Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Stanley Payne: «El Estado, tal y como lo conocemos hoy, es una amenaza para la libertad individual»

Texto Ignacio Uría, miembro del Grupo de Investigación en Historia Reciente de la Universidad de Navarra (GIHRE) / Fotografía Manuel Castells [Com 87] y Begoña Rivas / Ilustración Carlos Rivaherrera

Stanley George Payne (Denton, Estados Unidos, 1934) es un historiador norteamericano especializado en el siglo XX español. Su rigor investigador y una fecunda producción divulgadora le han convertido en un referente intelectual alejado de los tópicos.


Junto Paul Preston, Gabriel Jackson o Edward Malefakis, a usted se le considera uno de los grandes hispanistas. ¿Se reconoce en ese término?
Ciertamente, sí. Es una palabra que se aplica a los que nos hemos dedicado al estudio de la historia de España. Lo curioso es que se trata de un -ismo que no se aplica a los especialistas que estudian sobre otro país: no existe el «francismo» o el «alemanismo», pero sí el hispanismo.

En los Estados Unidos usted conoció a exiliados como el líder comunista Julián Gorkin, el exlehendakari José Antonio Aguirre o el secretario general del POUM Joaquín Maurín, que le consideraba «una especie de hijastro». ¿Despertaron ellos su interés por España?
Mi interés surge con los estudios de doctorado. A los 19 o 20 años había leído algo de literatura española, pero poco más. Después, durante los estudios universitarios, leí dos libros que me llamaron la atención: uno británico sobre el carácter español y su papel en la historia y otro sobre arte medieval. Ya en el doctorado, decidí especializarme en historia europea contemporánea y elegí España. Sabía algo de español por mi infancia en Texas, pero rudimentariamente. En todo caso, entendí que hablar una lengua tan extendida suponía una oportunidad. Más tarde me trasladé a California para estudiar la carrera, y allí lo consolidé. Al final de los años cincuenta había pocos especialistas norteamericanos en historia española, así que mis profesores me animaron a tomar esa senda. «Vas a tener ocasión de ser autodidacta», me dijo con humor uno de ellos. La investigación que propuse sobre la Falange era bastante original, y ellos me facilitaron el contacto con políticos españoles republicanos. En una segunda etapa, conecté con algunos de los que usted menciona en la Universidad en Bogotá y, más tarde, en la Universidad de Columbia (Nueva York). Tanto Maurín como Gorkin me ayudaron mucho y así conocí al socialista Rodolfo Llopis (que vivía en Francia), a falangistas antifranquistas como Dionisio Ridruejo y Manuel Hedilla o conservadores como Rafael Calvo Serer y Florentino Pérez Embid.

Ahora, sin embargo, muchos le consideran un historiador «de derechas». ¿Está de acuerdo?
Las etiquetas son una tentación permanente. Al comienzo de mi vida académica decían que era de izquierdas. De hecho, mis dos primeros libros —uno sobre la Falange  y otro sobre el Ejército— tuve que publicarlos en París con Ruedo Ibérico, una editorial que habían fundado cinco exiliados españoles, porque en España hubiera sido imposible. Ruedo Ibérico se oponía al régimen editando libros que recogían tesis alternativas al discurso oficial, y luego los introducían clandestinamente en España.

De todos modos, parece que usted se hizo más conservador.
Yo soy el mismo de entonces, tengo idénticos valores y el mismo enfoque metodológico. Aquellas primeras monografías estudiaban la derecha española y, si bien yo tenía poca experiencia, era crítico con la CEDA o la Falange. Después me centré en los partidos de izquierda pero sin abandonar el enfoque crítico. Ahí se produjo un cambio de opinión: los historiadores que antes me aplaudían comenzaron a censurar mis tesis. Mi intento de objetividad era el mismo, pero no todos quisieron entenderlo.

