Vagón-bar
Hay palabras que encantan por su eufonía o porque las asociamos a lo bello o a lo bueno o porque nos hacen gracia. Con luscofusco me pasan las tres cosas y puede que alguna otra. En gallego y en portugués nombra un tipo de luz en transición hacia la oscuridad o desde la oscuridad. Una luz que se enciende o se apaga despacio, casi sin que se advierta, como si obedeciera a un interruptor de esos que regulan la intensidad. El término sirve también para identificar los dos momentos en los que comparece esa luz: el ocaso, cuando el mundo se apacigua, y el amanecer, cuando se despierta y canta. La puesta del sol y su salida son dos instantes deslumbrantes, gloriosos, bellísimos y, tal vez, los más fotografiados, porque esa luz indirecta hace estallar los rojos por la tarde, y los blancos y los azules por la mañana. En inglés llaman a esa entreluz twilight, sobre todo para referirse a la del ocaso.
El luscofusco es una luz inquietante, en especial en la anochecida, quizá por su imponente espectacularidad, quizá porque aplana las figuras: primero les quita la sombra, después diluye sus defectos y luego las reduce a meras siluetas sin relieves ni matices, sin perspectiva. Es la hora de la ambigüedad y, por tanto, del recelo sobre lo que es y lo que parece, lo que se aparenta y lo que se es. Una luz que engaña: prende fuego rojo en las nubes blancas y las deja renegridas como tizones, como si ya no fueran las mismas nubes blancas de antes.
Una luz contradictoria, que aquieta e incomoda. Peligrosa, especialmente para quien tiene que conducir con ojos cansados o sigue con las gafas de sol puestas: perdemos la luz tan sin darnos cuenta que nos volvemos invisibles en la carretera hasta que nos cruzamos con las ráfagas o los bocinazos atemorizados de otro conductor.
El luscofusco asusta porque tememos caer en la noche, y la noche siempre cae. El declive del día y del mundo conocido nos recuerda que nos acabamos. Tenemos miedo a que se borre nuestro paisaje y a que nos borren. A quedarnos a oscuras en el descampado, solos y sin ropa de abrigo ni señales ni mapas.
La respuesta instintiva lleva a acelerar el paso, quizá sin dedicar el tiempo necesario a fijar bien las referencias. Luego, cuando ya no queda luz, se echa mano de la linterna, que siempre ayuda. Pero quien no sabe leer el cielo o prefiere aferrarse a su linterna pequeña y cercana antes que fiarse de un faro remoto corre un riesgo bien sabido: el del bucle, caminar en círculo por falta de indicadores externos, agotarse en un inútil avance, en un desquiciante regreso repetido al punto de partida. Claro que, sin linterna, se puede tropezar mucho o acabar en el fondo de una poza o de un barranco.
Cabe también la solución de los niños: reconocer su incapacidad, buscar refugio y esperar el amanecer, algo que los adultos aceptan solo raramente y con más resistencia. Porque son optimistas y reinician su empeño circular o desisten y bajan las manos, se dejan ir. O enloquecen. Mientras que el niño sabe que no puede pero tiene esperanza. No piensa que muy probablemente amanecerá y lo encontrarán. Sabe que será así. Sabe cómo acaba. Está seguro.
Al final disfruta del ocaso quien anda con otros, quien fija las referencias y aprende a usar la brújula y los mapas, quien tiene la humildad, como aquel piloto en el maravilloso libro de Del Giudice, de llamar a la torre de control y reconocer que está perdido. Recurro muy poco al GPS del coche. Antes lo usaba más, porque cuando llevaba a mi hermano él me lo pedía a veces: «Pon a la chica», decía. No sé si le gustaba su voz o le daba seguridad, pero quería escucharla aunque transitáramos por una ruta habitual, de sobra conocida. Luego pensé que, como veía poco, a lo mejor aquella voz le ayudaba a situarse, a saber por dónde íbamos. No sé. Quizá solo quería hacerme reír, como cuando decía aposta: «Abre el tejado», para referirse al techo solar.
Paco Sánchez [Com 81 PhD87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.
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