Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Venezuela: un país con hambre de cambio

Texto Laura Leamus [Com 21] Fotografía EFE y Laura Leamus [Com 21]

En los últimos meses, la aparición de Juan Guaidó en la primera línea política ha dado esperanza a muchos venezolanos. Sin embargo, los problemas de fondo permanecen. Venezuela arrastra la mayor crisis económica y social de su historia. Todos los días 32 millones de venezolanos se enfrentan a un país destruido, al borde del colapso, donde tareas tan sencillas como encontrar comida o conseguir medicamentos constituyen una amenaza para la seguridad, la salud y el bienestar.


En venezuela, hace tiempo que la crisis económica ha dado paso al drama social. Como recogió la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación) en un informe de septiembre de 2018, 3,7 millones de venezolanos pasan hambre. Otro dato revelador de la dimensión de la parálisis general es que el 80 por ciento de los medicamentos escasean en el país, lo que ha provocado un aumento en la mortalidad infantil y materna, al igual que repuntes de enfermedades como la difteria y la malaria. Unos ciudadanos sin recursos materiales ni perspectivas de mejora se han visto obligados a salir en masa. Según la ONU, en los últimos años han emigrado 2,3 millones de venezolanos, principalmente a Colombia, Ecuador, Perú y Brasil. Los que han decidido quedarse han tenido que aprender a sobrevivir en un entorno donde la anormalidad se ha convertido en normalidad.

Esta precariedad generalizada ha traído graves consecuencias en el bienestar de los ciudadanos, que viven en la incertidumbre y el miedo constante, lo cual ha llevado al aumento de casos de depresión y suicidio. El Observatorio Venezolano de la Violencia ha informado de que la tasa nacional de suicidios oscila entre 15 y 17 por cada cien mil personas, frente a la media mundial de 11,5.

En una estancia en el país hace unos meses, se recogieron algunos testimonios personales que ponen rostro a las noticias ofrecidas por los medios internacionales. En este reportaje se muestran las historias y opiniones de los profesores de secundaria Wilfredo Macuare y Rubén García, el periodista Luis Carlos Díaz, el señor Gregorio, portero, y la maestra Alejandra Díaz, personas que comparten el sufrimiento de vivir al borde del precipicio y la pregunta de hasta qué punto estarán mal las cosas al día siguiente. A través de ellos, se reflejan algunas de las muchas dificultades que ha introducido la crisis económica en la vida de los venezolanos. Entre los posibles campos de análisis se han elegido tres especialmente castigados: la alimentación, la educación y la libertad de expresión.


Ni para una taza de café

  

 Ante la pregunta por su sueldo, la mayoría de los venezolanos responden lo mismo: «¡No da ni para comprar un cartón de huevos!», se quejan con frecuencia. «No gano ni para una empanada y un café. El sueldo mínimo es de tres millones de bolívares fuertes y un café te cuesta un millón», explica el profesor Rubén García. En efecto, en julio de 2018, la moneda venezolana continuaba siendo el bolívar fuerte y los precios de los productos superaban los varios millones. El salario mínimo no servía para hacer frente a lo más elemental. El cartón de huevos, por ejemplo, empezó ese mes con un precio de 4 300 000 bolívares fuertes y terminó en 6 000 000. Según señaló el CENDA (Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores) en julio de 2018, una cesta de alimentos básicos costaba 295 821 795 bolívares fuertes.

Para ocultar la descontrolada inflación de Nicolás Maduro, en agosto de 2018 el Gobierno restó cinco ceros a la moneda, imprimió nuevos billetes y le cambió el nombre a bolívar soberano. Sin embargo, los precios no han parado de aumentar y la moneda sigue perdiendo su valor, lo que hizo que la inflación alcanzara la monstruosa cifra del 833 997 por ciento en octubre, según el informe emitido por el Parlamento, de mayoría opositora, un récord mundial sin precedentes.

Para los venezolanos, 2018 fue otro año de crisis galopante que insistió en destruir sus ahorros. El bolívar está tan devaluado que los ingresos del trabajo se han convertido en algo prácticamente nulo y, a menos que se hayan cambiado a dólares en el pasado, las reservas de una vida pueden desaparecer por completo.