¿Se considera un historiador polémico?
Depende del punto de vista. Procuro exponer las cosas con claridad, del modo más honrado que puedo… [breve silencio] Un historiador debe decir la verdad, pero en España existe una interpretación distorsionada de la realidad. La historia contemporánea de España sufre de una profunda corrección política, y se considera «revisionista» a cualquiera que discrepe de la versión dominante. La terminología es previsible y bastante infantil. ¿Soy polémico? La verdadera historia siempre tiene cierto componente de revisión: surgen nuevas investigaciones, afloran datos desconocidos, se accede a archivos clausurados… Con toda esa nueva información deben revisarse los relatos anteriores. Esta es la base de investigación científica, pero la izquierda occidental no lo acepta porque hay una ortodoxia que se blinda contra la realidad. Los hechos no importan —o importan muy poco— si rebaten la versión oficial. Es lo que pasaba en el bloque comunista: si la realidad no confirma mis teorías, la culpa es de la realidad.

¿Le han censurado alguna vez?
No, nunca. Desde la muerte de Franco, y quizá un poco antes, los archivos españoles están abiertos a todo el mundo. Depende del tema, pero en general podemos afirmar eso. Es verdad que yo podría tener dificultades para investigar en la Fundación Largo Caballero, en Alcalá de Henares, pero jamás me han prohibido acceder a un archivo. Censura directa, por tanto, no. Lo que ocurre en España es otra cosa: cada uno presta atención al sector ideológico al que pertenece. De modo que hay algo más sutil que la censura, que es el silencio. Hay editoriales, también algunos medios, donde sabes que jamás te pedirán colaboración. En el mundo anglosajón también ocurre, pero con menos fuerza.

¿Qué piensa de los historiadores que no han pasado por la universidad? 
Historiador es el que escribe de historia de modo sistemático y profesional. En la mayoría de los casos cuenta con un título universitario, pero no es indispensable. Lo contrario es un pensamiento napoleónico: es el Estado el que dice si eres historiador, y esto no es cierto. El criterio clave es la capacidad de análisis intelectual y la aportación de una perspectiva crítica, original y fundamentada. Un profesor puede tener su doctorado y ser un mal historiador porque falta a la verdad o porque se ha entregado a la ideología, que viene a ser lo mismo. Otra cuestión, muy importante, es que la mayoría de los profesores de Historia no son verdaderos historiadores porque no investigan o porque su investigación es mala. Se han quedado en su tesis doctoral y poco más. No escriben, no publican… Es recomendable que un historiador haya pasado por la facultad, pero algunos de los mejores no lo han hecho.

Hablemos de España, si le parece bien. ¿Cuál ha sido el momento más brillante de su historia?
Desde el punto de vista de la historia universal, la unificación de España en el reinado de los Reyes Católicos. En ese tránsito del siglo XV al XVI surge una potencia imperial que dominará el mundo durante casi dos siglos. No solo militarmente sino también en el ámbito cultural, donde el español se convierte en una lengua que se hablaba en todas las cortes europeas. Este momento convive con aspectos oscuros, como la Inquisición o la expulsión de los judíos, pero es una oscuridad compartida con el resto de Europa debido a las guerras de religión. A nivel nacional, me decanto por la Transición, que es un momento histórico para sentirse orgulloso.

¿Y el más oscuro? Como sabrá, la leyenda negra sobre la conquista de América ha rebrotado con fuerza.
Sin ser el punto más bajo, la Guerra Civil es un mal momento, pero nada comparable con la conquista musulmana, que se aprovechó de la debilidad del reino visigodo de Toledo.

¿Tiene España una historia singular, alejada de la otros imperios europeos?
España es un país plenamente occidental, esto es indudable. Ha conocido las mismas instituciones que el resto de Occidente (la monarquía, las Cortes, la Iglesia…). Ahora bien, el modo de utilizarlas sí ha sido diferente, ya que su historia está marcada por la invasión islámica y la Reconquista. A ese largo periodo le sucedió una etapa de dominio mundial con guerras constantes. Estas peculiaridades no las tienen otras naciones europeas. La religión, por su parte, se vivió durante siglos de un modo bastante cerrado. Por último, la modernización llegó tarde.

