Cátedra abierta
El cine se ha mirado a sí mismo desde sus albores. De Chaplin a Spielberg, pasando por Wilder, Fellini, Allen o Kiarostami, son legión los grandes y pequeños directores que han encontrado inspiración para sus argumentos en la creación de una película y en sus profesionales.
El cineasta André de Toth afirmó que «el drama debe estar delante de la cámara y no detrás», alusión irónica a los múltiples conflictos que acontecen durante los rodajes y, por extensión, durante los procesos de producción de las películas. Es aquí, en este fuera de campo, donde el metacine encuentra buena parte de su savia. A veces inspirándose en hechos reales, a veces desde la ficción pura, el cine dentro del cine abre las puertas a las bambalinas del séptimo arte, una invitación difícil de desoír para el espectador cinéfilo.
Con diversas dosis de crítica, esta práctica nos recuerda a menudo que, tras la mística del cine, no es oro todo lo que reluce. Así, el envés de la fama y el éxito representa un motivo recurrente. De Norma Desmond (Gloria Swanson) en El crepúsculo de los dioses a Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) en Érase una vez en Hollywood, actrices y actores pelean por alcanzar, mantener o recuperar el privilegio de la gloria, condición casi siempre efímera. Este mundo es con frecuencia despiadado, una industria y un negocio que se cobra muñecos rotos. Como Clara Manni (Lucía Bosé) en La señora sin camelias o como Dixon Steele (Humphrey Bogart) en En un lugar solitario, la corrupción personal es un peaje al que intérpretes y guionistas —eslabones débiles de la cadena— quedan abocados en ocasiones. No faltan las luchas de egos ni las relaciones de poder asimétricas. Con permiso de los agentes de prensa y las periodistas de cotilleos, el trono de los villanos lo ocupan los productores, seres carismáticos y manipuladores —imposible no pensar en Jonathan Shields, de Cautivos del mal—, y con frecuencia también autoritarios, de formas mafiosas y tendencias depredadoras.
En contraposición a todo esto, encontramos un metacine luminoso que nace de la cinefilia. En La noche americana, además de mostrar cómo se articula la puesta en escena y los múltiples trucos que hacen posible la ilusión de realidad, Truffaut sitúa en el amor a la profesión la clave que permite superar las vicisitudes de un rodaje, frente a tantas otras películas que convierten estos «accidentes divinos» —expresión de Orson Welles— en accidentes sencillamente infernales.
Sea cineasta o espectador, el cinéfilo no concibe la vida sin el cine. Tan es así que, como ilustran El moderno Sherlock Holmes o La rosa púrpura de El Cairo, sus fronteras pueden llegar a diluirse. En After Life, Koreeda concibe la vida eterna como una recreación cinematográfica del instante más bello de cada vida. A veces la cámara se convierte en una práctica subyugante, como muestran Vida en sombras, El aficionado y otros títulos del género vampírico. Nada comparable a hacer cine, parece sostener Tim Burton en Ed Wood, su homenaje al tildado como peor director de la historia, pero a quien él redime por su entusiasmo y pasión enfebrecida. El metacine es, en efecto, un espacio idóneo para el homenaje (aunque cabe, también, el ajuste de cuentas).
La sala de butacas rivaliza con el set de rodaje como espacio dominante. El tributo a los maestros y a las películas queridas se encauza en primer lugar a través de la cita, de la inclusión de un fragmento de otro film en el propio, casi siempre con un propósito dramático añadido. Ver una película en una sala de cine puede suponer una epifanía, una experiencia capaz de marcar una vida, como le sucede a la pequeña Ana Torrent en El espíritu de la colmena o a Sammy (Mateo Zoryan) en Los Fabelman. En Primer plano, Kiarostami recrea la noticia de un joven que engaña a una familia iraní al hacerse pasar por Mohnsen Makhmalbaf, el director que, afirma el farsante, «retrata mi sufrimiento en todas sus películas». Lo que El largo día acaba ejemplifica el valor de la sala de cine como refugio frente a un mundo grisáceo y hostil. Un espacio de propiedades catárticas: solo al ver bailar a Fred Astaire y Ginger Rogers al son de Cheek to Cheek podrá Cecilia, la desdichada protagonista de La rosa púrpura de El Cairo, volver a sonreír.
LA PREGUNTA DEL AUTOR ¿Qué película le contó a usted mejor lo que sucede tras las cámaras? |
Pablo Echart es profesor titular de Guion en la Universidad de Navarra y consultor para guionistas y productoras. Es autor de La comedia romántica del Hollywood de los años 30 y 40 (Cátedra, 2005) y de Cine dentro del cine: 50 películas sobre el séptimo arte (UOC, 2023).