«Nunca imaginé que iba a llegar a esto. Soy un hombre dedicado y toda la vida pensé que eso era suficiente. Ahora mi trabajo no sirve para nada. Solo me da lástima y nostalgia», lamenta el señor Gregorio. Con sesenta y un años, Gregorio ha trabajado siempre de portero en un colegio privado, tarea que hace con ánimo y de la que se enorgullece. Sin embargo, la inflación ha reducido dramáticamente el valor de sus ingresos. «Me pagaron, pero ¿qué hago con eso, si no me da para comprar huevos, leche…? No puedo hacer nada con mi sueldo».

Gregorio vive con sus nietos. Su hijo se los dejó porque se fue a Perú con su esposa para encontrar mejores posibilidades económicas. «Llegaron al Perú haciendo aventuras, buscando qué hacer y, en esas condiciones, no se podían llevar a sus hijos. Ha sido tan difícil para ellos como para nosotros». Como ocurre en muchas familias, Gregorio recibe remesas de su hijo para poder mantenerse económicamente pero, aun así, no resulta suficiente para vivir con cierta comodidad: «Aquí no tengo ni la forma de entretener a mis nietos porque todo es sumamente costoso. Ya no hay dinero para llevarlos al cine o para comprarles un dulce. Todo es tan caro que dan ganas de llorar. Ir al parque de atracciones significaría dejar de comer». 

En muchas ocasiones, Gregorio debe recurrir a su jefe para que este le regale productos: «Nunca pensé que tendría que pedirle que me diese harina. Es como si estuviera mendigando. Quisiera poder comprarme yo mis cosas, con mi trabajo. Es bien triste que tenga que vivir de la limosna de los demás porque mi trabajo no es suficiente. Pero esto es lo que el Gobierno quiere: hacernos mendigar. A veces pienso que es mejor que nos maten a todos de una vez, porque lo que están haciendo es matarnos lentamente».

El venezolano medio se ha visto obligado a recortar sus gastos y, en consecuencia, a transformar sus hábitos. Muy pocas personas pueden permitirse gastar en recreación, vestimenta o muebles. En casos graves, se debe hacer una elección más complicada: comer o curarse. Cuenta Rubén García, profesor de Matemáticas de un colegio privado, que «al principio de esta situación podías comprar medicinas y alimentos. Ahora tienes que elegir: o comes o vas a la farmacia. Es una gran angustia. Comprarte un carro, una vivienda, muebles… ¡Olvídate de eso! Conseguir muebles es pasar meses sin comer. Yo ni puedo permitirme zapatos nuevos; los que tengo puestos me los regaló un estudiante». 

 

 

Cajas clap: comida por votos

 

Como antídoto a esta situación, cada uno o dos meses un sector de la población venezolana tiene acceso a alimentos básicos en cajas distribuidas por el Gobierno. Provienen de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y se venden a precio regulado para intentar paliar el hambre que sufre el país. Nicolás Maduro puso en marcha en 2016 los comités, que dan cobertura a unos doce millones de personas; en aquel entonces, el presidente afirmó: «Crear los CLAP es lo más maravilloso que se me ha ocurrido».

Estos paquetes solo se entregan a quienes están inscritos en los comités locales que organizan su distribución en cada comunidad. Al principio, incluían azúcar, harina, leche en polvo, pasta y otros productos básicos. Ahora, llevan poco más que bolsas de grano (arroz, lentejas, etcétera). Aunque el Gobierno asegura que la iniciativa está mejorando la situación, la decreciente calidad de los productos, la irregularidad de las entregas y el aumento de su precio han convertido las cajas en migajas y han revelado su verdadero propósito: mantener el poco apoyo popular que conserva Nicolás Maduro a punta de comida para un pueblo hambriento. 