¿Y en el siglo XX?
Los movimientos revolucionarios surgieron aquí con más violencia que en otros lugares. La efervescencia política desembocó en una guerra civil y en una dictadura anormalmente larga. También ha tenido importancia la debilidad del nacionalismo español, es decir, del proceso de integración nacional durante el siglo XIX. Nada que ver con lo ocurrido en Francia o en Italia, que es el país más parecido a España.

El historiador francés Joseph Pérez considera que España se convierte en una nación con la llegada de los Borbones al trono en 1700. ¿Comparte esta apreciación?
Hablamos de cosas diferentes. Como nación moderna, sin duda, pero sin olvidar que el liberalismo decimonónico, mucho menos conocido y apreciado, favoreció la cristalización del sentimiento nacional. Pese a todo, las cosas no ocurren de una vez, hay grados, avances y retrocesos… La Monarquía Hispánica de los siglos XVI y XVII, aunque fue compuesta por dos reinos diferentes, supuso una concentración de poder y también de identidad. Con los Habsburgo no existía una nación política moderna, pero sí una nación histórica.

Una etapa poco conocida es la participación de España en la independencia norteamericana. En los últimos años se ha recuperado la figura de Bernardo de Gálvez, militar que incluso da nombre a la ciudad de Galveston (Texas).
Se ha publicado hace unas semanas un libro excelente sobre este asunto titulado Brothers at Arms, de Larrie Ferreiro, que nos cuenta cómo ciertos hombres españoles y franceses «salvaron» la Revolución Americana. En el caso de Francia, es bien conocido, pero el español está mucho menos documentado. Gálvez tiene una estatua en Washington junto a los Libertadores, su retrato aparece en el Capitolio y hace un par de años el Senado norteamericano le concedió la ciudadanía honoraria de los Estados Unidos. Solo seis extranjeros la tienen, entre ellos, Winston Churchill.

El declive español se agudizó durante la guerra contra Napoleón. ¿Habría sido mejor para España el triunfo francés? De ese modo, la Ilustración se habría popularizado.
Es una buena pregunta. Con el exilio del rey y con un liberalismo apenas incipiente, se produjo una fractura en el cuerpo cívico. No es, ni mucho menos, el origen del tópico de las dos Españas, aunque la crisis se manifestó con fuerza por la rendición de la monarquía ante Napoleón. Ahora bien, importar el modelo francés (republicano, laico, centralista) habría sido un contrasentido en la medida en que la Ilustración chocaba poderosamente con el catolicismo. Quizá algunos aspectos concretos sí habrían podido adaptarse, pero el imperialismo francés no iba a funcionar en España. Puedo equivocarme. Al fin y al cabo, hablamos de una historia alternativa.

La posterior independencia de las colonias hispanoamericanas agravó la crisis nacional, pero no se dieron alternativas, cosa que sí hizo el Reino Unido. ¿Por qué España no tiene una comunidad de excolonias del tipo de la Commonwealth?
El imperio inglés (porque no podemos hablar de un imperio británico hasta el siglo XVIII) empezó con una estructura civil diferente. Sus colonias gozaban de más autonomía y se basaban en estructuras políticas y socioeconómicas más modernas. Había pocos indígenas, mucha inmigración de la metrópoli, mercados más abiertos… Los ingleses no se mezclaban con la población autóctona, sino que creaban «pequeñas Inglaterras» donde se educaba a la clase alta en la lealtad a la madre patria. España, por el contrario, tenía un sistema administrativo heredado de los siglos XV y XVI en el que había, proporcionalmente, pocos españoles y muchos indios, un monopolio comercial… Entre ambos imperios hay casi dos siglos de diferencia y unas estructuras de difícil comparación. En el momento en que el Reino Unido pierde sus colonias americanas, la metrópoli sigue siendo una potencia económica con territorios en África y Asia. A sus antiguos súbditos —pienso en los norteamericanos— les interesaba mantener la relación comercial, ya que el imperio británico era poderoso. Por eso la mancomunidad anglosajona (la Commonwealth) ha pervivido hasta hoy. No ocurre esto en el caso español, ya que los nuevos países americanos se encuentran con una España extenuada, que ya entonces era una potencia menor arrasada por la guerra de Independencia contra Francia. 

