Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

La Clínica en el cielo

Texto: Victoria De Julián [Fia Com 21]. Fotografía: Manuel Castells [Com 87]  

Don Ángel Roitegui se encerró en la Clínica durante los cuarenta días de colapso para atender a los enfermos de coronavirus las veinticuatro horas. Con sus manos curtidas y delicadas —de mecánico y sacerdote— ungió, bendijo, arropó a los pacientes que, solos, sufrían la enfermedad.


En los despachos de capellanía de la Clínica Universidad de Navarra hay una agenda llena de nombres. En los días más duros de la pandemia, los de Semana Santa, hay más. Nombres y apellidos. A la derecha, el número de habitación. Y a la izquierda, unas siglas que indican si ese día murió o recibió la unción de los enfermos. Don Ángel Roitegui acaricia las páginas. 

Todo el mes de abril y parte de mayo se quedó a vivir en el hospital con don Claudio, capellán de la Clínica. Dormían en la cuarta planta con un teléfono y un busca en la mesilla por si había que dar una unción de urgencia. Las enfermeras estaban al quite. Una noche, a las dos de la mañana, las auxiliares avisaron a don Ángel de un fallecimiento en la zona covid para que fuese a rezar el responso. No había familiares. Después de estas visitas nocturnas, don Ángel conseguía dormir tranquilo. 

A don Ángel le gusta correr. Ha subido montañas y disfrutado en maratones. Ahora, con sesenta y ocho años, padece artrosis y solo recorre los pasillos de la Clínica. Después de la misa de la mañana, se prepara para la carrera. La comunión para Antonio antes de que le operen, escapularios para llevar a la uci y estampas de Eduardo Ortiz de Landázuri para repartir. La mascarilla, el gorro y las gafas encima de sus gafas habituales. Guantes. Otro par de guantes encima de los guantes. Bolsas de plástico en los pies. La bata de tela plastificada. Y el gel alcohólico.  Toc, toc. ¡Qué alegría su visita! Toc, toc. ¿Me estoy muriendo? ¡No! Solo vengo a saludarle, por si necesita algo... Toc, toc. ¡Quiero confesarme! ¿Sin anestesia?

Don Ángel también decora habitaciones. Por algo dice don Claudio que, de los dos, «don Ángel es el bueno». Después de cartografiar a los pacientes, don Ángel imprime mapas y fotos ad hoc. A Damián le empapeló el cuarto con fotos de Guayaquil. Es un niño de once años de Ecuador que le recuerda a Michael Jordan. Sufre leucemia y en mayo recibió un trasplante de médula de su madre. Van a celebrar su bautizo en la Clínica. 

Las manos de don Ángel son pequeñas. Y aunque están curtidas porque trabajó como mecánico, sostienen con delicadeza a muchos enfermos. «Son almas», me corrige. «Detrás de cada persona hay un hijo de Dios». Por eso no solo habla con ellos. Los escucha, los confiesa, los unge y les ayuda a «dar el salto definitivo» para «recibir una visita muy especial de Jesús».

Don Ángel predica confiado que «estamos de paso», pero sabe que cuesta más aceptar determinadas muertes. Cuando tenía cuarenta años, poco después de ordenarse sacerdote, ofició el funeral de su padre. Su madre vivía entonces en su Vitoria natal y él era capellán en un colegio de Bilbao. Los martes conducía por la noche a Vitoria para cenar con ella y volverse temprano a Bilbao al día siguiente. Hace ya más de diez años del fallecimiento de su madre, pero aprieta el puño y se duele asombrado al recordarlo: «Todo se revoluciona por dentro. Algo se muere». 

El día 26 de cada mes envía un whatsapp a una familia de Zaragoza, las hijas de Pilar, una mujer que murió en la Clínica un 26 de junio. Ahora dice que sufre por Marta, una chica de veintisiete años que está en oncología. «Hoy he hablado con la madre, por si quisiera algún sacramento». Cuenta que, gracias a Dios, convierte su sufrimiento en oración. En el bloc de notas de su móvil tiene una página que se llama «La Clínica en el cielo». Dentro hay muchos nombres y apellidos. «Son los que he ayudado a morir. No están todos. Rezo por ellos, los recuerdo. Todos nos ayudan desde el cielo».

 

Nota: Aunque los pacientes de este texto son reales, sus nombres son ficticios.