Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Un género para pensar

Josemaría Carabante [Com 84] Profesor de Filosofía del Derecho

Todavía quedan algunos autores dispuestos a escribir ensayos desafiantes.


De aquella declaración inaugural de Montaigne, según la cual el tema de un ensayo habría de ser uno mismo, hasta la conformación definitiva de este género, han pasado ya casi cinco siglos. Y si la obra del gran humanista era, para una época acostumbrada a los cánones, inclasificable, ahora, en estos tiempos volubles de la posmodernidad, se ha ganado mucho más en indefinición. La prensa cultural ha decidido incluir, bajo la categoría de “no ficción”, una serie de obras cuya clasificación es más que nada negativa: todo lo que no entra en literatura –ni tampoco, según los casos, en el género poético– encuentra cabida en ese cajón de sastre de lo ensayístico. No es de extrañar que allí, junto con las grandes reediciones de los clásicos –Nietzsche o Heidegger, Berlin o Marcuse– aparezcan títulos de lo más variopinto como El secreto, Quién ha robado mi queso o La dieta mediterránea. La indefinición aconseja, pues, cierta cautela a la hora de hablar del ensayo contemporáneo.

Harold Bloom, que ha cultivado el género con la autoridad del experto, sostiene que el ensayo desafía cualquier categorización, y entre los autores a los que dedica su último libro, Ensayistas y profetas (Páginas de Espuma), no aparece ningún personaje vivo. Esta decisión llevaría a pensar que hoy no hay apenas obras dignas de tal título. Bloom establece su peculiar y personal canon, pero, con independencia de sus gustos, puede colegirse que el ensayo o el tipo de escritura reflexiva, si ha de ser tal, debe remover el pensamiento, sugerir más que convencer y dar que pensar en lugar de dogmatizar.

Por su parte, George Steiner, a quien nadie negará su contribución a la crítica, ha recordado en bastantes ocasiones el mundo de posibilidades que se abre con la lectura meditada de las obras de los grandes pensadores, desde las más divulgativas a otras, también ensayísticas, dirigidas a un público especializado. No es casual, por ello, que el propio Steiner –autor de un ensayo sobre Heidegger– confiese en Errata (Siruela) que pasó una noche leyendo Ser y tiempo sin entender nada. Pero, con el esfuerzo de volver y volver sobre el texto, terminó desvelándose su sentido.

Los ensayos, como toda buena literatura –ajena, por principio, a todo esfuerzo de sistematización–, han de ser desafiantes. Y parece que esa línea desafiante es lo que se ha perdido en el mar liviano de la ensayística contemporánea, aunque siempre existen excepciones, y no pocas, como se verá. La lectura de obras que exigen algo más que la pasiva congregación ante un espectáculo de letras constituye un reto para el hombre de hoy, acostumbrado a la cultura como bazar. El propio Steiner decía, con rubor, que nos tiene que llevar a la reflexión el hecho de que, como lectores, necesitemos cada vez más notas explicativas para entender los textos, incluso los más banales. Se ha olvidado, pues, que la lectura es algo más que un entretenimiento pueril y se pretende convertirla en un hobby sin compromiso ni esfuerzo, facilitando la digestión de las palabras con la misma disposición frenética con la que se anima el consumo. Pero la lectura de moda y el ensayo best seller no dejan en el espíritu ningún eco más allá de cierto ruido inane.

El ensayo como género.
Pero, ¿qué es el ensayo? Hay que liberarse de dos nociones por desgracia muy extendidas. La primera califica de ensayo las obras meramente informativas. Sin prejuicio de la necesidad de “leer para aprender”, el ensayo, en la tradición clásica, sería más bien un texto que mueve a la reflexión, un “leer para pensar”, con la vaguedad temática que dicho enunciado comporta. Es ensayo, desde este punto de vista, aquel tipo de escritura cuyo desciframiento relumbra en nuestro interior con la familiaridad de una reminiscencia, aquella que sugiere nuevas dimensiones sobre las que especular, la que, a partir de su descubrimiento, nos permite situarse, o resituarse, en el mundo; en definitiva, aquello que sirve para humanizar, en el sentido más pleno del término.