Si hablamos del siglo XX, es inevitable preguntar por la Segunda República. Analizada con la mentalidad de los años treinta, ¿podemos considerarla una democracia?
Formalmente, sí. Desde su comienzo en 1931 funcionaba como una democracia y así se mantuvo hasta 1935. Ciertamente, no hubo una voluntad de gobernar para todos los españoles, ya que la izquierda (tanto la institucional como la revolucionaria) se dedicaron a ajustar cuentas desde el primer momento. En 1936 ya no es un sistema democrático: entra en una fase de desgobierno, de abusos, de manipulación del Parlamento, de inaplicación de las leyes… Ahora bien, si miramos al resto de Europa, las cosas no estaban mucho mejor: los nazis en Alemania, Mussolini en Italia, Stalin en la URSS…

De no haber estallado la guerra, ¿se habría establecido una dictadura comunista o podría haber evolucionado hacia una verdadera democracia?
Entonces había varias alternativas a la guerra. La primera, ciertamente remota, mantener el Gobierno durante dos años más y celebrar nuevas elecciones. ¿Habría ganado la derecha? No lo sabemos. Segunda, la ruptura del Frente Popular, como ocurrió en Francia, donde solo duró un año. Tercera, un cambio de Gobierno impulsado por el presidente Alcalá Zamora, que era un conservador católico. Es lo que se conoció como la «dictadura republicana constitucional», una oportunidad cierta para haber evitado la guerra. Sin embargo, Alcalá Zamora se acobardó e intentó apaciguar a una izquierda dispuesta a coger las armas. Azaña tuvo mucho que ver en la radicalización del país, que era lo que perseguían las fuerzas revolucionarias. Si el PSOE hubiera alcanzado el poder, el Gobierno de Largo Caballero habría intentado realizar su revolución. Quizá, andando el tiempo, se hubiera desatado otra clase de enfrentamiento armado entre las izquierdas, como sucedió en la Guerra Civil en mayo de 1937.

¿Considera justificada la insurrección militar de 1936?
Un historiador debe entender los hechos y explicarlos, pero no entrar a justificarlos. No es su papel. La situación política en España en 1936 era tan desastrosa, que lo que ocurrió podía haber sucedido en cualquier país  en las mismas circunstancias. Ahora bien, en los Estados Unidos la gente no habría soportado el abuso gubernamental que se produjo en la primera mitad de 1936. Podemos decir, por tanto, que los españoles fueron muy pacientes y que se acorraló a la oposición conservadora. ¿Había alternativa a la rebelión del 18 de julio? El país solo tenía dos alternativas: someterse al atropello u optar por la violencia, un recurso que las izquierdas habían empleado anteriormente en seis ocasiones; la primera, las huelgas insurreccionales de diciembre de 1930; después, cuatro levantamientos anarquistas; quinta, la revolución socialista de Asturias en 1934 y, sexta, el terror callejero desde enero del 36 que el Gobierno toleró.

¿Se trató entonces de un golpe de Estado para corregir la falta de democracia más que para acabar con ella?
En cierto modo, sí. Si se hubiera mantenido la democracia, los militares que no eran demócratas no habrían podido rebelarse. El efecto indeseado es que no se recuperó la democracia, sino que se edificó otra clase de república; en este caso, dictatorial.

¿Cómo fue posible?
La guerra era un secreto a voces, y el Gobierno no solo la aceptó sino que la buscó. Según sus cálculos, el Ejército republicano aplastaría el alzamiento, y la República saldría reforzada.

