Kissinger, sumo sacerdote del Estado

22 de diciembre de 2023 5 minutos

Santiago de Navascués Biografía

Santiago de Navascués es profesor de Historia Contemporánea en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, donde se graduó en Historia en 2016.


Murió Henry Kissinger con cien años, y muchos lamentaron que no hubiera durado más. José María Aznar afirmó lúgubremente que vivimos en «un mundo cada vez más peligroso», necesitado de un gran estratega para solucionar los «casos de urgencia». El panorama, en efecto, no parece alentador: los conflictos globales se extienden desde Ucrania hasta Gaza, mientras que las masacres en regiones de Armenia, Yemen o el Sahel se agravan día a día.

La pregunta pertinente es: ¿Tuvo Kissinger un impacto positivo en la diplomacia? Dicho de forma más clara: ¿Por qué deberíamos dolernos de su desaparición? Al margen de las (muy necesarias) consideraciones morales sobre el proceder del asesor diplomático, ¿cuál es el saldo del realismo político como modelo de las relaciones internacionales en los últimos cincuenta años? Un vistazo a la historia ilumina algunas pistas.

Kissinger fue el gran defensor de la realpolitik: una política pragmática que permitiera salir airoso a los Estados Unidos del trágico enredo de Vietnam y devolviera al país el aliento después de un conflicto cada vez más difícil de justificar. Contra el moralismo con que habían actuado los Gobiernos anteriores, decidió que la estrategia para estabilizar las relaciones internacionales consistiría en generar un nuevo equilibrio de poderes. En su tesis doctoral en la Universidad de Harvard, imaginó un nuevo orden mundial a semejanza del Congreso de Viena: para reprimir las revoluciones nacionales se volvía necesario concertar un pacto entre las grandes potencias, ya fueran monarquías o repúblicas. 

Aplicado al tablero geopolítico de finales del siglo XX, la lección estaba clara: no valía la pena desencadenar una guerra nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética por la península de Corea o la isla de Cuba. Había que proclamar el «fin de las ideologías» e iniciar una política realistaKissinger afirmaba con sinceridad que «Estados Unidos no tiene amigos, sino intereses». Comenzaba la época de la relación cordial con China y la distensión con los soviéticos. Según los cálculos del poder en Washington, estrechar la mano del gigante asiático proporcionaba una ventaja competitiva contra la Unión Soviética. La caída del muro de Berlín confirmaría este diagnóstico: la creación de un mundo multipolar había permitido la libre competencia de opciones políticas, y los países bajo el yugo soviético habían tomado la vía de la libertad

Pero los éxitos más sonados de Kissinger fueron el reconocimiento internacional de China y la distensión de los conflictos en Oriente Medio con la política del linkage —la idea de que todo proceso diplomático debe estar respaldado por un refuerzo militar correspondiente—. Las dos políticas dieron resultados contradictorios. 

Por una parte, con el reconocimiento de China, Estados Unidos tuvo una baza en la lucha contra el comunismo soviético, pero al mismo tiempo sentó las bases de la creación de una superpotencia económica que no renegó de sus principios autoritarios. Hoy en día, China disputa la hegemonía mundial a través de una política de expansión económica, al tiempo que prepara el terreno para la invasión de Taiwán. 

Por otra, la idea de fomentar la distensión por el equilibrio de poder de las diferentes regiones propició la aparición de agentes desestabilizadores por todo el planeta: desde la Camboya comunista en el Sudeste Asiático hasta el islamismo revolucionario de Irán en Oriente Medio. Estos dos ejemplos nos ayudan a entender cómo se aplicó la política del linkage: para firmar una paz honrosa con Vietnam, Kissinger decidió bombardear sin tregua a la neutral Camboya, con lo que no solo no obtuvo la paz esperada con Hanoi, sino que facilitó la revolución de los jemeres rojos. En Oriente Medio, la administración de Nixon decidió reforzar militarmente al régimen autocrático del Sha para convertir a Irán en una superpotencia regional, lo que preparó el terreno para las protestas multitudinarias de la revolución islámica. La coyuntura se volvería en su contra unos años después. Lo cierto es que Kissinger no tenía enemigos, sino víctimas.

Abandonada la senda de la hostilidad nuclear y proclamada la doctrina del realismo político, ¿vivimos en un planeta más seguro? Pocas cosas parecen haber cambiado: Estados Unidos sigue defendiendo los intereses del llamado «mundo libre» con celo casi religioso. Ningún Gobierno reciente ha dejado del todo su rol como policía del mundo: Reagan financió a los muyahidines en Afganistán, invadió la isla de Nueva Granada y financió a los Contras de Nicaragua con la venta encubierta de armas a Irán; Bush padre arrasó por primera vez Irak; Junior hizo lo propio una década más tarde en la «guerra contra el terror»; Clinton intervino en BosniaSomalia e Irak; después de recibir el Nobel de la Paz, el Gobierno de Obama lanzó varias toneladas de misiles en LibiaAfganistánPakistánSiriaIrak y Yemen.

No parece arriesgado afirmar que los grandes diseños estratégicos de Kissinger palidecen en comparación con la realidad. Al mal llamado «idealismo» americano lo ha sustituido el también impreciso «realismo» político: lo que antes podía justificarse por causas morales ahora se explica por el interés nacional, la razón de Estado. También aquí es interesante notar que, en los últimos años, Kissinger presentó los méritos del idealismo del gobierno Reagan como propios, en una suerte de continuidad con sus políticas realistas en la década anterior. Poco le importó al camaleónico profesor de Harvard que las directrices de la era Reagan (aumento en gasto militar, la Iniciativa de Defensa Estratégica, misiles Pershing en Europa, un exaltado discurso anticomunista) fueran diametralmente opuestas a las del presidente Nixon (distensión, esferas de influencia y equilibrio de poder).

En su libro Diplomacia (1994), Kissinger aseguraba que los intelectuales analizan el funcionamiento de los sistemas internacionales mientras que los estadistas los construyen. Superando la miopía ideológica, deberíamos estudiar el papel de los asesores de Seguridad Nacional bajo otra óptica: fueron ellos, como tantos otros intelectuales, quienes proporcionaron una base racional para las decisiones adoptadas por razones políticas oportunistas. Los intelectuales-estadistas no solo examinan las decisiones, sino que también las validan y les dan carta de realidad

Al igual que los antiguos imperios buscaron la alianza entre el trono y el altar, los Estados modernos dependen de la sinergia entre el Gobierno y las corporaciones del complejo militar-industrial, en la que académicos y economistas al estilo de Kissinger actúan de sumos sacerdotes del Estado. En este sentido, la realpolitik podría verse como una garantía del omnímodo poder estatal, un tímido reflejo de la práctica de la diplomacia internacional. Para la sociedad, una causa justa; para los intelectuales, un espejismo. Así, cabe describir la influencia de Kissinger en las relaciones internacionales siguiendo el principio del Gatopardotodo tiene que cambiar para que nada cambie.


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