Educar para la grandeza. Breve manual de jardinería
¿Puede la educación universitaria ayudar a comprender el trabajo profesional como vocación? ¿Es posible hacerlo dentro de la lógica mercantilista que impregna el ámbito laboral? La principal misión de los educadores es ayudar a crecer, cultivar el florecimiento personal; ofrecer una formación que vaya más allá de las meras competencias profesionales para trazar en el alma los rasgos de una vida lograda.
¿Puede la educación universitaria ayudar a comprender el trabajo profesional como vocación? ¿Es posible hacerlo dentro de la lógica mercantilista que impregna el ámbito laboral? La principal misión de los educadores es ayudar a crecer, cultivar el florecimiento personal; ofrecer una formación que vaya más allá de las meras competencias profesionales para trazar en el alma los rasgos de una vida lograda.
Decía George Steiner que la de profesor es una «vocación absoluta». No se trata de un trabajo más, en el que se cumplen unas tareas o se ofrecen ciertos servicios, sino que implica a la persona entera. Es una manera de vivir centrada en el estudio y el saber, con la finalidad de aprender y enseñar. El profesor es alguien que, como explica Zena Hitz en Pensativos, ha descubierto en el aprendizaje un fin en sí mismo, una actividad a la que dedicar la vida entera, capaz de dar sentido a su existencia.
También se dice que es una vocación absoluta porque, en cierto modo, está a la altura del ministerio religioso. Durante unas horas al día los alumnos prestan sus almas a los profesores para que las cuiden e iluminen o, como decía Rafael Alvira en referencia a Platón, para que «escriban» en ellas. Por eso, la docencia requiere, con frecuencia, ir más allá de lo estrictamente exigible y, sobre todo, implicación personal.
Junto con la docencia y la investigación, la tercera misión esencial de la Universidad es formar personas. Esta idea, que aún suena extraña en el ámbito hispánico, puede defenderse recurriendo tanto a la tradición anglosajona de la educación liberal como a la tradición alemana de la Bildung. Más cerca de nosotros, Ortegaya afirmó en su Misión de la Universidad que la transmisión de la cultura es una de las finalidades de la educación superior. El resultado habría de ser una formación que permita a los jóvenes orientarse en la existencia.
Pero, aunque se aceptara que contribuir a la formación personal de los estudiantes es una misión propia de la Universidad, quedaría por resolver la cuestión de si los docentes están capacitados para desempeñarla y, en general, si es posible aprender a formar personas.
¿QUÉ ES UN BUEN PROFESIONAL?
Decir que los alumnos pueden «crecer» en la universidad es probable que suene extraño. En sentido literal, cuando los estudiantes llegan a las aulas ya no crecen mucho. El estirón lo han pegado unos años antes. Y, desde un prisma vital, se considera que los educadores contribuyen a la maduración personal solo en los ciclos de primaria y secundaria. La universitaria sería una etapa educativa con otra finalidad: la cualificación profesional.
Esta mentalidad de educación profesionalizante ha facilitado que la perspectiva del mundo empresarial haya colonizado la Universidad a todos los niveles: gestión, investigación y docencia. El problema es que la lógica económica sigue las leyes del mercado: oferta y demanda, coste y beneficio, calidad y eficiencia. De modo que las relaciones se basan principalmente en el interés, el rendimiento y la utilidad. En cambio, es necesario defender —siguiendo una distinción del filósofo Alejandro Llano— que la dinámica propia de la relación educativa es la de la fecundidad.
En vez de crecer, el término más preciso para enunciar lo que aquí se quiere explicar es florecer, pero aún no se ha hecho común en nuestro idioma. Florecer es la traducción literal del inglés flourishing. En su sentido ético se corresponde con la noción aristotélica de eudaimonia y equivaldría a felicidad o vida lograda. Por eso florecer no se reduce al bienestar subjetivo de la persona, como han recordadoConcepción Naval y Aurora Bernal, investigadoras de la Universidad de Navarra y referentes en español en la educación del carácter.