En segundo lugar, existe un subgénero ensayístico “terapéutico”, por emplear una expresión de Eva Illouz. En efecto, muchos de los libros que aparecen bajo la etiqueta de “ensayo” constituyen los nuevos recetarios de la posmodernidad, hasta el punto de que en ocasiones las librerías adquieren el estilo de las reboticas. El hombre doliente busca las novedades como si se fuesen nuevos bálsamos con los que curar sus desconsuelos. Me refiero no a ese tipo de textos que tienen como objetivo orientar o aconsejar y que siempre han existido, sino a aquellos que pretenden elevar los consejos a afirmaciones categóricas y que sirven con frecuencia para eludir la responsabilidad del hombre o encubrir los síntomas de su descontento con los clichés de los nuevos estilos de vida y el tratamiento ambiguo de las emociones.

Ni uno ni otro pueden ser llamados “ensayos” en sentido estricto. Se entiende, pues, que la calificación de un texto como ensayístico se realiza más bien por descarte y que cualquier selección se haga con la parcialidad que confiere el gusto, las afinidades personales y el atractivo de lo que se antoja “interesante” desde un punto de vista intelectual. Los aquí elegidos no son, quizás, los ensayos “más vendidos” ni los que han sido calificados como “importantes” por la moda del momento, sino aquellos que considero capaces de invitar al lector a una aventura intelectual que se sabe dónde comienza pero no dónde termina. En la mayoría de los casos, son análisis críticos de la cultura, de la sociedad y del hombre de hoy que, lejos de resultar tremendamente críticos o pesimistas, sirven sobre todo para tomar el pulso al “humanismo” actual y para fomentar el cultivo de la inteligencia. Propósitos, en cualquier caso, comunes a cuanto engloba el término “ensayo”.

Propedéutica del ensayo. El hombre es, sin lugar a dudas, lo que lee. Y no es casual que el olvido de la lectura como actividad intelectual haya coincidido con el descenso de calidad en el género ensayístico y con la depreciación de las humanidades. Como consecuencia de la especialización, se ha perdido destreza en lo humano: frecuentemente, uno lee lo que escribe quien pertenece a su campo profesional, pero no tiene oído literario para otras especialidades y le falta sensibilidad para apreciar el valor de otros campos del saber. Frente a ello, el ensayo, el verdadero ensayo, como la universidad, no entiende de restricciones, ni de destinatarios exclusivos, ni de encasillamientos, porque nada de lo humano puede serle ajeno. Hay físicos ensayistas, como filólogos; matemáticos como filósofos, historiadores y sociólogos… Y entre todos ayudan a formar ese collage de intereses, pasiones, saberes y pensamientos que configuran nuestra cultura. Cerrarse a un campo de conocimiento evidencia pobreza intelectual.

Quizá no esté de más proponer algo así como una iniciación a la lectura de ensayos, como tampoco, precisamente hoy, aconsejar una asignatura con el título de introducción al humanismo. Siguiendo la estela de El trabajo intelectual (Rialp), del filósofo francés Jean Guitton, se han publicado recientemente dos ensayos que ayudan a iniciarse en el género. Juan Luis Lorda, en Humanismo. Los bienes invisibles (Rialp), recuerda las principales disposiciones espirituales para iniciar un plan de formación humanista; de forma clara y sobre todo práctica, estas páginas constituyen una especie de aproximación sencilla a la vida intelectual. De igual manera, Invitación a pensar (Rialp), de Jaime Nubiola, además de reflexionar sobre los temas más acuciantes de hoy y de siempre, recoge orientaciones y explica cómo leer para pensar, al tiempo que caracteriza al hombre sabio como aquel que “sabe” leer –y sabe, sobre todo, escoger lo que lee– y escribir.

Existe, ciertamente, una estrecha relación entre la lectura de ensayos y la universidad. En La voz del aprendizaje liberal (Katz), M. Oakeshott recuperó la idea clásica de una universidad volcada más en proponer el camino de la sabiduría que en troquelar mecánica y asépticamente técnicos en diversas disciplinas. Las ideas principales del libro, que reúne conferencias, escritos e intervenciones de variada índole, pueden aplicarse también al ámbito del ensayo. No está de más recomendar su lectura en un momento en que inicia su andadura el Espacio Europeo de Educación Superior. Como la universidad, también los libros de no ficción han de servir, según indicaba el pensador inglés, para plantear interrogantes más que para responderlos. El ensayo y las aulas universitarias son los lugares donde se concita el espíritu, y en ellos, lector y estudiante pueden iniciar una “conversación con los sabios sin interrupciones”. Los dos son, pues, dimensiones de ese humanismo como actitud, que privilegia la formación más allá de la información repetitiva.

