ENSAYO Nº 720 Educación

Educar para la grandeza. Breve manual de jardinería

¿Puede la educación universitaria ayudar a comprender el trabajo profesional como vocación? ¿Es posible hacerlo dentro de la lógica mercantilista que impregna el ámbito laboral? La principal misión de los educadores es ayudar a crecer, cultivar el florecimiento personal; ofrecer una formación que vaya más allá de las meras competencias profesionales para trazar en el alma los rasgos de una vida lograda.

8 de septiembre de 2024 16 minutos

José María Torralba

Educar para la grandeza. Breve manual de jardinería

¿Puede la educación universitaria ayudar a comprender el trabajo profesional como vocación? ¿Es posible hacerlo dentro de la lógica mercantilista que impregna el ámbito laboral? La principal misión de los educadores es ayudar a crecer, cultivar el florecimiento personal; ofrecer una formación que vaya más allá de las meras competencias profesionales para trazar en el alma los rasgos de una vida lograda.

Decía George Steiner que la de profesor es una «vocación absoluta». No se trata de un trabajo más, en el que se cumplen unas tareas o se ofrecen ciertos servicios, sino que implica a la persona entera. Es una manera de vivir centrada en el estudio y el saber, con la finalidad de aprender y enseñar. El profesor es alguien que, como explica Zena Hitz en Pensativos, ha descubierto en el aprendizaje un fin en sí mismo, una actividad a la que dedicar la vida entera, capaz de dar sentido a su existencia

También se dice que es una vocación absoluta porque, en cierto modo, está a la altura del ministerio religioso. Durante unas horas al día los alumnos prestan sus almas a los profesores para que las cuiden e iluminen o, como decía Rafael Alvira en referencia a Platón, para que «escriban» en ellas. Por eso, la docencia requiere, con frecuencia, ir más allá de lo estrictamente exigible y, sobre todo, implicación personal. 

Junto con la docencia y la investigación, la tercera misión esencial de la Universidad es formar personas. Esta idea, que aún suena extraña en el ámbito hispánico, puede defenderse recurriendo tanto a la tradición anglosajona de la educación liberal como a la tradición alemana de la Bildung. Más cerca de nosotros, Ortega ya afirmó en su Misión de la Universidad que la transmisión de la cultura es una de las finalidades de la educación superior. El resultado habría de ser una formación que permita a los jóvenes orientarse en la existencia.

Pero, aunque se aceptara que contribuir a la formación personal de los estudiantes es una misión propia de la Universidad, quedaría por resolver la cuestión de si los docentes están capacitados para desempeñarla y, en general, si es posible aprender a formar personas. 

¿QUÉ ES UN BUEN PROFESIONAL? 

Decir que los alumnos pueden «crecer» en la universidad es probable que suene extraño. En sentido literal, cuando los estudiantes llegan a las aulas ya no crecen mucho. El estirón lo han pegado unos años antes. Y, desde un prisma vital, se considera que los educadores contribuyen a la maduración personal solo en los ciclos de primaria y secundaria. La universitaria sería una etapa educativa con otra finalidad: la cualificación profesional.

Esta mentalidad de educación profesionalizante ha facilitado que la perspectiva del mundo empresarial haya colonizado la Universidad a todos los niveles: gestión, investigación y docencia. El problema es que la lógica económica sigue las leyes del mercado: oferta y demanda, coste y beneficio, calidad y eficiencia. De modo que las relaciones se basan principalmente en el interés, el rendimiento y la utilidad. En cambio, es necesario defender —siguiendo una distinción del filósofo Alejandro Llano— que la dinámica propia de la relación educativa es la de la fecundidad.

En vez de crecer, el término más preciso para enunciar lo que aquí se quiere explicar es florecer, pero aún no se ha hecho común en nuestro idioma. Florecer es la traducción literal del inglés flourishing. En su sentido ético se corresponde con la noción aristotélica de eudaimonia y equivaldría a felicidad o vida lograda. Por eso florecer no se reduce al bienestar subjetivo de la persona, como han recordado Concepción Naval Aurora Bernal, investigadoras de la Universidad de Navarra y referentes en español en la educación del carácter.