Sin embargo, la izquierda estaba enfrentada entre sí: el PCE, el POUM, la CNT-FAI… Cada uno perseguía sus objetivos políticos aun a costa de eliminar a sus aliados.
Si la rebelión de Mola hubiera fracasado, probablemente habría estallado una guerra entre las fuerzas que usted cita. ¿Con qué consecuencias? Volvemos a la historia-ficción. Probablemente, el estalinismo se habría impuesto por su mayor organización y disciplina, pero esto no pasa de ser una conjetura, ya que la fuerza popular realmente poderosa eran los anarquistas.

En España perdura el interés por esa etapa tan dolorosa. ¿Ocurre lo mismo internacionalmente?
Hay algún interés, pero no como hace treinta o cuarenta años. Antes se analizaba la guerra española tanto por su componente político como por haber servido de antesala a la Segunda Guerra Mundial. Hoy, el recuerdo se mantiene en algunos grupos investigadores, pero con un declive indudable. De hecho, la especialidad principal de los hispanistas norteamericanos es la Historia Moderna, la época del Imperio español, el Siglo de Oro...

¿Existía en 1976 alguna alternativa a la Transición? ¿Cómo la vivió usted?
Lo recuerdo como un tiempo de promesas, de mucha satisfacción… En los Estados Unidos me preguntaban con frecuencia qué iba a ocurrir, pero yo no lo sabía. En los años sesenta, el régimen parecía bien asentado y nadie hablaba de una transición. En mi caso, solo a partir de 1974 comencé a pensar seriamente en un cambio democrático. Cinco años antes, con el príncipe Juan Carlos designado sucesor a título de rey, la revista Foreign Affairs me pidió un artículo sobre España. Yo aposté por los cambios, pero muy limitados. Entonces, hablo de 1970, la situación económica era estable, cada año accedían más familias a la clase media… Sin embargo, en 1975, las cosas habían cambiado: habían asesinado a Carrero Blanco, se notaba la crispación y un aumento de la movilización política... Ese año, el régimen no corría peligro, aunque sí había políticos franquistas que deseaban un cambio. En especial, los más jóvenes, los que pertenecían a la generación del príncipe Juan Carlos. Todo con mucha discreción, pero entonces no podía hacerse de otro modo. Yo estaba esperanzado, la verdad, pero no antes del 75.

¿Está de acuerdo —como dice una parte de la izquierda— en que el actual régimen constitucional es una continuación del franquismo?
Ahora se critica mucho la Transición, que ha sido un punto de inflexión en la Historia de España. Con sus errores innegables, como el régimen autonómico, pero que inauguró la etapa de paz y prosperidad más larga de la historia. La crítica procede de la izquierda, que sufre una «cultura del adversario» más acusada que en otros países occidentales (Alemania, por ejemplo, ha sabido enfrentarse a su pasado de un modo ejemplar). Como sus antecesores en la Segunda República, el populismo quiere hacer tabla rasa con el pasado inmediato y basar la legitimidad democrática en la Segunda República, no en la Transición. Desde los años noventa, se sienten más fuertes porque entonces el Ejército había perdido su papel preponderante en la política, lo que conjuraba una involución. Sin embargo, la Historia nos enseña que las reformas son siempre más eficaces que las rupturas. Más lentas, pero mejores. En el siglo XX, las revoluciones han terminado en dictaduras (México, la URSS, China, Vietnam, Irán, Camboya…), mientras que los sistemas parlamentarios, que buscan el consenso y que defienden el libre mercado, han prosperado. Por ejemplo, España, Sudáfrica o Corea del Sur.

¿Y no existe un factor ideológico?
Así es. En los últimos treinta años la izquierda mundial ha evolucionado del marxismo clásico hasta la ideología dominante hoy, que es una socialdemocracia populista.

Sin embargo, la reivindicación de una forma de Estado republicano parece legítima, pero no se planteó en 1978. Al menos, no directamente.
El centro político, e incluso una parte del centro derecha, parece dispuesto a entrar en ese debate. Me parece legítimo. Otra cuestión habría sido hacerlo en 1978, ya que el Ejército no lo hubiera permitido. La monarquía era el sistema previsto por Franco, y el tiempo ha demostrado que acertó. ¿Que ahora se quiere ir a una república? No me parece algo prioritario, pero tampoco una herejía. Eso sí: desde el punto de vista histórico, las dos experiencias republicanas españolas fueron un completo desastre.

