El clásico de Dickens ha sido mil veces reimaginado, incluso por los teleñecos, porque contiene una verdad profunda: que, en Navidad, lo mágico —lo extraño, lo inusual, lo improbable— está a punto de suceder, si nos dejamos. Incluso el milagro más raro: que un viejo corazón cambie. En estas fechas es hermoso volver a estas historias para educar nuestra imaginación, porque la realidad se manifiesta con frecuencia de acuerdo a lo que esperamos de ella.

La Navidad es el reino de la infancia: la ternura con que besábamos al Niño Jesús, los recuerdos de la familia reunida, los disfraces de pastores, los concursos de villancicos, los cuentos y películas navideñas, la espera ansiosa de los Reyes… Es como si todas las Navidades fueran una invitación a revivir la magia que nos parecía tan real entonces. Esas venerables costumbres navideñas que se renuevan cada año son como un portal que se abre para que entremos otra vez en el reino donde todo parece posible. 

Las tradiciones no miran solamente hacia atrás. En ellas late la esperanza de crear un puente entre pasado y futuro, y por eso cada año ofrece una oportunidad de establecer una nueva, rescatar una olvidada o renovar una antigua con otras formas que la mantengan viva. Pensé en esto el año pasado al ver el musical The Muppet Christmas Carol (1992), en el que Michael Caine hace un papel brillante como Ebenezer Scrooge. Cuando aceptó el rol, prometió que lo interpretaría como si estuviera trabajando con la Royal Shakespeare Company y los teleñecos no fueran títeres sino sus pares. El resultado es un largometraje divertido y conmovedor, quizá —como muchos defienden— la mejor adaptación cinematográfica del clásico navideño de Charles Dickens. Sin necesidad de seguir el texto al pie de la letra, su fidelidad es la de una obra de arte que realza con creatividad lo que ya estaba en la historia. En este sentido, las canciones son un acierto singular: a propósito del frío y la oscuridad que rodean a Scrooge, se dice que «no hay nada en la naturaleza que congele el corazón como años de estar solo» y también está esa bellísima canción, suprimida de la versión cinematográfica, en la que vemos a un joven Scrooge alejarse de Belle, su novia de entonces, y al viejo Scrooge romper en llanto tras cantar a dueto el final de la balada: «Casi un cuento de hadas vivimos ya los dos… mas llegó el tiempo de decir adiós». La película de los Muppets es una muestra de cómo una buena adaptación logra conservar y continuar una tradición dándole nuevas formas sin traicionar su alma. Descubrir la película supuso, para mí, un nuevo deslumbramiento con el libro, y estas Navidades he vuelto a ambos con el mismo entusiasmo, continuando lo que empieza a adquirir el cariz de una costumbre navideña. 

SOLO QUIEN CREE DE CORAZÓN PUEDE VER LA ASOMBROSA REALIDAD QUE SE LE ESCAPA AL INCRÉDULO. LA REALIDAD SE MANIFIESTA CON FRECUENCIA DE ACUERDO A LO QUE ESPERAMOS ENCONTRAR EN ELLA.

La historia es casi tan conocida como la misma Navidad: la conversión rotunda de un «viejo pecador agarrado, aprovechado, ahorrativo, cicatero y codicioso», que, gracias a la intervención de los fantasmas del pasado, del presente y del futuro, pasa de ser «duro y afilado como un pedernal del que jamás acero alguno había extraído un generoso fuego; reservado, hermético y solitario como una ostra» a ser un hombre magnánimo, jovial y hasta cariñoso con los que antes había despreciado. Los espíritus le levantan el espíritu e interpelan indirectamente al nuestro. Un cambio tan radical parece imposible… ¿Pero no es la Navidad el tiempo de creer en lo imposible, en la magia, en los milagros? Son muchas las historias infantiles —como Peter Pan o El Expreso Polar— que hablan de la fe y la confianza como un modo de percepción, pues solo quien cree de corazón puede ver la asombrosa realidad que se le escapa al incrédulo. La realidad se manifiesta con frecuencia de acuerdo a lo que esperamos encontrar en ella. Este es un principio neurálgico en la vida espiritual. Aquellas historias que nos hemos creído forjan nuestra imaginación y, con ella, nuestra percepción del mundo, de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser. Incluso la capacidad de ver el hilo argumental en nuestra propia vida se afina con las historias que escuchamos. Sin ellas, la imaginación se empobrece y el ámbito de lo posible se ve reducido al de la propia experiencia, que suele anclarnos en el momento presente. Si bien Cristo es el único que salva, necesitamos historias que nos recuerden la salvación, grandes conversiones que nos inspiren y nos hieran con un deseo más hondo de santidad. Como dicen los primeros versos de un poema de Juan Ramón Trotter (de su novísimo poemario, Reino de estrellas):