En los últimos años, se abre paso poco a poco la idea de que procurar el florecimiento de los estudiantes es una de las tareas de la Universidad. Y no solo en los centros con ideario religioso, donde parece natural el interés por el «cuidado del alma» (en su acepción más amplia, de atención integral a la persona). En La educación del carácter en las universidades. Un documento marco para el florecimiento, elaborado por el Jubilee Centre for Character and Virtues y The Oxford Character Project, se sostiene que, «cuando se considera el valor de la educación superior, el incremento de la capacidad de ingresos y la contribución económica son solamente medidas parciales. El valor de una educación universitaria se comprueba en la vida de los graduados universitarios: en su florecimiento personal y su contribución al bien de la sociedad en su conjunto. Se manifiesta no solo en lo que los estudiantes hacen sino en quiénes se convierten o llegan a ser». El documento está dirigido, en primer lugar, a los centros educativos del Reino Unido, donde las tasas académicas son muy altas y la pregunta por el valor de la educación resulta imperiosa.

Según ha recordado Edward Brooks, director del Oxford Character Project, en estas mismas páginas, la gran mayoría de universidades incluyen entre sus valores —los que aparecen en la sección sobre la «Misión» de las webs institucionales— la aspiración a mejorar la vida de las sociedades, así como a formar estudiantes comprometidos con el bien común, incansables buscadores de la verdad y personas íntegras. En actos académicos solemnes, como las aperturas de curso o las graduaciones, los discursos suelen estar colmados de este tipo de ideas.

Sin embargo, ¿por qué a veces esas declaraciones parecen quedar tan lejos de la realidad universitaria? No por hipocresía ni por desinterés. Hay una explicación más sencilla. En nuestro país, y en los de nuestro entorno, tenemos un modelo profesionalizante de Universidad, heredado en buena medida de la tradición francesa o napoleónica, donde el objetivo era formar especialistas capaces de cubrir las necesidades de la sociedad. De hecho, nos parece que las universidades están precisamente para eso. Al menos, es lo que dirían la mayoría de jóvenes que acuden a las aulas, y sus familias.

No obstante, en una encuesta realizada hace pocos años a estudiantes de la Universidad de Valencia se les preguntó si consideraban que en las clases debían tratarse temas éticos y existenciales. La sorpresa fue que la mayoría respondió afirmativamente, mientras que todo indica que los profesores opinan que asuntos de esa naturaleza pertenecen a la esfera privada de la persona y, por tanto, deben quedar fuera del campus.

EL VALOR DE UNA EDUCACIÓN UNIVERSITARIA SE COMPRUEBA EN LA VIDA DE LOS GRADUADOS UNIVERSITARIOS: EN SU FLORECIMIENTO PERSONAL Y SU CONTRIBUCIÓN AL BIEN DE LA SOCIEDAD EN SU CONJUNTO

Parece que son los profesores y los responsables educativos quienes no están convencidos de aquello que los jóvenes ven tan claramente. De todos modos, hay una vía de avance. Cambiar nuestro modelo universitario centrado en la preparación laboral por uno más flexible (como el anglosajón, por ejemplo) es tarea prácticamente imposible porque ese paradigma se encuentra enraizado en la cultura, en el modo en que se accede al mercado laboral y, no menos importante, en las leyes estatales que regulan la vida académica. Sin embargo, si profundizáramos en qué significa preparar buenos profesionales, podría ampliarse la misión de la Universidad para incluir el florecimiento personal. Eso cabría concluir del siguiente argumento, en cuatro pasos.

El primero es aceptar —porque de hecho es así— que la docencia en nuestras universidades tiene como fin principal cualificar para el ejercicio de una profesión. El segundo consiste en reflexionar —aquí está el truco de los filósofos— sobre qué significa cualificar profesionalmente, es decir, ayudar a que alguien se convierta en un empleado competente. El tercer paso lleva a reconocer que para ser un buen médico, abogado o profesor no solo se requieren conocimientos y competencias técnicas, sino también cualidades intelectuales y éticas: desde la honestidad y el interés por la verdad hasta la paciencia, el sentido de la justicia o la empatía. En el cuarto paso se concluye que la cualificación laboral es un concepto más amplio de lo que suele pensarse.

