Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

"Yo también emigré"

Texto Paula Zubiaur [Com Fil 11]Fotografías Matt Kolff [Hum 12]

Cada vez son más los españoles entre 16 y 64 años que hacen la maleta y se marchan al extranjero. Ya residen en otros países casi dos millones de emigrantes, la misma cantidad de aventureros que salieron desde España hacia Europa entre 1960 y 1967 en busca de trabajo. Aunque hay diferencias notables —ahora hablan idiomas, tienen carreras universitarias y son jóvenes de un mundo sin fronteras— la emigración actual comparte rasgos con la de mediados del siglo XX. Quizá el más destacado sea el lugar de destino: Argentina y Venezuela —donde se ubican 568.551 españoles— fueron las dos naciones preferidas a partir de 1947; Francia y Alemania –segundo y cuarto país de destino en la actualidad– se caracterizaron, con Suiza, por ser los países que más inmigrantes acogieron en los sesenta. Ellos, los abuelos españoles de más de 64 años, también emigraron. Y muchos volvieron a España.


 

“En Holanda decían que los españoles éramos los mejores trabajadores del mundo”

 

En una de las paredes del salón de Emilio, cerca del televisor, cuelga un cuadro con una vista aérea del pueblo en el que nació, Zueros, en Córdoba. “Es un pueblo muy bonito. En América no hay un solo americano que haya visitado ese pueblo de mi alma”, cuenta el hombre desde la butaca en la que hace unos años sufrió un infarto. De eso no le ha quedado ni rastro, pero de Córdoba arrastra recuerdos, una mujer, a dos de sus tres hijos y un acento cerrado que se come todas las eses.  “Cuando llegaba la época de la remolacha, el pueblo se vaciaba de hombres. Sólo había niños, mujeres y abuelos. Ellos iban y venían”, dibuja su mujer desde el sofá de al lado. Emilio Arrebola Ortiz se casó con Mari Carmen Fernández Romero en 1970 en el pueblo de la pared, donde los dos nacieron. Once días después de la boda, Emilio se marchó a Francia para recolectar uva. Su mujer se quedó en casa con 11.000 pesetas. Esa sería la última vez que iría a Francia para trabajar sus campos. “Nosotros levantamos la agricultura en Francia”, exclama con la mano derecha levantada y el índice apuntando al techo.
Para entonces, Emilio ya había viajado otras veces a trabajar al otro lado de los Pirineos. “Si no me gustaba, tenía que aguantarme. Ahí estaba para ganar dinero. Ganaba un poco más del doble de lo que hubiera ganado en España. Me pagaban en francos, lo cambiaba en la frontera y lo traía a casa”. Durante cuatro años, le dio la mayoría de ese dinero a su madre, viuda y con cuatro hijos más, que sólo cobraba una pensión de 30 pesetas.


La primera vez que Emilio viajó a Francia para trabajar tenía 24 años. “Fuimos en tren, en uno de aquellos vagones de madera. Lo cogía en el pueblo a las siete de la tarde. Te duele mucho todo el cuerpo después de ir sentado en esas tablas durante horas. En Irún nos dieron un contrato y una medalla de metal que leía el intérprete cuando llegábamos a la estación de París. Él te llevaba al tren que tenías que coger para ir al lugar donde te tocaba trabajar. No hacía falta hablar francés. Aprendí cuatro palabras”, desvela. Cuando terminaba la cosecha, regresaba al pueblo, hasta que se marchaba de nuevo la siguiente temporada. A esas idas y venidas en busca de trabajo se les llamaba “emigraciones golondrina” por su carácter temporal. La mitad de los emigrantes españoles que salió a Europa a buscar trabajo en la década de los sesenta eran trabajadores de temporada, “lo que –según se documenta en el capítulo dos del libro Estadísticas históricas de España– señala la importancia de los retornos y el carácter temporal de esta oleada de emigración cuyos efectos en la economía española de los sesenta fueron muy importantes (en particular en la balanza de pagos y en la situación del mercado de trabajo)”.


Emilio trabajó en París, Marsella y otras regiones hasta que se hartó de la agricultura francesa. “Ahí se trabajaba de lunes a domingo, de domingo a lunes. No había tiempo para nada”. También probó Alemania, pero como “el patrón era más malo que Caín –se colaba por las puertas traseras para vigilar si los capataces trabajaban–”, una vez casado se marchó a Holanda con otro hermano para trabajar en la segunda fundición más grande del mundo, conocida como Hoogovens. “Nos daban vacaciones dos veces al año. Viajábamos en avión de primera clase. En el primer Jumbo que inauguró Iberia –un 747 que la aerolínea bautizó con el nombre de Cervantes– y que llevaba 300 y pico pasajeros, viajaba yo. Madrid-Barcelona-Ámsterdam. Cuando nos bajábamos en Madrid los periodistas nos hacían fotografías”, atestigua. Aunque la empresa hubiese pagado el traslado de su mujer a Holanda, Emilio se negó a que ella también emigrara. “Si se iba allí la mujer, ya no ahorrabas un duro. Y no me gustaba educar a mis hijos allí, era muy liberal”, reconoce este hombre de bigote y camisa.


Emilio sólo guarda piropos para Holanda. “Vivía como en un hotel, me hacían la cama, lavaban la ropa, cocinaban, ponían la mesa… no tenías nada más que trabajar y dormir. La mejor fama la teníamos los españoles”, admite el fundidor. “Decían que éramos muy atentos, que trabajábamos bien. Decían que éramos los mejores trabajadores del mundo”.
Todos los meses, la empresa mandaba más de la mitad del salario a la familia “para que no se lo gastaran allí”, bromea la señora; quien recuerda que, al nacer su hija Pilar, la compañía le envió un ramo de tulipanes blancos y amarillos y una cesta llena de pañales, colonias y cremas. “Ahí me mimaban”, repite una y otra vez el andaluz de 73 años. “De Holanda no se me olvida nada mientras viva”.

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