Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Centro de gravedad permanente

Texto: Blanca Basanta [Com 20]. Fotografía: Cedida

María José y Pep han vivido el covid-19 no solo como sanitarios, sino desde la experiencia de ver cómo su familia se derrumbaba. Han tenido que aprender a sostenerse mutuamente y, aunque no saben si esto habrá cambiado algo a la sociedad, han comprobado que en el sufrimiento sale reforzado el amor.


La vida no era tan sencilla aquella tarde de sábado. María José [Enf 91] se presentó con su dolor en forma de sonrisa valiente. Aunque llevaba puesta la mascarilla, se intuía por sus ojos. Era una de esas sonrisas con las que se dice «No tengo nada que ofrecer, pero estoy aquí», porque ella es de esa clase de personas que todo lo hacen para darse a los demás. Como cuando en marzo empezaron a llegar pacientes con síntomas respiratorios al centro de salud donde trabaja y se acercó a aquel hombre, confuso y con miedo por si tenía el covid. María José se sentó a su lado y le sostuvo las manos. «Mírame a los ojos —le dijo—. Yo me quedo contigo hasta que venga una ambulancia para llevarte al hospital». 

A María José la acompañaba su marido, Pep. Se conocen desde los quince. Terminaron la carrera, se casaron y se fueron cinco años a la Amazonía para mejorar las condiciones sanitarias de veintiuna comunidades indígenas. La historia de uno es la historia del otro. El dolor de María José estos días también es el de su marido. Él es médico y ella enfermera. Los dos viven con la misma firme vocación de servicio con la que iniciaron sus estudios en la Universidad. Estar con ellos es como presenciar un partido de tenis amistoso donde los puntos suben al mismo lado del marcador. 

Aquel sábado, Pep hablaba cuando María José buscaba en su mirada las palabras para seguir. El 15 de marzo ella empezó a tener tos, aunque el test que le hicieron dio negativo. Atendía a los pacientes, desinfectaba las zonas de trabajo, llegaba tarde a casa y aún se pregunta si podía haber hecho algo más. Su hija María [Med 13] regresó de Colombia, donde trabajaba en un proyecto de cooperación, para incorporarse a un hospital navarro. Le dijo a su madre: «Recuerda que por edad eres grupo de riesgo». Pero María José, olvidando su propio miedo, no dejaba de ir hasta las casas de sus pacientes para asistirles desde el umbral de la puerta. 

Su hijo Toni [Med 11] volvió de Londres para ocuparse de su abuelo afectado por covid-19. Había mostrado síntomas a mediados de marzo, le pusieron oxígeno domiciliario y estuvo cinco días con cuidados paliativos y tratamiento. No lo ingresaron en ningún hospital. Durante esos días sí que hospitalizaron a la madre de María José, también por coronavirus. Además, el 27 de marzo falleció una tía de ella, y una hermana suya también se contagió y estuvo en el hospital. En casa, a diario, Pep auscultaba a María José, le medía la temperatura y ella tomaba paracetamol. A finales de mes el malestar se acentuó, aparecieron la fiebre y la insuficiencia respiratoria. El 2 de abril tuvo que ir a urgencias ella. «Vi cómo la vida pasaba como una película delante de mis ojos», evoca. El 5 de abril falleció su padre. A los doce días a ella le dieron el alta y llegó el verdadero dolor, el que se carga en el corazón. 

Aquel sábado los ojos de María José permanecieron largo tiempo en alguna otra parte, con sus recuerdos aún sin reposar, porque al volver a casa la vida se había derrumbado sin previo aviso. Le hieren las despedidas que no hubo: «No estoy enfadada con el mundo, pero no sé si mi historia va a sumar o a quitar algo a lo que ha sucedido».