Desde esta perspectiva, defender que las universidades tienen como misión formar personas, según decía al comienzo, no es simplemente algo noble, pero añadido a sus tareas propias, como un extra o un servicio premium. Si se acepta que la tarea de las universidades es preparar profesionales —en el sentido más amplio y honorable del término—, habrá que preguntarse de qué manera se contribuye al florecimiento personal —o sea, intelectual y ético— de los jóvenes.

SENTIDO VOCACIONAL DE LA PROFESIÓN

En su bello ensayo narrativo Las pequeñas virtudesNatalia Ginzburg ofrece, en pocos trazos, casi un tratado sobre la educación. La escritora italiana se refiere en concreto a la relación entre padres e hijos, pero, salvando las distancias, lo que dice es aplicable a la relación entre profesores y estudiantes. Siguiendo sus intuiciones, se pueden formular cuatro tesis. 

En primer lugar, el crecimiento de la persona depende de que reciba el adecuado cultivo —o cuidado—, como sucede con las plantas. En segundo término, lo decisivo, por ello, es la tierra —el contexto—, que requiere espacio suficiente, estar bien aireada. En tercer lugar, el crecimiento no depende en exclusiva del jardinero, padre o educador, pues hay numerosos elementos que no están en sus manos. Además, en el caso de las personas, un factor decisivo siempre es la libertad. Por eso, y esta es una idea crucial, ellos nunca son del todo responsables del resultado. Si se habla de educación del carácter en la universidad, como se puede y se debe hacer, es preciso reconocer que a los educadores solo cabe atribuirles una responsabilidad indirecta sobre el tipo de personas en que se convierten los estudiantes. Por último, el centro de la tarea educativa lo ocupa la vocación, en todas sus acepciones: profesional, social y religiosa.

Ginzburg define la vocación de esta manera: «La única verdadera salud y riqueza del hombre es una vocación», la cual concreta en «una pasión ardiente y exclusiva por algo que no tenga nada que ver con el dinero, la conciencia de poder hacer algo mejor que los demás, y amar este algo por encima de todo». La contraposición entre vocación y dinero resulta significativa. No se trata, como es lógico, de despreciar los 

recursos necesarios para vivir. Es legítimo entender la profesión ante todo como un trabajo por el que se recibe un salario: se cumplen unas obligaciones y se percibe la correspondiente remuneración. Pero es distinto cuando el fin por el que se realiza no es en primer lugar económico. Entonces el oficio puede ser, además, una vocación que despierta en la persona una pasión ardiente.

Por desgracia, los estudiantes universitarios piensan con frecuencia en su futuro en términos de éxito, rendimiento económico y posición. Es el criterio que les llega del mercado laboral y lo que se transmite casi siempre en las universidades. En estas circunstancias, es difícil que surja en esos jóvenes el sentido vocacional de la profesión. Para cambiar las cosas, ayudaría destacar la dimensión de servicio que todo trabajo tiene, es decir, la aportación que hace al bien común y a la mejora de la vida de las personas.

Esta idea se puede encontrar también en los estudios sobre el profesionalismo, expresada de forma muy similar, pero con argumentos más académicos. En esas investigaciones —desde las de Edmund Pellegrino hasta las más recientes del Jubilee Centre— se recuerda que el sentido originario de profesión (inicialmente reservado al derecho, la medicina, la enseñanza, el ejército y el ministerio religioso) es el de quien profesa, la persona que adquiere un compromiso especial consigo mismo y con la sociedad.

«LA ÚNICA VERDADERA SALUD Y RIQUEZA DEL HOMBRE ES UNA VOCACIÓN», LA CUAL CONCRETA EN «UNA PASIÓN ARDIENTE Y EXCLUSIVA POR ALGO QUE NO TENGA NADA QUE VER CON EL DINERO, LA CONCIENCIA DE PODER HACER ALGO MEJOR QUE LOS DEMÁS, Y AMAR ESE ALGO POR ENCIMA DE TODO»

La Universidad es una comunidad de personas que comparten una forma de vida: el deseo de saber. En lo referente a la educación, lo decisivo es la cultura o ethos de la institución, pues transmite un modo de ser. Por esto mismo, la principal responsabilidad de las autoridades es la creación de un contexto en el que los estudiantes puedan crecer y descubrir su vocación.