«¡El CLAP no sirve pa un cuerno!», se queja la maestra de primaria Alejandra Díaz, que recibe la caja mensualmente. «La mitad de los productos que te llegan saben mal. La leche, por ejemplo, es asquerosa, es casi salada. A veces la cambian de paquete, pero siempre te sabe igual. Escuché muchísimos casos de niños recién nacidos con infecciones intestinales por tomar esta leche». Además de la mala calidad de la comida, muchos beneficiarios del sistema CLAP han denunciado que los militares del Gobierno, que
habitualmente tienen prioridad en este tipo de ayudas, se quedan con gran parte de lo que viene en las cajas.

A pesar de que el Gobierno afirma que promueve la producción nacional, no hay nada en esos envíos hecho en Venezuela. Las nacionalidades de los productos varían con frecuencia y, en el momento de la entrevista, la mayoría venía de México: «La comida es mexicana. Pero, al parecer, allá solo la compran las clases más bajas, los que no tienen nada más que comer. Eso es lo que nos trae el Gobierno», cuenta Alejandra Díaz. De hecho, unos meses más tarde, se descubrió que una red mexicana vendía estos productos de mala calidad a los empresarios del Gobierno venezolano, que luego los revendían a un precio 112 veces mayor que su coste original, según informó BBC World. La red fue desactivada por la Procuraduría General de México en octubre de 2018.

Otro fallo del sistema CLAP es su falta de regularidad. El Gobierno promete que las cajas llegan cada quince días pero, normalmente, tardan cuarenta o más. Alejandra sospecha que la frecuencia y la generosidad de las entregas depende de la proximidad de las elecciones: «La única vez que cumplieron fue en mayo, porque era época electoral. Incluso nos dieron dos cajas ese mes y llegaron con la velocidad de la luz».

Además de estar inscrito en un comité local, para recibir la caja CLAP se precisa el carnet de la patria, un documento de identidad alternativo con código QR personalizado. Esta tarjeta es un requisito para acceder a todas las ayudas que ofrece el Gobierno, que incluyen, aparte del CLAP, medicamentos, pensiones y bonos monetarios especiales. Muchos venezolanos, sin embargo, se niegan a obtener este documento, ya que afirman que el Gobierno lo utiliza para vigilar quién vota por su partido. Según una investigación de Reuters, existe una base de datos con la información de los ciudadanos que tienen el carnet, que incluye presencia en redes sociales y participación en las elecciones.

 

Aulas vacías

 

En escuelas y universidades, las aulas también han sido golpeadas por la crisis. Según el diario español ABC, el 60 por ciento de los alumnos abandonaron sus estudios a comienzos del curso 2018-19 por haber emigrado o por falta de condiciones para asistir a clases. Esto se evidencia, sobre todo, en los colegios públicos. «Hay deserción escolar; los alumnos nunca van. Muchos no pueden pagar el pasaje hasta el colegio y otros no tienen comida para ir bien alimentados», cuenta Wilfredo Macuare, profesor de Historia de Venezuela en un colegio público y uno privado en Caracas. «Hay un programa para los alumnos de los colegios públicos que les da desayuno y almuerzo pero, con frecuencia, la comida es muy poca. Con eso no logran comer ni estar bien; muchos se desmayan de hambre en las clases». 

También ABC hablaba de un 40 por ciento de deserción por parte de profesores y maestros, muchos de los cuales se han marchado del país. Esto deja las escuelas prácticamente abandonadas. «Cuando voy los viernes a dar clase en el colegio público, solo hay tres docentes. Todos se han ido. Quedan muchas materias sin profesores que las enseñen y, por eso, los alumnos no están aprendiendo. Pasan al siguiente año con el promedio de las notas que sacaron en las pocas clases que han visto y ya está», explica Wilfredo. Por este tipo de deficiencias, el nivel de conocimiento de los estudiantes ha bajado significativamente. «Los niños —señala Wilfredo— no están preparados para aprender ciertos temas. Cuando doy clases, no saben de qué les estoy hablando, no entienden porque no tienen los conocimientos previos para eso». Esto, en su opinión, también guarda relación con el tipo de docentes que aceptan los colegios públicos, que muchas veces vienen de las misiones de cultura organizadas por el Gobierno con la idea de conceder títulos universitarios a jóvenes mediante cursos profesionales breves.