Pero sólo puede fomentarse la lectura de ensayos siempre que exista el convencimiento de que no todo es relativo. Las preguntas que se hace el hombre son siempre las mismas, y tampoco han cambiado sus desvelos ni sus pasiones. Paul Boghossian, profesor de filosofía de la New York University, escribe en El miedo al conocimiento (Alianza) contra la tentativa posmoderna de diluir el saber en una colección arbitraria de convenciones. Frente a una concepción constructivista, que concibe el conocimiento como una práctica social, tal y como han hecho entre otros R. Rorty, Boghossian intenta una refutación del relativismo y opta por reivindicar el valor de la verdad y de la razón.

Sobre intelectuales. Algunas pistas sobre la heterogeneidad del canon ensayístico podemos concluir de la lectura de un libro inclasificable, en cierto modo autobiográfico, pero de una riqueza y profundidad excepcional. Me refiero a Mi siglo. Memorias de un intelectual europeo (Acantilado), de A. Wat, poeta vanguardista polaco, converso al catolicismo y uno de los más preclaros testigos de la historia europea. En forma de diálogo con Czeslaw Milosz, Wat relata no sólo el esplendor artístico de la gran cultura amenazada por el auge del totalitarismo y la barbarie, sino que revela hasta qué punto lo intelectual no es una etiqueta o una cualidad extrínseca, sino el modo de vida y el estilo de quien ejerce el compromiso con lo espiritual y se sabe libre.

El intelectual, en este sentido, es alguien ajeno a las taxonomías; por ello, puede entenderse que Wat viviera sus experiencias espirituales en la fecunda intersección entre literatura, música y vida. J. Sebastian Bach, cuenta, hizo que naciera en él la esperanza entre los muros antihumanistas de las cárceles soviéticas; volvió a él la inspiración, pero también esa música sacra le permitió comprender el significado del cristianismo y decidió su conversión. Se trata de un libro extenso y difícil en la medida en que expone el brillo de una cultura que hemos heredado, pero que, por desgracia, vemos en una lejanía algo difusa.
Brillante es, por cierto, la colección de aforismos del colombiano Gómez Dávila, un intelectual perteneciente a ese grupo de emboscados del que hablaba E. Jünger. En Gómez Dávila se dan cita la pasión por la sabiduría con la destreza en la lectura meditada y el viaje al mundo de los clásicos; Gómez Dávila, que poseía una rica biblioteca, fue capaz de actualizar el diagnóstico de los sabios, de tal modo que sus sentencias son siempre un revulsivo contra la mediocridad.
Escolios a un texto implícito (Atalanta) recoge su diario de lecturas, siempre minuciosas, exigentes y elitistas. Su prosa tiene algo de estribillo del pensamiento en la medida en que adquiere en la repetición nuevos sentidos. Dávila, que recuperó la frase contundente y rápida de La Rochefoucauld, también es en su crítica acerba a lo políticamente correcto tan explícito como Nietzsche. En sus escolios atiza a un mundo desencantado, lábil y quebradizo como los deseos, extremadamente incrédulo con la tradición pero encarcelado en las brumas de lo novedoso y progresista. Con sus aforismos se revela como lector avezado que sabe que “la lectura de los grandes filósofos no enseña qué debemos pensar, sino cómo hacerlo” y que “en un siglo donde los medios de publicidad divulgan infinitas tonterías, el hombre culto no se define por lo que sabe sino por lo que ignora”. No se puede decir más con menos.