Ginzburg concluye así sus reflexiones: «Esta es la única posibilidad real que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación: tener una vocación nosotros mismos, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida engendra amor a la vida». Esta referencia final a engendrar amor a la vida es la clave. Vivir es crecer. Solo deja de crecer quien ha muerto o ha entrado en decadencia. Los profesores ayudarán a crecer en la medida en que amen la vida. Y la vitalidad de las universidades dependerá de que sean lugares donde los estudiantes puedan florecer.

Ilustración: Sr. GarcíaVivir es crecer. Solo deja de crecer quien ha muerto o ha entrado en decadencia
Vivir es crecer. Solo deja de crecer quien ha muerto o ha entrado en decadencia.
 
LA LECTURA POR PLACER Y EL CULTIVO DE LA IMAGINACIÓN

Al final de su ensayo La aventura de ser humano, el catedrático Ricardo Piñero, de la Universidad de Navarra, explica que «sin amor, nada es valioso para el ser humano, ni su vida ni su muerte. Sin amor no hay nada que merezca la pena. Sin amor no hay ni siquiera filo-sofía…, que debería ser no solo un amor por la sabiduría sino una sabiduría por amor». Sin embargo, la Universidad moderna ha convertido no pocas veces el estudio de las humanidades en algo parecido a la práctica de una autopsia, donde se disecciona el objeto de estudio, perdiendo así de vista el fenómeno que le daba sentido. Lo que falta ahí es el contexto vital (de diálogo, reflexión o creación) que dio origen a esas obras culturales. Los libros de literatura y filosofía no se escribieron para convertirse en materia de examen. Se publicaron para disfrutar o invitar a la reflexión. Algo que resulta aún más evidente en las artes plásticas y musicales. Son cada vez más los especialistas en literatura, como Rosalía Baena, vicerrectora de la Universidad de Navarra, que reivindican la recuperación de la lectura por placer, también en el ámbito educativo.

Los Seminarios de Grandes Libros ofrecen un modo de crear el contexto adecuado para que los jóvenes tengan ese tipo de relación con la lectura. Deja de ser algo aburrido o difícil, ya que las sesiones de diálogo facilitan que surja el interés en las historias o ideas que encuentran en los libros. Les intriga porque se ven inmersos en una conversación de altura con sus compañeros donde descubren la relevancia de lo tratado para entender sus vidas. Algo similar se podría decir de algunas materias científicas que despiertan una curiosidad profunda, la fascinación por saber.

La directora del Practical Wisdom Project del Instituto Abigail Adams (Estados Unidos), Kahren Bohlin, al reivindicar en su libro Educando el carácter a través de la literatura los centros educativos como lugares de florecimiento personal, subraya que los profesores no son responsables del tipo de personas en que se convierten los estudiantes. Pero enseguida añade que lo que está en nuestras manos es cultivar su imaginación. Para esta experta, «el desafío al que nos enfrentamos como educadores es mitigar el número de imágenes y estímulos negativos que alimentan la imaginación y las aspiraciones de los jóvenes». Diría que Bohlin no se refiere solo a cuestiones de tipo ético, sino principalmente existenciales. La presente es, ante todo, una crisis de sentido vital; son cada vez más los estudiantes que se sienten atrapados en un mundo lleno de peligros, no encuentran en quién confiar y ven el futuro con pesimismo.

«SIN AMOR, NADA ES VALIOSO PARA EL SER HUMANO, NI SU VIDA NI SU MUERTE. SIN AMOR NO HAY NADA QUE MEREZCA LA PENA. SIN AMOR NO HAY NI SIQUIERA FILO-SOFÍA..., QUE DEBERÍA SER NO SOLO UN AMOR POR LA SABIDURÍA SINO UNA SABIDURÍA POR AMOR»

Cultivar la imaginación mediante la lectura y, en general, el contacto con las creaciones culturales facilita que conciban otros mundos posibles, otros futuros, para ellos y para la sociedad. Aunque hoy parezca que hay más posibilidades que nunca de conocer distintas formas de vivir, a través de internet, las redes sociales o los viajes, lo cierto es que los jóvenes viven prisioneros de sus propias cámaras de eco. Por ejemplo, al final de una asignatura del Programa de Grandes Libros de la Universidad de Navarra, una alumna destacó que la lectura de historias de otras épocas y culturas le había ayudado a tomar distancia sobre el presente, algo a lo que no estaba acostumbrada. 