Por las malas condiciones de la educación estatal, Wilfredo ha decidido reducir sus horas de trabajo en el centro público para dedicarse principalmente a enseñar en el privado: «En Venezuela la educación privada arropa y complementa a la nacional. Aunque vayas al peor colegio privado, siempre tendrás una educación superior a la que encuentras en una escuela pública». Su decisión se debe, además, a la parcialidad política del material con el que tiene que enseñar: «Se trabaja obligatoriamente con los libros de la Colección Bicentenaria, creados por el Gobierno. En el caso de los manuales de Historia, se distorsionan los hechos para que favorezcan su ideología. Quieren formar a los alumnos a su conveniencia, para mantener su revolución». En cambio, esta experiencia es diferente en los colegios privados , porque, según Wilfredo, «se protegen de las intervenciones del Gobierno. El Ministerio de Educación los presiona para que sigan sus orientaciones pero, por ser privados, pueden tomarse libertades. Aceptan el diseño curricular y toman los contenidos generales, pero los adaptan para aumentar el nivel de exigencia y eliminar la parcialidad política».

Otro problema al que se enfrentan los colegios públicos es la delincuencia. Venezuela encabeza la lista de países más peligrosos del mundo. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, en 2017 se produjeron 26 616 muertes violentas (23 047 en 2018) y el 69 por ciento de los responsables de estos crímenes fueron jóvenes entre 12 y 29 años. La presencia de estos grupos en las aulas —especialmente en la educación estatal— pone en peligro a los alumnos y los profesores. «Hay una gran  inseguridad para el profesor —lamenta Wilfredo—. Muchos estudiantes pertenecen a bandas criminales y venden drogas en la escuela, pero los directivos hacen la vista gorda. Recuerdo una situación en mi colegio con un alumno al que intentaron ahorcar para quitarle el teléfono. El caso fue denunciado a la Policía y detuvieron a los niños que lo hicieron. Cuando empezaron a investigar, descubrieron que había una banda que metía niños al colegio para atracar a alumnos y docentes. Esto perjudica mi trabajo. Es posible que me maten mis propios estudiantes si les exijo más de lo que quieren». 

Pese a todo, Wilfredo continúa impartiendo unas horas de clase en el colegio público porque siente que es necesario: «Muchas veces la función del profesor no es enseñar sino proteger a los alumnos. A pesar de lo deficiente del sistema, preferimos que los niños estén en el colegio y no en la calle convertidos en delincuentes».

 

 

Comunicar la verdad

 

En 2018, Reporteros Sin Fronteras situó a Venezuela en el puesto 143 en cuanto a libertad de prensa, seis puestos más abajo que en 2017. Esto se debió a que los periodistas que pertenecen a medios independientes, extranjeros y de oposición sufren cada vez más agresiones por parte de la Policía y los servicios de inteligencia venezolanos. Según el Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Prensa (SNTP), se contabilizaron 213 agresiones a trabajadores de los medios de comunicación en 2018. Esto hizo que alrededor de 1 300 periodistas dejaran el país ese año para proteger su integridad y ejercer su profesión libremente. 

Los periodistas que continúan trabajando en Venezuela deben soportar un clima de censura en el que las fuerzas armadas pueden allanar las casas de cualquiera que diga o publique algo que disguste al Gobierno y mandarlo a prisión. Luis Carlos Díaz, periodista, ciberactivista y, hasta febrero de 2019, conductor radiofónico en la emisora Circuito Éxitos, explica cómo es comunicar en esta situación: «Estamos en una dictadura un poco extraña, que tiene un sistema muy discrecional y militarista. Eso significa que quizás yo pueda entrevistar en mi programa a alguien que diga que este Gobierno es dictatorial y saldrá al aire. Probablemente no haya consecuencias, pero nunca más voy a poder llamar a esa persona de nuevo. En el periodismo marcas el gol, pero lo marcas una vez. Hay mucha gente vetada; el Gobierno hace llamadas a los medios de comunicación para que no entrevisten a ciertas personas». 