En los últimos años, se abre paso poco a poco la idea de que procurar el florecimiento de los estudiantes es una de las tareas de la Universidad. Y no solo en los centros con ideario religioso, donde parece natural el interés por el «cuidado del alma» (en su acepción más amplia, de atención integral a la persona). En La educación del carácter en las universidades. Un documento marco para el florecimiento, elaborado por el Jubilee Centre for Character and Virtues y The Oxford Character Project, se sostiene que, «cuando se considera el valor de la educación superior, el incremento de la capacidad de ingresos y la contribución económica son solamente medidas parciales. El valor de una educación universitaria se comprueba en la vida de los graduados universitarios: en su florecimiento personal y su contribución al bien de la sociedad en su conjunto. Se manifiesta no solo en lo que los estudiantes hacen sino en quiénes se convierten o llegan a ser». El documento está dirigido, en primer lugar, a los centros educativos del Reino Unido, donde las tasas académicas son muy altas y la pregunta por el valor de la educación resulta imperiosa.
Según ha recordado Edward Brooks, director del Oxford Character Project, en estas mismas páginas, la gran mayoría de universidades incluyen entre sus valores —los que aparecen en la sección sobre la «Misión» de las webs institucionales— la aspiración a mejorar la vida de las sociedades, así como a formar estudiantes comprometidos con el bien común, incansables buscadores de la verdad y personas íntegras. En actos académicos solemnes, como las aperturas de curso o las graduaciones, los discursos suelen estar colmados de este tipo de ideas.
Sin embargo, ¿por qué a veces esas declaraciones parecen quedar tan lejos de la realidad universitaria? No por hipocresía ni por desinterés. Hay una explicación más sencilla. En nuestro país, y en los de nuestro entorno, tenemos un modelo profesionalizante de Universidad, heredado en buena medida de la tradición francesa o napoleónica, donde el objetivo era formar especialistas capaces de cubrir las necesidades de la sociedad. De hecho, nos parece que las universidades están precisamente para eso. Al menos, es lo que dirían la mayoría de jóvenes que acuden a las aulas, y sus familias.
No obstante, en una encuesta realizada hace pocos años a estudiantes de la Universidad de Valencia se les preguntó si consideraban que en las clases debían tratarse temas éticos y existenciales. La sorpresa fue que la mayoría respondió afirmativamente, mientras que todo indica que los profesores opinan que asuntos de esa naturaleza pertenecen a la esfera privada de la persona y, por tanto, deben quedar fuera del campus.
EL VALOR DE UNA EDUCACIÓN UNIVERSITARIA SE COMPRUEBA EN LA VIDA DE LOS GRADUADOS UNIVERSITARIOS: EN SU FLORECIMIENTO PERSONAL Y SU CONTRIBUCIÓN AL BIEN DE LA SOCIEDAD EN SU CONJUNTO
Parece que son los profesores y los responsables educativos quienes no están convencidos de aquello que los jóvenes ven tan claramente. De todos modos, hay una vía de avance. Cambiar nuestro modelo universitario centrado en la preparación laboral por uno más flexible (como el anglosajón, por ejemplo) es tarea prácticamente imposible porque ese paradigma se encuentra enraizado en la cultura, en el modo en que se accede al mercado laboral y, no menos importante, en las leyes estatales que regulan la vida académica. Sin embargo, si profundizáramos en qué significa preparar buenos profesionales, podría ampliarse la misión de la Universidad para incluir el florecimiento personal. Eso cabría concluir del siguiente argumento, en cuatro pasos.
El primero es aceptar —porque de hecho es así— que la docencia en nuestras universidades tiene como fin principal cualificar para el ejercicio de una profesión. El segundo consiste en reflexionar —aquí está el truco de los filósofos— sobre qué significa cualificar profesionalmente, es decir, ayudar a que alguien se convierta en un empleado competente. El tercer paso lleva a reconocer que para ser un buen médico, abogado o profesor no solo se requieren conocimientos y competencias técnicas, sino también cualidades intelectuales y éticas: desde la honestidad y el interés por la verdad hasta la paciencia, el sentido de la justicia o la empatía. En el cuarto paso se concluye que la cualificación laboral es un concepto más amplio de lo que suele pensarse.
Desde esta perspectiva, defender que las universidades tienen como misión formar personas, según decía al comienzo, no es simplemente algo noble, pero añadido a sus tareas propias, como un extra o un servicio premium. Si se acepta que la tarea de las universidades es preparar profesionales —en el sentido más amplio y honorable del término—, habrá que preguntarse de qué manera se contribuye al florecimiento personal —o sea, intelectual y ético— de los jóvenes.