La esperanza es la virtud más necesaria para el caminante, es decir, para peregrinar por la vida. La distancia con respecto al presente y la posibilidad de imaginar futuros distintos son dos de sus ingredientes esenciales. Si la crisis de sentido es, en buena medida, una crisis de esperanza, el cultivo de la imaginación de los jóvenes abre una vía para superarla.

EDUCAR EN LAS VIRTUDES GRANDES

Para Ginzburg el florecimiento personal depende de que los jóvenes descubran el amor a la vida a través de la vocación. Esa pasión lleva a cultivar —en su terminología— las virtudes grandes, por oposición a las pequeñas. Así, por ejemplo, el éxito sería una virtud pequeña, aunque requiera gran esfuerzo y venga acompañado de reconocimiento público. En cambio, el deseo de saber es una virtud grande, porque exige magnanimidad y nos hace crecer. A pocos sorprenderá la afirmación de que vivimos en una sociedad y en un sistema educativo cada vez más dominados por las virtudes pequeñas. Para ayudar a los jóvenes a crecer, el primer paso es cambiar la orientación, educándolos para la grandeza. Precisamente es lo que proponen Daniel Capó y Carlos Granados en Florecer, un libro tan breve como inspirador.

¿Qué es la grandeza? No los honores ni el reconocimiento. Es la aspiración a hacer algo magnánimo con la propia vida, por ejemplo a través de la profesión para la que uno se prepara en la universidad. Este sentido de dignidad no conduce al elitismo en su acepción negativa, como algo accesible solo a unos pocos privilegiados por razones económicas o sociales. Según explica Granados, «excelencia no significa ser mejor que otros, sino, más bien, ser mejor que uno mismo, alcanzar la cota de grandeza a mí destinada». Esa es la vocación de la que aquí se viene hablando.

En el libro, Capó explica que florecer «tiene que ver con un corazón que no se busca a sí mismo, sino que se expande para convertirse en humus, tierra fértil, húmeda, entregada». Es decir, un corazón fecundo, capaz de engendrar vida. El autor abre con generosidad lo íntimo de la relación con sus hijos, de tal modo que las páginas decisivas del texto serían las que recogen una anécdota de su hijo, cuando estaba en tercero de primaria. Un compañero de clase, cuyos padres se acababan de divorciar, le había dicho que se quería morir. El hijo de Capó le respondió, sin pensarlo mucho: «Acabo de leer Beowulf y allí dice que, antes de morir, hay que perseguir la gloria». Seguramente son varias las razones que explican una respuesta así, pero una de ellas es que la imaginación de ese niño estaba nutrida por las grandes gestas e historias de la humanidad y, ante una situación dramática, contaba con una fuente de sentido y esperanza.

A la luz de todo lo que se ha dicho, cabe preguntarse: ¿estamos quienes educamos a los jóvenes preparados para ayudarles a crecer? No lo sé. Y diría que esta incertidumbre es una buena señal. La vida y su florecimiento entrañan algo de misterio. Desconfiaría de quien dijera que sabe con total seguridad cómo hacerlo. Si retomamos la comparación de la profesión docente con el ministerio religioso, podría concluirse que la educación, como la gracia, no se puede dominar. La semilla dará fruto cuando quiera. Que no veamos el resultado es un signo claro de que nos hallamos ya en el ámbito de la fecundidad. Esa modesta certeza debería llenarnos de esperanza.

 

NOTA: Este ensayo se basa en la intervención del catedrático José María Torralba en la IX Lección «Los fines de la educación», impartida en noviembre de 2023 en el campus de Pamplona de la Universidad de Navarra. Se trata de una conferencia anual organizada por el Instituto Core Curriculum, que en 2024 celebra su veinticinco aniversario.

 

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