CRÍTICA DE SERIE. Filmin (1990) | Dirección: Joshua Brand y John Falsey | 6 temporadas.
Basta acariciar un par de episodios de Doctor en Alaska para querer mudarse a Cicely. Porque las andanzas tragicómicas del Dr. Fleischman —en ese pequeño pueblo donde uno puede toparse con un alce mientras pasea— resultan entrañables, divertidas y surrealistas. A pesar de retratar un universo remoto, es una serie más de paisanaje que de paisajes: una piloto aguerrida y quisquillosa, un joven nativo con alma de cineasta, un expresidiario que recita a Walt Whitman en la radio local o un antiguo astronauta que ansía convertir Cicely en la Riviera de Alaska. Una insólita y refrescante fusión de amor, humor, choques culturales, buen rollo comunitario y suaves dilemas vitales.
Ahí, en ese ecosistema gélido que descubre la humanidad entre lo cotidiano y lo insólito, en esa comarca donde la peña está obligada a ayudarse para sobrevivir y a quererse para que la maquinaria social permanezca engrasada, aterriza un médico judío neoyorquino, con sus palos de golf, su aire de superioridad moral y su estrés cosmopolita. Aunque el motor inicial de la serie sea el clásico mecanismo del pez-fuera-del-agua, Doctor en Alaska es grandiosa por su hondura dramática: los personajes peinan y despeinan sus almas con tanta naturalidad que, tras una temporada, uno siente que por ahí pulula su grupo de amigos de la infancia, esos con los que uno juega de memoria. Una sensación de familiaridad amable y bienintencionada que, décadas después, retomarían The West Wing por el flanco dramático y Parks and Recreation por el cómico. Historias con personajes a los que se les coge cariño y que tienen esa extraña virtud de hacernos querer ser mejores o, al menos, más felices.
Ahora que la fiebre de las series regala más cantidad que calidad, cuando es humanamente imposible seguir la pista de todo lo que estrenan la docena de plataformas que pelean por la audiencia, toca pararse y revisar clásicos. Así que matrícula de honor para Filmin por incorporar a su catálogo este mítico producto televisivo que ha envejecido de vicio; es la ventaja de haber apostado en su día por la inteligencia del espectador y la sensibilidad de su retina.
Con seis temporadas que solo renquean en su último tramo, Doctor en Alaska es una joya indiscutible de los años noventa, una de las series que apuntaló el boom posterior, proponiendo un relato capaz de imprimirle a la cultura popular televisiva una ambición narrativa y estilística poco usual entonces. Hay rupturas de la cuarta pared, relecturas de Cien años de soledad, episodios oníricos y, sobre todo, un puñado de personajes que logran el milagro de hacer creíble —y simpática y afectuosa— su humanista mirada del mundo: la de un entorno donde el tiempo parece haberse detenido… para que los espectadores queramos irnos a vivir eternamente a Cicely.