El análisis de la sociedad posmoderna.
La gran mayoría de los ensayos que se publican en nuestros días, más allá de aquellos que de forma específica sirven para conocer el estado actual de un campo de saber determinado, son análisis sobre diferentes dimensiones de la sociedad contemporánea. El ensayo, como en Montaigne, sigue todavía hablando de lo que somos, de lo que podemos ser tanto individual como colectivamente. El hombre, la cultura, la sociedad, la familia, la política, el arte, la ciencia… temas todos ellos que en esa mirada heterogénea del ensayista adquieren un tratamiento sistemático en el que la reflexión ocupa el lugar central.
Zygmunt Bauman ha tenido un éxito notable al percibir los fenómenos contemporáneos desde la perspectiva del estado líquido. A nadie se le escapan las diversas connotaciones que cabe colegir de ello. La posmodernidad es, para este sociólogo, una peculiar forma de concebir la realidad bajo el punto de vista del cambio, la volubilidad, las transformaciones y la indefinición. La visión sobre el amor es hoy líquida en la medida en que los lazos humanos posmodernos son frágiles y remisos al compromiso (Amor líquido); también la sociedad actual está repleta de temores –la muerte, el mal, lo incontrolable–, pero el miedo tiene también para Bauman la seña inconfundible de lo polimorfo y ubicuo (Miedo líquido). La contradicción entre una sociedad que aspira a la felicidad y eterna pero que encalla en la perentoriedad de lo mudable y en la frivolidad del capricho se analizan en Vida de Consumo y El arte de la vida (Paidós).

Siguiendo el análisis de esas contradicciones sociales a veces tan explícitas, Ana Marta González reúne en Ficción e identidad (Rialp) diversos escritos en los que profundiza con acierto sobre las manifestaciones irónicas de la cultura posmoderna. La búsqueda de la identidad, tanto personal como colectiva, parece ser una de las metas que persigue la cultura de hoy. Pero para la profesora González, el voraz estilo consumista, con consecuencias en todos los ámbitos, es paradójico en la medida en que la posmodernidad se presenta como un mercado de identidades, que se cambian, se consumen y se desechan con facilidad, impidiendo la permanencia y la continuidad coherente de las biografías.
Esta sociedad gobernada por las emociones es el campo de trabajo de Eva Illouz, cuyo análisis de las sociedades poscapitalistas es enormemente sugerente y claro. En Identidades congeladas (Katz) se revela cómo se decantaron las formas culturales por la senda de la emotividad, tanto en el ámbito público como en el privado, y cómo la comprensión de los individuos se centra en los estados de ánimo, hasta el punto de que sus orientaciones prácticas y valorativas dependen en última estancia de sus emociones y vivencias. Para Illouz, esta exacerbación de las emociones se evidencia en formas narrativas, especialmente en el auge de la literatura terapéutica y de autoayuda, ya mencionada. En El consumo de la utopía romántica (Katz), Illouz descompone la configuración social y cultural del romance para advertir que también el amor se configura de forma contradictoria. Se destaca en esas páginas que el amor romántico ha servido para consolidar una forma de vida consumista y cómo, bajo la apariencia exótica y pasional del amor a primera vista, no se renuncia al cálculo en la relación de pareja.

La génesis de nuestra cultura. ¿Cuál ha sido, en cualquier caso, la génesis cultural de la sociedad contemporánea? Juan Bautista Fuentes propone en La impostura freudiana (Encuentro) una explicación filosófica y ofrece pistas para elaborar teorías alternativas a las dominantes. Este ensayo, que es recomendable en la medida en que resulta polémico y sobre todo provocador, desentraña las implicaciones prácticas y sociales del psicoanálisis, cuyo poderoso influjo se deja todavía notar en los discursos sociales de hoy. Por otra parte, se realiza una crítica profunda a los fundamentos antropológicos de la cosmovisión moderna y posmoderna. Partiendo de que el psicoanálisis no tiene ni puede tener eficacia terapéutica, porque no busca resolver los desequilibrios, el autor sostiene que su práctica es un factor disolvente de la culpa y perpetúa el estado de anomia de los sujetos.

Fuentes es consciente de la identidad entre el yo contemporáneo y el paciente psicoanalítico, pero, lejos de sucumbir al pesimismo, ensaya una antropología para rescatar al hombre de su enfermiza desesperanza. Su propuesta, que recoge y asimila las intuiciones de la teología católica, descubre al hombre como un ser esencialmente comunitario, con un sentido moral constituyente, capaz de superar con tenacidad sus desequilibrios gracias al cobijo y al amparo del prójimo. En la medida en que la sociedad moderna y posmoderna pierde la perspectiva del nosotros, el yo se hunde en amargura.

