Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Toy Story 3: el adiós a la infancia

Texto Jorge Collar

El éxito planetario de la última película de Pixar reconcilia a crítica y público y la convierte ya en un clásico del cine.


Este tercer episodio, que con los dos precedentes pueden considerarse como una obra única, marca un hito en la evolución de la animación, como lo fue en 1937 Blancanieves, primer largometraje de dibujos animados con el que Walt Disney revolucionó el género. Toy Story era en 1995 la primera película íntegramente digital, y lo que parecía una audacia, quizá sin porvenir, se afianzó después con nuevas películas, cuyo éxito comercial y artístico multiplicaba los imitadores.
No es momento de volver sobre las complejas relaciones entre Pixar y Disney, pero sí conviene recordar que John Lasseter, figura emblemática de la firma de Emeryville, descubrió su vocación a la sombra de Walt Disney, por el que sentirá siempre una profunda admiración. Lasseter sigue siendo el director artístico de Pixar, pero también el responsable de Disney Animation Studio. Conviene destacar un detalle importante: la absorción de Pixar por Disney respeta rigurosamente la independencia artística de la marca. No se modifica la composición de un equipo que gana.
Pixar lanzó en 1995 una técnica nueva con la que se iniciaron las películas de animación digital, pero lo cierto es que la tecnología nunca ha sido la preocupación prioritaria del grupo. La perfección técnica, afinada de película en película, –los tres episodios de Toy Story lo prueban–, está al servicio de una historia, igual que ocurre con la novedad del cine en relieve. La historia –la creatividad de las ideas– ha sido siempre la obsesión de Pixar. Sus hombres trabajan en equipo y, según todos los testimonios, se ayudan mutuamente con una libertad y una confianza que elimina todo “ego” excesivo. La colaboración es perfecta entre los diferentes miembros del grupo: John Lasseter, Pete Docter, Brad Bird, Andrew Staton, Bob Peterson y Lee Unkrich, que asume ahora la dirección de Toy Story 3 después de haber sido co-guionista de los dos primeros episodios. En Toy Story se trataba de dar vida –acción y sentimientos– a un grupo de juguetes. Nacían así las aventuras de Woody, de Buzz y los demás, que atravesaban peripecias extraordinarias, siempre con la idea de que los juguetes existen gracias al amor de los niños que los utilizan.
Los nueve años transcurridos entre el segundo y el tercer episodio no han pasado en balde: Andy se prepara para abandonar la casa de sus padres e ir a la universidad. Este hecho, fundamental en la vida del joven, provoca la inquietud entre sus juguetes. Ellos solo tienen vida por el amor que Andy les tiene, de ahí que su angustia sea casi existencial. Desde la primera película, aparte de las aventuras diversas y divertidas, se hablaba de una historia de amor entre el niño y sus juguetes. Ahora se preguntan si serán enviados al desván o si la solución será más radical e irán al cubo de la basura. Andy se inclina por la primera opción, pero un error da lugar a una larga serie de divertidas peripecias que pasan por una guardería infantil y la amenaza de un incinerador de basura.
De vuelta a casa, Andy opta al fin por la solución más humana: regalar los juguetes a una niña que sin duda los amará y jugará con ellos tanto como él. En esta escena, capital de la película, Andy, al entregar los juguetes a la niña, hace el elogio de cada uno. Han sido unos juguetes muy queridos, y seguirán siéndolo, pero el espectador es testigo de un momento crucial en la vida de cada individuo: el adiós a la infancia que dejará flotando en el aire una emocionante nostalgia. En ese momento se comprende que el equipo de Pixar no solo está formado por  técnicos de calidad y cineastas geniales, sino también por seres humanos capaces de transformar sentimientos universales en obra de arte.


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