Necesitamos libros que nos salven:
una comedia que nos lleve al Cielo,
un cuento navideño de fantasmas
que nos enseñen a querer ser buenos.

Dickens nos avisa de que el suyo no es solo un cuento de Navidad, sino una canción (A Christmas Carol), no compuesta de capítulos sino de estrofas. Eleva así el texto al plano de la música y la poesía, a donde pertenecen también las grandes gestas. Toda vida humana es una historia épica, con dragones por vencer, montes que escalar y princesas a las que rescatar, pero es casi siempre una épica que se lucha muy dentro del corazón. La conversión de Scrooge tiene algo de viaje de aventuras a través del tiempo, pero es, sobre todo, un viaje interior difícil de narrar porque ¿quién puede describir lo que sucede en el corazón de un hombre? De ahí que todo parezca tan radical y repentino. La magia —aquello que acontece en silencio, como inexplicable— es donde está la gracia, la salvación. Tampoco Paul Claudel puede explicar de un modo adecuado qué sucedió el 25 de diciembre de 1886, después de asistir, casi por capricho, a los oficios de Navidad y a las Vísperas en Notre Dame, cuando experimentó «el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable» y pasó en un instante de ser ateo a creyente: «Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla». A falta de una narración convincente, lo mejor que escribió Claudel al respecto fue un bellísimo poema, titulado con la fecha de su conversión, que comienza con un caballeresco guiño a Nuestra Señora: «Al fin y al cabo, señora, fue usted quien tuvo la iniciativa» (C’est tout de même vous, Madame, qui avez eu l’initiative). Como dice otro célebre libro infantil: «Lo esencial es invisible a los ojos».

Ilustración: Constanza Rosell

Canción de Navidad es un buen relato para los que ya hace mucho hemos dejado la infancia y hemos visto cómo las ilusiones de entonces empiezan a parecer meras ilusiones —qué curioso el doble sentido de la palabra ilusión, engaño o esperanza, del que escribió Julián Marías en su Breve tratado de la ilusión— cómo los bellos ideales que la Navidad nos invita a recuperar han comenzado a resquebrajarse y a parecer ficciones más inquietantes que reconfortantes. Nos vemos con los años un poco más mezquinos, reconocemos nuestros rasgos en Scrooge y comprendemos lo que le dice el fantasma de su antiguo socio cuando aparece cargado de cadenas: «Arrastro la cadena que en vida me forjé. Yo la hice, eslabón a eslabón, yarda a yarda». Para nosotros, la llamada de la Navidad a tener un corazón de niño es ante todo una invitación a la esperanza, a desterrar el pensamiento de que ya es demasiado tarde para romper las cadenas a las que nos hemos ido acostumbrando. Las peticiones contenidas en las antífonas de la O durante el Adviento nos recuerdan que ese niño indefenso, envuelto en pañales, es quien tiene en su poder la liberación de todos los cautivos, los que viven en tinieblas y en la sombra de la muerte.

HASTA LAS VERSIONES MÁS COMERCIALES DE LA NAVIDAD NOS INVITAN A CREER EN LA MAGIA DE ESTA ÉPOCA. SE OYE ALLÍ, DEBAJO DE TODO EL RUIDO, LA SEÑAL DE UN SUSURRO DIVINO. LO MÁGICO ES LO INUSUAL E INEXPLICABLE.