Frente a las teorías que descansan sobre el axioma de la secularización, según el cual la sociedad que avanza se hace más conscientemente irreligiosa, existe hoy una tendencia que denuncia como una de las mayores pérdidas de la modernidad la ausencia del sentido de lo sagrado. Esta es la perspectiva, por ejemplo, que anima la obra de un autor recientemente recuperado, Eric Voegelin, para quien el auge de los totalitarismos y la desviación de la filosofía contemporánea traen causa del olvido de la trascendencia. En su Asesinato de Dios (Hydra), Voegelin se enfrentó al gnosticismo contemporáneo y a las nuevas religiones seculares, que intentan ofrecer propuestas de redención inmanentes.

Lo romántico, de moda. Desde el punto de vista de la historia de las ideas han proliferado estudios sobre el romanticismo, especialmente alemán. Antonio Pau, experto en poesía alemana, ha ofrecido biografías definitivas sobre Hölderlin y Novalis (Trotta), combinando el estudio filológico de sus obras con el entramado biográfico. En ambos casos, se trata de dos poetas de relevancia para entender la cultura contemporánea, influyentes a pesar de los siglos y que todavía hoy cuentan con un alto potencial especulativo. Su lectura resulta indispensable si se quiere conocer los lugares comunes más importantes del siglo XX: la atención y divinización de la naturaleza, la perspectiva estética como forma de acceso a la realidad, el acceso a lo sagrado y la revitalización de lo pasional.
También del romanticismo se ocupa R. Safranski. Aunque no es filósofo en sentido estricto, lleva años dedicándose con éxito a la tarea de divulgar la abstrusa historia de la filosofía alemana y lo hace por medio de las biografías de sus más geniales representantes, desde Schopenhauer hasta Heidegger. Con Romanticismo (Tusquets) se ocupa de esa odisea del espíritu que evoluciona hasta llegar al movimiento estudiantil de los años sesenta. Safranski detecta los rasgos de una ideología y forma de pensar que, si bien ha sido fructífera en el terreno artístico, en el político puede tener nefastas consecuencias, como ha demostrado la historia más reciente.

Un diálogo entre autor y lector.
Los títulos seleccionados son, en definitiva, una muestra de que, a pesar de la general depauperización cultural, existen todavía suficientes motivos para el optimismo, y buenos materiales para promocionar la lectura profunda. Se trata de ejemplos, a mi juicio importantes, de un tipo de literatura que no aparece en la listas de los libros de la prensa, pero que honran un género que en la actualidad ha ido desdibujando sus contornos hasta desbancar su sello distintivo: la invitación a la reflexión pausada, la mirada inteligente y la llamada de atención sobre aspectos de nuestra realidad más cercana que se nos escapan en el ritmo frenético de nuestras ocupaciones. Los libros aquí propuestos lo hacen cada uno a su modo; como todo ensayo, sus hipótesis y conclusiones pueden ser discutibles, pero precisamente de eso se trata: de iniciar una discusión con el lector.

No me resisto a terminar con un hermoso pasaje de la correspondencia de Maquiavelo a su amigo Vettori, en el que expone su visión de la lectura como diálogo y alimento del espíritu: “Al caer la noche, vuelvo a casa y entro en mi estudio, en cuyo umbral me despojo de aquel traje de la jornada, lleno de lodo y lamparones, para vestirme ropas de corte real y pontificia; y así ataviado honorablemente, entro en las cortes antiguas de los hombres de la antigüedad. Recibido por ellos amorosamente, me nutro de aquel alimento (…) En esta compañía, no me avergüenzo de hablar con ellos, interrogándolos sobre los móviles de sus acciones, y ellos, con toda humanidad, me responden. Y por cuatro horas no siento el menor hastío; olvido todos mis cuidados, no temo la pobreza ni me espanta la muerte”. Ojalá pudiéramos nosotros disfrutar de experiencias similares a las del pensador florentino.