Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Pedro Sorela y dos grandes poderes

Texto: Joseluís González [Filg 82], profesor y escritor

Colombiano de nacimiento, escritor veraz, periodista veraz, profesor entero y verdadero de Redacción Periodística, Pedro Sorela (1951-2018) encarnó dos poderes que él atribuía al ser que lee: la imaginación —distinta de la fantasía y sus nubes— y la destreza de la abstracción. Propios de la libertad.


Me van a perdonar que les asalte. Con su permiso, les recomiendo dos libros que me han entusiasmado —una novela y un ensayo sobre cinco escritores— y he llevado semanas conmigo a casi todas partes: Quién crea la noche y Dibujando la tormenta. Además, por si hubiera por ahí una editora audaz o un hombre con instinto para redimir cautivos, les propondré que desembarquen muchos de los folios encallados en pedrosorela.com. Son sabios y radiantes. Poderosos. Son de Pedro Sorela.

De Bogotá, profesionalmente periodista, vocacionalmente narrador, original profesor de Redacción en la Complutense durante más de treinta años, Pedro Sorela (1951-2018) estaba en la primera orla de Ciencias de la Información de la Universidad de Navarra. En Pamplona vio escenificar o incluso dirigió sus primeras piezas teatrales y colaboró en esta revista. Con pulso para dibujar trazando líneas ligeras, redactor trece años de El País, y antes en Europa Press, columnista, lector sagaz, diáfano, la muerte trabajó rápida en él. Pero no va a poder derribar su talento.

Había llegado «con un poncho rojo, unos zapatos grandes, una voz de bronce y una risa estruendosa», recuerda su compañero de aulas Manuel Hidalgo. Y traza los ramajes de su genealogía: «Vinculado a una familia de viajeros y diplomáticos, hijo de un español y una colombiana, Sorela nació cosmopolita —aunque algo afrancesado—, persistiendo en el empeño a base de recorrer medio mundo y de reflejarlo en sus novelas y en sus cuentos». Libros y viajar, es cierto, van unidos perennemente en la obra y la singular mentalidad de Pedro Sorela, como el haz y el envés de una puerta. La entrada y la salida.

«Para el próximo día, escribís un texto que baile. Hasta el lunes». Lo cuenta uno de sus alumnos, Daniel Bastero, en la pantalla de El Español. «Y la semana siguiente, entre decenas y decenas de ejercicios que no decían nada, hechos en cinco minutos para cumplir el expediente, entre las “postalitas” (como las llamaba él) que relataban tópicas noches de verano en una discoteca o fiesta de pueblo, asomaba un ritmo, una estructura o una melodía. Un texto que bailaba muy lento o sudaba al paso de una taquicardia, aunque no supiese mover los pies. Alguien lo había logrado. Entonces comenzaba de verdad la clase, con un viaje, siempre a través de referencias a libros o escritores, periodos históricos, experiencias periodísticas o la rabiosa actualidad. Aunque “rabiosa actualidad” era una expresión prohibida en su aula». 

Demolía los clichés y las frases oxidadas. Era exigente. Aunque generoso. Original. El propio Sorela recapacita en un artículo sublime, «Felicidad y libros», «que, ante el encargo de escribir un texto sobre el dolor, buena parte de una clase de universitarios de 21 años llegase con redacciones sobre el dolor… de muelas, o de un brazo roto, o de embarazo». Sospechaba que, de pequeños, esos estudiantes no tuvieron suficientes dosis de aburrimiento.

Ponía en práctica, enseñaba, lo que corroboró en Saint-Exupéry: «No hay que aprender a escribir sino a ver». Y Pedro Sorela dibujaba para observar mejor. 

Otro alumno suyo tecleaba en Twitter, cuando conoció la repentina noticia de que su profesor acababa de fallecer: «Sabía de verdad que “El primer error que no debe cometer un lector es leer sin generosidad, o, si se prefiere, leer con mezquindad”. Otra mentira que quería echar bien lejos: que el hábito de la lectura solo se puede adquirir en la infancia».

Quién crea la noche, su mejor novela, obra póstuma, no es para lectores inapetentes sino para los curtidos, los que valoran los aguerridos personajes, hechos difíciles y frágiles, frases contundentes como diamantes, estructuras cómplices, corazones agrietados por el dolor y restaurados por la esperanza en alguien o en vete a saber qué. Por la novela —más bien cuentos engarzados— desfilan y se concatenan decenas ocurrentes de personajes. Sorela descreía de las gavetas de los géneros literarios: «Todo conjunto de cuentos es una forma de novela. Y al revés», decía. De lo mejor que he leído últimamente.

Las tormentas cambian el paisaje. En Dibujando la tormenta, Sorela desovilla las vidas de cinco autores esenciales que modificaron la manera en que se escribía hasta ellos y confirma al interpretarlos su agudeza de lector. Con sus palabras y su reflexión nueva crecen el genial Faulkner, Borges, Stendhal, el misterioso Shakespeare y el cada día más admirable Saint-Exupéry. Parecía imposible.