Hasta las versiones más comerciales de la Navidad nos invitan a creer en la magia de esta época. Se oye allí, debajo de todo el ruido, la señal de un susurro divino. Lo mágico es lo inusual e inexplicable. Es mágico aquello que sucede cuando las leyes de la naturaleza se ven subvertidas, cuando parece romperse la conexión necesaria entre causa y efecto y sucede aquello que no cabía siquiera esperar. Lo imposible de la transformación de Scrooge es precisamente de lo que trata la historia. Se habla de la magia de la Navidad, y los cristianos sabemos que la magia es una imagen de la gracia, y que por eso los buenos cuentos de hadas son todos verdaderos. Lo divino irrumpe en el trasijo de las cosas humanas y nos recuerda que la lógica de lo humano no es la que determina todo lo que es posible. Que hasta un hombre vil como Scrooge puede exclamar, aun antes de que el fantasma del futuro comience su lección: «¡Tengo la esperanza de vivir para convertirme en una persona muy distinta de la que he sido!». Es una pregunta que nos vendría bien hacernos: «¿Tengo la esperanza de que puedo convertirme?».

Canción de Navidad nos viene a recordar la misma idea que el poeta Czesław Miłosz decía haber aprendido de su amiga filósofa Jeanne Hersch: «Que no podemos dejar que nuestras vidas sucumban al desaliento a causa de nuestros errores y pecados, ya que el pasado no está cerrado para siempre y recibe el sentido que le dan nuestras acciones futuras». Scrooge se da cuenta de que el tiempo no es solo un río que pasa inexorable, sino un espacio abierto que se puede habitar y llenar de densidad. Cada una de las acciones presentes siembra semillas para el futuro y reescribe el pasado, para bien o para mal. La esperanza no es la mirada piadosa hacia un futuro incierto, una vaga sensación de que nos llegará un día algo equivalente a los tres espíritus que definitivamente nos sacudirán como a Scrooge en lo más hondo. La piedra de fuego para probar la autenticidad de la esperanza es la finura con la que atendemos a los gestos pequeños, confiando en que nada es irrelevante en las gestas del alma. Como dice C. S. Lewis, «tanto el bien como el mal aumentan a interés compuesto… La más pequeña de nuestras buenas acciones de hoy es la conquista de un punto estratégico desde el cual, meses más tarde, podremos avanzar hacia victorias que jamás habríamos soñado».

SE HABLA DE LA MAGIA DE LA NAVIDAD, Y LOS CRISTIANOS SABEMOS QUE LA MAGIA ES UNA IMAGEN DE LA GRACIA, Y QUE POR ESO LOS BUENOS CUENTOS DE HADAS SON TODOS VERDADEROS.

Cuando el espíritu de las Navidades futuras conduce a Scrooge a la casa de Bob Cratchit, su empleado, lo primero que oye es una frase que lee en voz alta uno de los hijos: «Y acercó a un niño y lo puso en medio de ellos…». Scrooge no parece reconocerla y le inquieta que no continúe leyendo. Es la única cita bíblica que aparece en la historia de Dickens y es una pena que se omita en la película, quizá porque parece intranscendente en el conjunto de lo que la escena quiere transmitir: el sufrimiento de la familia por la muerte de un hijo, Tiny Tim. Y, sin embargo, lo que parece una referencia fortuita es, en realidad, una clave de toda la historia. Dickens deja que el lector complete la frase: «Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: “El que recibe en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí sino al que me ha enviado”». Ya en su visita anterior a los Cratchit, en las Navidades presentes, Scrooge le había preguntado al espíritu, «con un interés que nunca antes había sentido», —los primeros latidos de un nuevo corazón— si Tiny Tim moriría pronto y, al final, cuando su transformación cambia el curso de la historia, se nos dice que Scrooge se convirtió en un segundo padre para él: recibió al niño y, con él, al Niño que celebramos en Navidad. 

Mi deseo en estas Navidades —además de ver o leer Canción de Navidad en familia— es que acerquemos al Niño, lo situemos en medio de nuestros seres queridos y sepamos decirle, con sinceridad: «¡En ti pongo la esperanza de vivir para convertirme en una persona según tu corazón!». ¡Feliz Navidad a todos los lectores de Nuestro Tiempo! Y, como observó Tiny Tim: «¡Que Dios nos bendiga a todos, a cada uno de nosotros!»

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