Vagón-bar
Silencios y miradas
Me gusta ir un poco por detrás. Sólo un poco. Lo justo para que no se me vea y para ver. Raramente leo el último libro, ese del que habla todo el mundo, hasta que alguien en quien confío me lo recomienda. Y aun así, casi siempre, se lo pido prestado primero, y lo compro solo después de leerlo. Con las novedades tecnológicas actúo del mismo modo: dejo que otros las experimenten y me cambio cuando me parecen contrastadas. Por ejemplo, aunque reservé relativamente pronto una cuenta a mi nombre en Twitter, tardé mucho en comenzar a usarla. Este modo de proceder, demasiado conservador, me permite ahorrar tiempo y disgustos. Claro que, si todo el mundo hiciera lo mismo, el sistema no funcionaría.
Tiene otros inconvenientes: casi nunca descubro nada y me pierdo ese goce del trapero que, después de mucho revolver, encuentra algo muy valioso entre los desechos. Pero es que no soy un trapero. Me gusta lo que dice el viejo marino al chaval en Entspringen, la novela de Antoni Marí: “La cuestión es, chaval, no perderse nunca de vista y, al mismo tiempo, verlo todo de una sola ojeada”. Por eso ahora, me preocupa más que hace años enseñar a los alumnos de periodismo a mirar y a escuchar. No saben estarse quietos y se pierden lo que ocurre a su alrededor, aunque lo consuman todo.
Con los años, el número de estudiantes con problemas de atención ha ido creciendo. Me dicen que se ha disparado en los colegios el porcentaje de criaturas que tienen que tomar medicación para controlar la hiperactividad. Supongo que la vida real les parece lenta, acostumbrados como están al ritmo de los videojuegos, de los videoclips y de la música que escuchan casi todo el día en sus dispositivos. Si se les obliga a unos minutos de silencio, para que vean una película que es una obra de arte, pero en la que no pasa nada, apenas lo soportan. Al poco, uno empieza a tamborilear sobre la mesa, otro enrosca y desenrosca compulsivamente el tapón de una botella de agua. Treinta minutos más tarde, un tercero pregunta: “¿Cuánto dura?”, e incluso otra: “¿Falta mucho?”, como los niños pequeños a los que se hace largo un viaje en coche. Les dejo. Les dejo irse, si quieren, pero no se van, quizá por miedo a causar mala impresión. Aguantan extrañados la tortura moviéndose en los asientos, consultando los móviles a hurtadillas, incapaces de desconectar todo ese tejido nervioso superpuesto que se han ido confeccionando. También yo sufro. Me entran tentaciones de gritarle a uno, de reñirle a la otra, de cortar la sesión de un modo abrupto y bronco. Pero debo aguantar. La película funciona como una purga y, al final, algunos me miran como animales heridos, con ojos de cómo has podido hacernos esto. Me resulta durísimo.
Les digo, entonces, un par de cosas sobre la importancia del silencio interior para poder mirar y entender. Pero seguramente les parece un razonamiento extraño y, en todo caso, muy abstracto. Así que hago la pregunta: “¿Cuántos monjes con barba había en el documental?”. Responden a coro que uno y empiezan a darse cuenta de que no han sabido mirar, porque siempre hay uno que ha mirado y les explica que aunque parecían de la misma edad e iban vestidos con los mismos hábitos, el sastre es un monje distinto del hortelano. Les pregunto cuántos monjes aparecen. Nadie lo sabe y dicen cifras extravagantes. Les pregunto qué tipo de calzado llevan. Y uno dice que chanclas, y otro que son sandalias, y otro que a veces también llevan botas, y otro que vio a uno con tenis (en realidad aparecen varios con tenis).
Pero no sé si terminan de darse cuenta de que, en realidad, no son capaces de contarme qué hacen aquellos hombres en la cartuja y por qué. Saben decirme si les gusta o si no. “Aprender a ver –decía Flannery O’Connor– es la base de todas las artes, a excepción de la música. Conozco a un buen número de escritores que pintan, no porque se les dé bien, sino porque les ayuda a escribir. Narrar consiste muy raramente en decir algo: consiste en mostrarlo”.