Para silenciar a sus críticos, entre 2013 y 2018 el Gobierno clausuró 115 medios de comunicación por medidas directas e indirectas, según el SNTP. Solo en 2018, quince medios impresos, cuatro digitales y una plataforma televisiva tuvieron que cerrar por falta de recursos materiales, sanciones y bloqueos impuestos por organismos del Estado. Además, muchos medios han sido comprados por aliados del régimen de Maduro. «Los periodistas que somos críticos nos quedamos en espacios muy restringidos. En el exterior se repite la mentira de que la mayoría de los medios en el país son privados, pero eso es falso. Son privados, pero están en manos de empresarios pro-Gobierno o tienen que callarse», cuenta Luis Carlos Díaz. Además de controlar las estaciones televisivas y radiofónicas y los periódicos del país, el Gobierno también ha bloqueado el acceso a varios portales informativos digitales en los últimos meses como LaPatilla.com y la versión digital del diario El Nacional.

Otro factor que restringe la libertad de prensa es la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, impuesta por Hugo Chávez en 2004.  Esta norma permite al Gobierno controlar los contenidos emitidos en los medios, censurando todo aquello que considere «ofensivo» o «violento». Como explica Luis Carlos, «Venezuela vive, por lo menos, veintiocho protestas al día pero, por esta ley, ninguna puede salir al aire en vivo. Si aparecen en algún medio, puede ser acusado de alterar el orden público. Nos desenvolvemos en un entorno en el que no nos permiten hablar».

Luis Carlos Díaz trabajaba junto con el  reconocido periodista César Miguel Rondón en su programa de radio, que se emitía  todos los días a pesar de ser crítico con el Gobierno. Sin embargo, Rondón hacía su programa desde el exterior. «César está exiliado, perseguido por el Gobierno. Nicolás Maduro ordenó encarcelarlo y tuvo que irse del país. Pudo salir legalmente y seguía haciendo su programa desde fuera. El Gobierno podría decir que emitía todos los días, pero él vive en el extranjero y no puede volver; es un ejemplo de censura y del entorno del que hablo». En las últimas semanas Rondón fue presionado de nuevo y dejó de emitir su programa.

Para reflejar la situación, Luis Carlos cuida las palabras que utiliza, pero cree que su audiencia merece buen contenido y que, por esto, no puede dejar de comunicar la verdad, algo que hará ahora desde Actualidad 90.3 FM: «En una dictadura como esta hay que aprender a buscar la complicidad de la audiencia, entendiendo siempre que es inteligente y que, por eso, tienes que ofrecerle un contenido a su altura. En los tiempos del franquismo, España tenía la revista de humor La Codorniz, que dijo de muchas maneras que había una dictadura, pero nunca dejó de publicarse, a pesar del tachón rojo de la censura. Eso es a lo que yo aspiro: a saber describir una situación tan injusta que sea la audiencia misma la que se dé cuenta de que esto es una dictadura sin mencionar nunca la palabra. Hay que seguir honrando el compromiso y la responsabilidad que tenemos de contar lo que pasa. Siempre hay una manera de decir las cosas».

En 1999 Hugo Chávez llegó a la presidencia de Venezuela… Sin embargo, veinte años de este régimen populista sordo han hecho que Venezuela se tambalee exhausta. Con la llegada de Juan Guaidó, los venezolanos han recuperado la esperanza de ponerle fin al Gobierno de Maduro. Sin embargo, nadie tiene una idea clara sobre el futuro inmediato, ya que la voz del pueblo, que confía en una fecha de caducidad cercana del chavismo, se mezcla con una atmósfera oficial continuista de huida hacia delante. A pesar del optimismo que se ha visto en las calles del país en las últimas semanas, el pueblo venezolano continúa protagonizando un drama de dimensiones sobrecogedoras, donde exterminio y éxodo dejaron hace tiempo de ser expresiones exageradas. Un drama que demanda urgentemente un final.