SENTIDO VOCACIONAL DE LA PROFESIÓN
En su bello ensayo narrativo Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg ofrece, en pocos trazos, casi un tratado sobre la educación. La escritora italiana se refiere en concreto a la relación entre padres e hijos, pero, salvando las distancias, lo que dice es aplicable a la relación entre profesores y estudiantes. Siguiendo sus intuiciones, se pueden formular cuatro tesis.
En primer lugar, el crecimiento de la persona depende de que reciba el adecuado cultivo —o cuidado—, como sucede con las plantas. En segundo término, lo decisivo, por ello, es la tierra —el contexto—, que requiere espacio suficiente, estar bien aireada. En tercer lugar, el crecimiento no depende en exclusiva del jardinero, padre o educador, pues hay numerosos elementos que no están en sus manos. Además, en el caso de las personas, un factor decisivo siempre es la libertad. Por eso, y esta es una idea crucial, ellos nunca son del todo responsables del resultado. Si se habla de educación del carácter en la universidad, como se puede y se debe hacer, es preciso reconocer que a los educadores solo cabe atribuirles una responsabilidad indirecta sobre el tipo de personas en que se convierten los estudiantes. Por último, el centro de la tarea educativa lo ocupa la vocación, en todas sus acepciones: profesional, social y religiosa.
Ginzburg define la vocación de esta manera: «La única verdadera salud y riqueza del hombre es una vocación», la cual concreta en «una pasión ardiente y exclusiva por algo que no tenga nada que ver con el dinero, la conciencia de poder hacer algo mejor que los demás, y amar este algo por encima de todo». La contraposición entre vocación y dinero resulta significativa. No se trata, como es lógico, de despreciar los
recursos necesarios para vivir. Es legítimo entender la profesión ante todo como un trabajo por el que se recibe un salario: se cumplen unas obligaciones y se percibe la correspondiente remuneración. Pero es distinto cuando el fin por el que se realiza no es en primer lugar económico. Entonces el oficio puede ser, además, una vocación que despierta en la persona una pasión ardiente.
Por desgracia, los estudiantes universitarios piensan con frecuencia en su futuro en términos de éxito, rendimiento económico y posición. Es el criterio que les llega del mercado laboral y lo que se transmite casi siempre en las universidades. En estas circunstancias, es difícil que surja en esos jóvenes el sentido vocacional de la profesión. Para cambiar las cosas, ayudaría destacar la dimensión de servicio que todo trabajo tiene, es decir, la aportación que hace al bien común y a la mejora de la vida de las personas.
Esta idea se puede encontrar también en los estudios sobre el profesionalismo, expresada de forma muy similar, pero con argumentos más académicos. En esas investigaciones —desde las de Edmund Pellegrino hasta las más recientes del Jubilee Centre— se recuerda que el sentido originario de profesión (inicialmente reservado al derecho, la medicina, la enseñanza, el ejército y el ministerio religioso) es el de quien profesa, la persona que adquiere un compromiso especial consigo mismo y con la sociedad.
«LA ÚNICA VERDADERA SALUD Y RIQUEZA DEL HOMBRE ES UNA VOCACIÓN», LA CUAL CONCRETA EN «UNA PASIÓN ARDIENTE Y EXCLUSIVA POR ALGO QUE NO TENGA NADA QUE VER CON EL DINERO, LA CONCIENCIA DE PODER HACER ALGO MEJOR QUE LOS DEMÁS, Y AMAR ESE ALGO POR ENCIMA DE TODO»
La Universidad es una comunidad de personas que comparten una forma de vida: el deseo de saber. En lo referente a la educación, lo decisivo es la cultura o ethos de la institución, pues transmite un modo de ser. Por esto mismo, la principal responsabilidad de las autoridades es la creación de un contexto en el que los estudiantes puedan crecer y descubrir su vocación.
Ginzburg concluye así sus reflexiones: «Esta es la única posibilidad real que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación: tener una vocación nosotros mismos, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida engendra amor a la vida». Esta referencia final a engendrar amor a la vida es la clave. Vivir es crecer. Solo deja de crecer quien ha muerto o ha entrado en decadencia. Los profesores ayudarán a crecer en la medida en que amen la vida. Y la vitalidad de las universidades dependerá de que sean lugares donde los estudiantes puedan florecer.
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