven esposa …–, pero revela a la vez todos los matices que pueden descubrirse en el mundo islámico, los mismos, por otra parte, que hacen tan ricas y tan diversas las sociedades orientales. En el libro que dio origen a la película, Mariane Pearl muestra su profundo agradecimiento a los agentes pakistaníes que se dejaron media vida tratando de salvar la de su marido, a pesar de las pocas facilidades que en algunos casos obtuvieron de sus superiores.

Ese paisaje lleno de tonos intermedios que descubren el libro y la película es el mismo donde se desenvuelve la vida de la religiosa Pilar Ulibarrena, que nació en Olite (Navarra) hace 76 años y que reside en Pakistán desde 1969, cuando Daniel Pearl aún no sabía que quería ser periodista. Hoy trabaja en un hospicio de Rawalpindi, a muy pocos kilómetros de Karachi, la capital. En el centro conviven ciegos, paralíticos, enfermos de raquitismo o artritis, niños huérfanos y otros desheredados de un sistema en el que la simple normalidad es casi una utopía. Hay una mujer que sobrevivió después de estar atrapada muchas horas en el pozo al que se había caído, hay un muchacho que fue víctima de un atentado terrorista, hay una niña a quien alcanzó una bala perdida en una boda. El periodista de Efe Igor G. Barbero, que recorrió las instalaciones junto a la religiosa navarra, ilustró el ambiente en unas pocas líneas: “Hombres y mujeres de todas las edades, musulmanes y cristianos, dispuestos en cuartos separados, dormitan en las camas, hacen punto, se entretienen con la televisión mientras son atendidos por el personal del hospicio, que trabaja por turnos las 24 horas del día, pues muchos de los internos requieren cuidados intensivos”. “Son vidas muy limitadas”, se lamenta Pilar Ulibarrena, que pertenece a la Congregación Franciscana Misioneras de María.

¿Es más real lo que Pilar Ulibarrena podría contar de su vida en Rawalpindi que los párrafos apresurados que a veces adornan las llamadas crónicas de ambiente? Sin duda. No se trata de establecer una disyuntiva entre los misioneros y los periodistas, porque también entre los segundos hay profesionales admirables y hasta heroicos que logran hacerse cargo de cómo es el lugar en el que se encuentran y, sobre todo, que logran encontrar palabras e imágenes que hagan justicia a sus impresiones. Unos y otros pueden ayudar a que los lectores del Primer Mundo descubran cómo es ese Otro que Kapuscinski escribía con mayúscula. La diferencia estriba en que los periodistas buscan la información y los misioneros forman parte de ella.

Cuando Evo Morales alcanzó la presidencia de Bolivia y en los periódicos de todo el mundo se multiplicaron las radiografías del país andino, un periodista le preguntó a la religiosa Adelina Gurpegui a qué se dedicaba exactamente la fundación Solidaridad, que ella misma había promovido en la localidad de Cochabamba, una de las más populosas del país con sus casi 900.000 habitantes. Ella respondió con sencillez que llevaba un tiempo centrada en los cleferos de La Coronilla. Los cleferos son niños y jóvenes adictos a la clefa o pegamento: lo adquieren con los pocos centavos que obtienen limpiando parabrisas en los semáforos, lo inhalan y se pasan casi todo el día volados. La Coronilla es una colina que se levanta en el centro de la ciudad. Las laderas son un laberinto boscoso donde malviven “los más degenerados de todos”, en palabras de Adelina. Se alojan en los llamados pagüichis, una especie de agujeros o huecos del terreno que llevan normalmente el nombre de sus respectivos jefes. La Coronilla es el hábitat natural de los cleferos. “La rehabilitación de esos chicos es casi imposible”, se dolía la veterana hija de la Caridad, improvisando de paso su propia radiografía –parcial, eso sí– del país que por aquellas fechas tanto interesaba a los analistas internacionales.

 

cuando no queda nadie

Siempre hay una Adelina Gurpegui, una Pilar Ulibarrena, un Javier Díaz del Río, una Pilar Pascual. Cuando los enfrentamientos de hutus y tutsis encadenaron en Ruanda las matanzas que acabaron con la vida de más de cinco millones de personas, cuando un tsunami barrió del mapa muchas localidades costeras de Indonesia, cuando se descosieron las fronteras imposibles de la antigua Yugoslavia, cuando los norteamericanos invadieron Irak o el régimen militar de Myanmar provocó un éxodo de proporciones bíblicas entre los 50 millones de birmanos, siempre hubo un misionero al que un periodista pidió que contara su historia. Siempre hubo por tanto una ventana que permitió a miles de lectores o de oyentes asomarse sin intermediarios a la realidad de esos países. Siempre hubo un relato desinteresado, concreto, significativo, pegado al terreno, veraz. Siempre hubo información, la única información posible cuando unos ya se han ido y otros aún no han llegado. Según el periodista Alfonso Armada, es precisamente entonces —cuando ya no queda nadie— “cuando de verdad empiezan las historias, cuando los crímenes ocurren sin testigos, cuando las víctimas mueren en silencio, en ese olvido que está urdido por nuestra comodidad, entretenida en el asunto que más nos interesa a nosotros: nosotros mismos”.


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