¿Cuál es el mayor desafío de la sociedad occidental: el islamismo, el nacionalismo, los populismos quizá?
El mayor desafío procede de sí misma. Occidente debe recuperar su identidad y un sistema de valores coherente. El éxito económico ha traído muchos problemas (individualismo, baja demografía, economía especulativa…) que nos han debilitado humana y socialmente. Por supuesto, el islamismo es una preocupación grave, tanto en sí como por los efectos que provoca. Pienso en los refugiados y en la persecución a otras religiones en Oriente Próximo. Sobre todo a los cristianos.

¿Corren peligro el liberalismo y la democracia?
Nos enfrentamos a una combinación de retos graves y complejos (militares, económicos, identitarios…) que no desaparecerán con medidas de corto plazo. Occidente tiene problemas con su propia cultura y con la religión que le dio forma. Esto no se arregla como se arregló la Gran Depresión en los años treinta, a la que se hizo frente con medidas económicas y legislativas. Ahora se precisan cambios culturales básicos que redescubran una antropología correcta, que protejan a la familia, que dignifiquen la educación… Sin un sistema educativo libre no podremos hacer nada.

¿Se refiere a recuperar las raíces cristianas de Occidente?
Sí, pero no solo. Tenemos problemas nuevos a los que dar solución. Por ejemplo, en ecología. El paso del tiempo y el desarrollo crean nuevas realidades, de modo que no se trata de recuperar mecánicamente viejas soluciones. Aquello que las inspiró, sí, pero una simple trasposición no nos sacará del marasmo. Debemos adaptarnos al momento histórico e intentar establecer una nueva dinámica.

¿Qué papel debe tener el Estado en ese proceso? Octavio Paz lo denominaba el «ogro filantrópico», aunque parece más bien el Leviatán bíblico...
El Estado, tal y como lo conocemos hoy, es una amenaza para la libertad individual. Más aún, el Estado y el Gobierno. Por eso los padres fundadores de los Estados Unidos querían limitar el poder gubernativo y su centralización. Esta cuestión se ha complicado en los siglos XX y XXI porque la vida también es más problemática. No niego que debamos contar con una administración del Estado para regular aspectos económicos, de bienestar, de seguridad y orden público… El problema reside en cómo equilibrar las necesidades sociales básicas sin atacar la libertad individual. La amenaza se esconde en la corrección política y en las ideologías que intentan dominarlo todo y asfixiar la libertad de expresión, educativa o religiosa.

Durante siglos, los historiadores aconsejaron a reyes y presidentes. Su influencia era grande, pero ¿para qué sirve hoy la historia?
La historia sirve para la educación de las nuevas generaciones. En especial, para que conozcan los errores y los logros de una civilización que ha alcanzado un desarrollo sin precedentes. Pienso en los valores del espíritu —la apertura a la trascendencia, por ejemplo—, en la dignidad personal, en los derechos humanos… Déjeme aclararle que la Historia no presenta lecciones sencillas ni recetas que puedan aplicarse sin más. La Historia nos ayuda a conocer el mundo en el que vivimos, a tener perspectiva y a descubrir cómo actúa el ser humano.

Sin embargo, el poder siempre ha tenido la tentación de reescribir la historia o, al menos, de legislar sobre ella.
Esto ocurrió sobre todo en la primera mitad del siglo XX con los regímenes totalitarios. La historia siempre ejerce alguna influencia en el poder, es algo inevitable y que no debe preocuparnos. La historia no es la química, que es pura objetividad. Ahora bien, el deseo de legislar oficialmente sobre ella, es algo que ha sucedido en el último cuarto de siglo. Es curioso que, después de la derrota de los totalitarismos y tras establecimiento de la democracia liberal, hemos pasado de una dictadura comunista en sociedades enteras a una «dictadura blanda» en todo Occidente. No es un control tiránico, pero sí una penetración ideológica en los medios de comunicación, en la educación media y superior… Existe una agenda de corrección política que trata de excluir al disidente. Aunque parezca menos grave, esta exclusión es más preocupante, ya que cuesta más trabajo identificarla. No utiliza la violencia física —como sucedía en la Unión Soviética o ahora en Venezuela y Cuba— sino que forma estados de opinión que etiquetan al que se opone (llamándole antidemócrata, xenófobo, machista...). En España ocurre con el relato «oficial» sobre la Segunda República, que retoma la propaganda de guerra del Frente Popular como la verdad histórica y que rechaza las investigaciones que demuestran que ese discurso no recoge la verdad o, al menos, toda la verdad.

¿Se refiere a que se ha convertido en una verdad antihistórica?
La ideología socialista dominante, lo que en los Estados Unidos llamamos «liberal», odia la Historia. ¿Por qué? Porque no encaja en su concepción del mundo y en su programa de alteración del tejido social. La Historia nos habla de culturas y sociedades con una escala de valores que, en muchos casos, es más humana que la actual. Por eso pretenden deconstruir la Historia, ese objetivo es fundamental para la corrección política. De ahí viene su rechazo frontal a cualquier manifestación cultural que cuestione el discurso dominante. Intentar instruir a los estudiantes con objetividad, con un planteamiento abierto a las contradicciones y a los errores, es algo que les causa pavor. Su ideología siempre estará por encima de la realidad.

¿Considera que la Historia es hoy menos objetiva que hace medio siglo?
El mundo cultural actual es más amplio que antes, la sociedad tiene más información que nunca —lo que no equivale a que sea más sabia— pero es una buena noticia. Los libros de investigación y de divulgación histórica son mejores. ¿Más objetiva? Bastante objetiva, diría yo. Nunca hemos tenido tan buena historia en el ámbito académico ni en el de la historiografía especializada. Sin embargo, debajo de ese nivel encontramos una historia degradada por la ideología y por nuevos conceptos políticos. En los Estados Unidos —donde hay más libertad de expresión y de opinión que en Europa— surgió una generación de jóvenes historiadores que abordan su trabajo con unos moldes ideológicos y psicológicos muy pobres. Algunos de ellos, por ejemplo, están horrorizados de que en el siglo XIX existiera la esclavitud. ¡Si ocurría en todo el mundo! Se escandalizan porque lo ven de un modo totalmente anacrónico, con los valores del presente y sin una actitud desapasionada.

Uno de los valores más cuestionados es el patriotismo. Se niega la existencia de naciones seculares, se inventan otras… ¿Cómo encaja el patriotismo en la sociedad actual?
El patriotismo, entendido como una identidad con la cultura, se basa en la unidad con tu propio pueblo, con tu pasado, con algunos de sus valores… En cierto sentido, el patriotismo debe ser conservador, ya que respeta a los antecesores. Esto no equivale a que se acepte todo lo que hicieron, pero sí que se conozca lo que consiguieron. Como entenderá, la corrección política combate el patriotismo clásico, pero, conocedora de su importancia para aglutinar a una nación, se esfuerza en crear un patriotismo nuevo basado en la identidad étnica o lingüística, no en la Historia. O, al menos, no en la verdadera Historia, sino en otra inventada y al servicio del poder.

Todo esto me recuerda al «patriotismo constitucional» del que se habló en España hace pocos años.
Ni siquiera eso. El patriotismo constitucional es una falacia. Hace una generación, Jürgen Habermas habló en serio de este tipo de patriotismo como fundamento de la nueva Alemania. Sin embargo, el constitucionalismo en el que se quiere fundamentar ese patriotismo es una legalidad objetiva que no cede ante la ideología dominante. ¿Cómo evitar ese obstáculo? Modificando la Constitución para allanar el camino a cambios sociales que la sociedad no demandaba pero que acepta acríticamente al dictado de la intelectualidad progresista, que está instalada en los medios de comunicación y en las universidades.